(CAPITULO DEL LIBRO "ANTICRISTO, HISTORIA DE UNA PROFECIA JESUITICA" DE JAVIER GARIN)
Madrid, 27 de febrero de 1767
Mucho antes que existiera la globalización capitalista, antes que el internacionalismo socialista fuera proclamado, el único orden internacional fue la Iglesia Católica, y dentro de ella se forjó un brazo Ejecutor a escala mundial: la Compañía de Jesús.
Inicialmente, los jesuitas no se designaban a sí mismos como tales: ese fue el apelativo que les pusieron sus enemigos. Jesuita equivalía a “falso”, “intrigante”, “espía”, “hipócrita”. Todas características que los antijesuíticos atribuían a los miembros de la Compañía.
Era notoria en todas partes –y una muestra típica de las internas eclesiásticas– la envidia que despertaban en las otras órdenes religiosas el favoritismo papal, el apoyo de varias monarquías, el poderío económico, los establecimientos educativos y la capacidad política e influencia de que gozaban los jesuitas en sus tiempos de esplendor. Eran la orden de confianza del Papa. Sus sacerdotes eran confesores de reyes. Sus Generales se contaban entre los hombres más poderosos
de Europa. Sus colegios y universidades educaban a los futuros gobernantes, magistrados y funcionarios. Habían logrado una expansión tan formidable que ella misma sería la causa de su ruina.
El General de la Orden –el “Papa negro”, como lo llamaban sus enemigos–, sentado en su despacho, recibía correspondencia de sus subordinados proveniente de todos los rincones del mundo, pues los jesuitas estaban obligados a informarle con detalle en forma regular. Es posible que el Papa o la Corona Británica dispusieran de una información comparable, pero no superior. Los jesuitas tenían una visión geopolítica en ocasiones más amplia que las de los mismos imperios.
La Iglesia no conoció mejores defensores doctrinarios. En medio de la tempestad provocada por Lutero y la Reforma, los teólogos jesuitas renovaron el arsenal ideológico de la Iglesia Católica. Sus aportaciones fueron fundamentales en el Concilio de Trento. Estaban presentes en todas las disputas, en todos los debates, y su capacidad de argumentación era excepcional, porque eran los cuadros mejor formados de la Cristiandad.
Toda esa organización había surgido de la mente e iniciativa de un vasco, Iñigo López de Loyola, canonizado San Ignacio, quien, luego de convencer a varios condiscípulos en la Universidad de Paris, donde estudiaba, los reunió en la ladera de Montmartre el 15 de agosto de 1534, ocasión en que prestaron votos de pobreza y castidad y se juramentaron para viajar a Tierra Santa. Aunque esto último no fue posible por la guerra, los amigos se organizaron como orden en Roma, y en 1540 fueron aceptados por bula papal como una nueva congregación1
. Su progreso fue tan rápido que en menos de cincuenta años contaban con 188 colegios en toda Europa y habían enviado misiones a todo el mundo, destacando entre ellas la tarea de San Francisco Javier en el remoto Oriente2
. Este es el juramento que prestó su fundador: “Yo Ignacio de Loyola, prometo a Dios Todopoderoso y al Sumo Pontífice, su Vicario en la tierra, delante de la Santísima Virgen María y de toda la corte
celestial, y en presencia de la Compañía, perpetua Pobreza, Castidad y Obediencia, según la forma de vivir que se contiene en la Bula de la Compañía de Jesús nuestro Señor, y en las Constituciones, en las ya declaradas como en las que adelante se declarasen. También prometo especial obediencia al Sumo Pontífice en lo referente a las misiones, de las que se habla en la Bula. Además prometo procurar que los niños sean instruidos en la doctrina cristiana, conforme a la misma Bula y
Constituciones”.3
Es notable cómo, a través de los siglos, la Compañía mantuvo y adaptó a las circunstancias las dos líneas de servicio definidas por sus fundadores: la labor misional más allá de los confines de la civilización cristiana, para expandirla, siguiendo el ejemplo de San Francisco Javier, y la educación, que estuvo entre los objetivos postulados por el propio Loyola, quien impuso la exigencia de la formación intelectual y el ministerio de la enseñanza como una de la labores principales de la
Compañía. Bajo el lema “ad maiorem Dei gloriam” (a la mayor gloria de Dios), llevaron adelante con perseverante voluntad la finalidad de la fórmula del Instituto: “Militar para Dios bajo la bandera de la cruz y servir sólo al Señor y a la Iglesia, su Esposa, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra”.4
La actividad de los jesuitas en América fue extraordinaria. No es casual que el primer Papa americano haya resultado un jesuita, pues la Compañía de Jesús fue la principal organización religiosa del continente. Su tarea descolló en el doble terreno de las misiones y la educación. Fundaron un gran número de misiones y establecimientos en el Paraguay, el Amazonas, Méjico, Canadá, el río Mississippi. Sin duda las misiones paraguayas fueron las más célebres. En todas partes se esforzaron por comprender a los indios y aprender sus lenguas y culturas. Fundaron Colegios y Universidades por doquier, pues ambicionaban el dominio de la educación. En el Río de la Plata el Colegio San Ignacio, luego Real de San Carlos en Buenos Aires, el Colegio Máximo, luego
Universidad de Córdoba, y la de San Francisco Javier de Chuquisaca fueron algunas de sus instituciones. Las misiones y emprendimientos agrícolas y mineros, organizados como verdaderas empresas, aunque sin finalidad de lucro, con un sistema de administración eficiente y
muy sofisticado, no sólo proporcionaban la subsistencia digna de sus habitantes sino que contribuían al sostenimiento de sus establecimientos educativos gratuitos.
Además de los tres votos tradicionales de obediencia, pobreza y castidad, los jesuitas estaban comprometidos por un “cuarto voto” de fidelidad y obediencia al Papa, que contribuyó no poco a la desconfianza de los reyes y fue muy utilizado por sus enemigos de las monarquías
para presentarlos como agentes al servicio de un poder extranjero.
Veamos algunas de las opiniones que se fueron formando sobre los jesuitas en Europa: opiniones que eran muy distintas al altísimo prestigio de que gozaban en América. Para los hombres de Estado europeos, los jesuitas eran temibles competidores y una amenaza permanente.
Para los filósofos de la Ilustración, los jesuitas constituían el bastión del pensamiento tradicional, ortodoxo, opuesto a las “luces”. Muchos filósofos respetaban intelectualmente a los jesuitas como individuos, pero los detestaban como miembros de una Orden consagrada, según ellos, a “impedir el libre pensamiento” y defender la “obediencia ciega”.
En 1762, bastante antes de la Revolución Francesa, el Parlamento de París consideró a la Compañía como “perversa, destructora de todos los principios religiosos e incluso de la honestidad, injuriosa para la moralidad cristiana, perniciosa para la sociedad civil, sediciosa, hostil
a los derechos de la nación y del poder del rey”.5
Para Napoleón, “los jesuitas son una organización militar, no una orden religiosa. Su jefe es el general de un ejército, no el mero abad de un monasterio. Y el objetivo de esta organización es Poder, Poder en su más despótico ejercicio, Poder absoluto, universal, Poder para controlar al mundo bajo la voluntad de un sólo hombre. El Jesuitismo es el más absoluto de los despotismos y, a la vez, es el más grandioso yenorme de los abusos”.6 Que Napoleón, justamente, se asustara de esa presunta ambición de poder resulta cuando menos cómico…
Diderot, en la Enciclopedia, los definió por su “mundanidad”, en tanto religiosos “dedicados al comercio, a la intriga, a la política y a las ocupaciones ajenas a su estado e inapropiadas a su profesión”.7 Hume los acusaba de ser”tiranos del pueblo y esclavos de la corte”.8 Voltaire, educado por los jesuitas, en carta a Helvetius, sostenía: “cuando hayamos eliminado a los jesuitas habremos dado un gran paso adelante en nuestra lucha contra lo que detestamos”.9 D’Alembert, en su libro”Sur la destruction des Jésuites en France”, acusaba a los jesuitas de promover una Iglesia temporal y del deseo de extenderse y de dominar, pues su objetivo último era el de gobernar el mundo por la Religión. Donde habían encontrado docilidad –sostenía–, como en el Paraguay, habían logrado establecer “una autoridad monárquica fundada sobre la sola persuasión”, pero donde habían hallado
resistencia, como en Europa, se habían mostrado “peligrosos y turbulentos”. Aunque reconocía la excelencia de muchos jesuitas en las ciencias y las letras, criticaba su escolasticismo y su intolerancia. Sin embargo, reconocía que eran menos peligrosos “para la razón” que sus enemigos
religiosos franceses, los fanáticos jansenistas: “Los jesuitas –afirmaba– con tal que no se les declare enemigos, permiten que se piense como se quiera. Los jansenistas quieren que se piense como ellos”.10
Algunos jesuitas, como Lorenzo Hervás en su libro “Causas de la Revolución Francesa”, adhirieron a teorías conspirativas según las cuales existía una conjura internacional de la Filosofía, complotada con los poderes temporales, para acabar con la religión cristiana11, y ese era, a juicio de muchos de sus correligionarios, el principal motivo de los ataques a la Compañía de Jesús, defensora de la religión.
Como se ha podido adivinar, detrás de las críticas de los filósofos se escondían motivos más terrenales, de orden político y económico.
Desde el punto de vista político, los jesuitas eran considerados peligrosos representantes de un poder extraestatal: el Papado.
En el asesinato del rey protestante converso Enrique IV de Francia en 1610 había actuado un regicida, fanático católico, Ravaillac, y surgió la sospecha de haber sido manipulado y enviado por los jesuitas, pues el propio Rey había escrito: “¿No juzgáis conveniente ceder ante los
jesuitas? ¿Podéis acaso garantizarme la vida? Bien sé que la anhelan, pues atentaron más de una vez contra ella: tengo la prueba por experiencia, pudiendo manifestar algunas cicatrices de sus heridas”.
Las doctrinas del jesuita Juan de Mariana en su libro “De rege et regis institutione” eran consideradas como altamente peligrosas y subversivas, pues justificaban el tiranicidio.
El éxito del emporio productivo y comercial de los jesuitas, sus numerosas y ricas posesiones y sus establecimientos de diversa índole representaban un botín harto codiciado para las autoridades civiles.
No puede negarse que hubo un movimiento ramificado en varios países que tuvo como objetivo la destrucción de la Compañía de Jesús, tal como pregonaban los filósofos de la Ilustración. Menéndez y Pelayo ha sido un defensor de esta tesis12, controvertida frecuentemente por la historiografía liberal, pero confirmada por el examen imparcial de los hechos.
En poco tiempo se produce una ola de expulsiones en los estados europeos. La primera de ellas la encabezó el Marqués de Pombal, hombre fuerte del gobierno portugués, utilizando como pretexto el intento de asesinato que había sufrido el rey José I cuando regresaba de visitar
a su amante, y que fue atribuido sin mayores pruebas a una conspiración
de los jesuitas. Se lograba así alejarlos de Portugal, confiscar todos sus
bienes y vengarse por la resistencia que los jesuitas habían ejercido
a sus políticas antiindigenistas y depredatorias en América, especialmente contra la entrega de las siete Misiones al oriente del Río Uruguay y contra la compañía comercial creada por Pombal para realizar explotaciones en la zona de Maranhao y Pará, al norte del Brasil.13
En 1764, la burguesía francesa, que tenía peso en el parlamento de París, aprovecha una defraudación hecha por un jesuita en las Antillas para involucrar a toda la Compañía, y logra que se declare que
la constitución de la misma es contraria al Rey de Francia por su voto de obediencia al Papa, disponiéndose la confiscación de sus bienes, la prohibición de la enseñanza y el extrañamiento de todos los jesuitas que no aceptaran los artículos galicanos o que continuasen en contacto con
el General de la Orden.14
Estos antecedentes del despotismo ilustrado de la época no podían pasar desapercibidos para el “déspota ilustrado” versión madrileña: Carlos III, el llamado “rey político”, que más propiamente debió llamarse –en lo tocante a América– “mal político”, porque el cúmulo de desaciertos de su reinado y de los subsiguientes abrieron las puertas a la pérdida, por parte de España, de casi todos sus dominios de ultramar.
Este juicio podrá parecer excesivamente severo respecto de un rey que es presentado como “modelo” por la historiografía liberal; pero, sin restar o desconocer méritos a su voluntad modernizadora, lo cierto es que algunas de sus políticas respecto de las colonias –inspiradas en el afán de extraer de América todos los recursos posibles para incrementar las arcas fiscales de la metrópoli– produjeron un verdadero cataclismo y una impresionante sucesión de sublevaciones populares.
España ha tenido la desgracia de ser gobernada por dinastías extranjeras. Los Habsburgo, pese a tal condición, reinaron en los tiempos de máxima expansión de los dominios españoles. Cupo a los Borbones, casa francesa reinante en España desde 1700, el dudoso privilegio de
conducir al poderoso imperio a una veloz decadencia.
Carlos III fue, como rey, un excelente alcalde de Madrid. Realizó grandes obras para modernizar esa ciudad, pero sus medidas de gobierno para los dominios ultramarinos entrañaron un conjunto de reformas problemáticas, dando por resultado un continente agitado por terribles convulsiones. La represión consiguiente, desplegada por los funcionarios “modernos” de este rey “progresista” y sus herederos, es tan inflexible que hará decir a Monteagudo: “parecía imposible que empezase a declinar la tiranía, sin que antes se llenasen los sepulcros de cadáveres y se empapase en sangre el cetro de los opresores”.15
Baste una somera enunciación que pondrá en evidencia la torpeza borbónica. Un aumento de impuestos para las colonias produjo, a partir de 1780, las insurrecciones de Arequipa, Cuzco, Huaraz, La Paz y Cochabamba. Como nadie se atreve aún a protestar contra el monarca
mismo, la queja aparece disimulada bajo la consigna: “Viva el rey y
muera el mal gobierno”. En agosto de ese año, los hermanos Tomás,
Nicolás y Dámaso Qatarí se pusieron al frente de la sublevación de
Chayanta, donde los indios resistieron pagar el doble de los tributos que
hasta entonces les cobraban. Los tres hermanos terminaron en el patíbulo. Tres meses más tarde, Túpac Amaru II se rebeló en Tungasuca, proclamando la negativa a pagar tributos y el fin de la esclavitud; su llamamiento fue respondido por ingentes multitudes, y los españoles
temblaron como nunca. La ciudad sagrada de Cuzco, histórica capital
de los Incas, quedó sitiada por el atrevido caudillo. El 10 de febrero de
1781, Jacinto Rodríguez y Sebastián Pagador se pusieron al frente de
la rebelión de Oruro reclamando que los Cabildos estuvieran integrados por “naturales del país”. Tupac Qatarí y su esposa Bartolina Sisa, acompañados por treinta mil indios, pusieron sitio a La Paz en marzo de 1781, apoyando el movimiento cuzqueño. Este punto culminante de la
rebeldía indígena fue seguido del desastre. El 6 de abril de 1781, tropas
españolas lograron derrotar y capturar a Tupac Amaru II valiéndose de
una traición. Mes y medio después, él, su esposa Micaela Bastidas, sus
hijos Hipólito y Fernando y algunos otros cabecillas, perecieron bárbaramente en la Plaza ceremonial de sus ancestros. Los sitiadores de La Paz fueron desbaratados por tropas españolas enviadas desde Buenos Aires después de siete meses de sitio, ejecutados los jefes, descuartizados y
repartidos por distintas localidades sus miembros, y reducidos a prisión
y esclavitud sus seguidores. La rebelión de Oruro fue tambien sofocada.
La turbulencia social se hizo sentir en otras regiones. El 16 de marzo de
1781 se alzó la ciudad neogranadina de El Socorro y luego las poblaciones de Simacota, San Gil, Pinchote, Confines, Barichara, Chima, Oiba, Guadalupe, Charalá, Páramo, Vélez, Puente Real, Mogotes, Onzaga, Zapatoca, Tequia, Sogamoso, San Andrés, Moniquirá y Concepción.
Veinte mil alzados, encabezados por Juan Francisco Berbeo, José Antonio Galán, Isidro Molina y Ambrosio Pisco, marcharon sobre Santa Fe de Bogotá, logrando la firma de una capitulación en que el gobierno se comprometía a suprimir diversos tributos. Meses después, las traidoras
autoridades encarcelaron a Galán en los Llanos, lo trasladaron a Bogotá
y lo ejecutaron junto a otros cabecillas. También en este caso sus cabezas y cuerpos fueron expuestos en las poblaciones para sembrar el terror. Poco después el gobierno español anulaba sus promesas y restablecía “a sangre y fuego” los tributos abolidos.
Esta sola enunciación permitirá comprender que los desaciertos gubernamentales no se paliaban con meras reformas “administrativas”.
El desconocimiento de los cortesanos madrileños de la realidad en las
Colonias tuvo una parte importante en esta sumatoria de conflictos
provocados por los errores de la Corona española. Ya hemos relatado el
espanto que provocó en un funcionario español comprobar que se entregaba a los portugueses misiones valiosísimas. Veamos la ignorancia del propio Rey sobre la geografía americana. En la correspondencia diplomática francesa se conserva un despacho cifrado del embajador
francés en Madrid, con la siguiente anotación: “Conjeturas de que los
jesuitas puedan entenderse con los ingleses para mantenerse en el
Paraguay”. Relata el embajador a su gobierno: “S.C.M. me hizo el honor
de hablarme de este asunto. Entró en el detalle de los medios que los
ingleses podrían emplear para socorrer a los jesuitas del Paraguay. Este
monarca considera que los socorros ingleses sólo se pueden introducir
en el Paraguay por el río de la Plata, por el Orinoco o por la Patagonia; y me pareció que él se inclinaba por la última ruta, debido a que las desembocaduras de los ríos de la Plata y del Orinoco estaban guardadas por fuertes y por tropas”.16 ¿Cómo harían los jesuitas del Paraguay,
entendidos supuestamente con los ingleses, para recibir auxilios de estos
últimos desde el Orinoco atravesando selvas infinitas o desde la igualmente remota Patagonia? Sólo por la cabeza de un rey que no tiene la más mínima idea –siquiera geográfica– de los territorios que gobierna pueden cruzarse semejantes disparates. ¿Puede entenderse ahora cómo
es que España perdió tan rápidamente sus dominios ultramarinos?
El encono de los Borbones contra los jesuitas databa de tiempo
atrás. En 1754 Fernando VI había destituido y arrestado a su ministro el
marqués de Ensenada, amigo de los jesuitas, y comenzado una política
de alejamiento de estos últimos. Las sublevaciones de los guaraníes
durante las Guerras Guaraníticas y la resistencia a aceptar la entrega a
los portugueses de las Siete Misiones, fueron vistas como un ejemplo
claro de agitación jesuítica. Cuando asume Carlos III su reinado, traía
ya consigo largos prejuicios antijesuíticos heredados de su madre Isabel
de Farnesio, “la parmesana”, esa mujer “ feúcha, insignificante, que se
atiborra de mantequilla y de queso parmesano y que jamás ha oído hablar de nada que no sea coser o bordar”, pero que –al parecer– no era tan tonta como suponían sus detractores y tejió hábiles intrigas, siendo enemiga declarada de los jesuitas. Entre las directrices de la política
de Carlos III, el regalismo ocupaba un lugar fundamental, pretendía la
dócil subordinación de la Iglesia española a las necesidades e intereses
de la Corona. A partir de la firma del Concordato en 1753, la Corona
avanzaba cada vez más en asumir una clara injerencia en las instituciones religiosas, pretendiendo separarlas del Papado. Los jesuitas eran destinatarios inevitables de esa política.
Todos los gobiernos deben tener, por necesidad política que aumenta
cuando son malos, un cuco al cual culpar de los problemas y los propios errores. La historia muestra una interminable serie de ejemplos de esta salida fácil. Los paganos culparon a los cristianos hasta del incendio de Roma, los cristianos culparon a los judíos de cuanta desgracia no podían afrontar, los capitalistas culparon al comunismo y los comunistas al imperialismo burgués. En el siglo XVIII la moda era “culpar a los jesuitas”.
En esa cómoda praxis se inscribe el aprovechamiento del motín de Esquilache por Carlos III. Este rey más bien inoperante se había rodeado de ministros poco populares, siendo el más célebre el italiano
marqués de Esquilache (eterna manía de traer extranjeros a gobernar
España). Después de involucrar al reino en la guerra de los Siete Años,
aumentar los impuestos, liberar el comercio de alimentos, eliminar los
precios tasados de los cereales y generar una carestía generalizada, y en
particular un fuerte aumento del precio del pan, Esquilache provocó un
levantamiento popular en 1766 (que tuvo como excusa banal una prohibición de usar capa larga y sombreros de ala ancha, costumbre madrileña, pero que obedecía en realidad a las dificultades económicas). El pueblo, amotinado en protestas masivas que se extendieron por varias regiones
(se ha llegado a hablar de una movilización de treinta mil personas sólo
en Madrid), puso a la monarquía contra las cuerdas. Algunos incidentes
terminaron con varias decenas de muertos. La necedad del Rey admitió
a duras penas y de mala gana que debía reemplazar a Esquilache. Asumió como nuevo hombre fuerte el conde de Aranda, feroz antijesuita, de quien Voltaire opinaba: “con media docena de hombres como Aranda, España quedaría regenerada”. La solución era inevitable: había que
echarles la culpa a los jesuitas. El motín no era producto de las pésimas políticas de Carlos III sino de una conjura jesuítica: tal fue desde entonces la tesis oficial. La suerte de los jesuitas estaba echada: sólo era cuestión de tiempo. Carlos III, asesorado por Aranda y por el futuro conde de Floridablanca,
se tomó catorce meses para preparar en el mayor de los secretos, y sin que se produjera ni una sola filtración, la expulsión de los jesuitas. Era tal el pavor que les tenían, y el temor a que usaran su influencia para crear disturbios, que se decidió consumar la expulsión en forma
sorpresiva para impedirles organizar ninguna resistencia.
El primer paso de la operación antijesuita fue encomendar al fiscal
del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes –ambicioso
funcionario que vio en esto la oportunidad de un fulminante ascenso–
una “pesquisa” secreta para descubrir a los supuestos instigadores del
levantamiento de Esquilache. Esta pesquisa tenía nombre y apellido: sólo
se trataba de darle fundamento a una decisión ya tomada. Campomanes
violó correspondencia, recogió delaciones, pagó sobornos a soplones
varios, y armó un cuentito según el cual se señalaban “amistades o
concomitancias de amotinados con jesuitas, frases sueltas, hablillas
y chismes”.17 Con todo ello presentó su Dictamen ante el Consejo de
Castilla en enero de 1767 acusando a los jesuitas por los motines y
atribuyéndoles la intención de cambiar la forma de gobierno. Apeló a
las tradicionales acusaciones de sostener “la doctrina del tiranicidio”
de Juan de Mariana, de tener una moral relajada, de su afán de poder
y riquezas, de haber instigado los alzamientos guaraníticos de los años
anteriores con la finalidad de erigir un Estado independiente en América ayudados por los ingleses, de promover la división en el seno de la Iglesia con las otras órdenes, de haber facilitado la captura de Manila por los ingleses, de haber mantenido su apoyo al depuesto marqués de
Ensenada, de servir al Papa en perjuicio de la Corona, y de haber puesto
en duda el derecho de Carlos III de acceder al trono por ser hijo adulterino, imputación esta última que se formulaba directamente al General de la Compañía, el italiano Lorenzo Ricci. El presidente del Consejo de Castilla, el conde de Aranda, hizo aprobar una resolución teniendo
por acreditada la acusación y proponiendo la expulsión de los jesuitas.
Carlos III, para involucrar a todos en una decisión tan grave, convocó
a una junta especial secreta, presidida por el duque de Alba e integrada
por el gabinete, que ratificó lo propuesta de expulsión. El ambicioso
Campomanes (futuro conde de Campomanes, estas tareas se recompensan bien) recibió el encargo de redactar la Pragmática Sanción de 1767 expulsando a los jesuitas, a la vez que se decretaba la confiscación de todo el patrimonio de la Compañía. El “rey político” leyó el borrador:
“Habiéndome conformado con el parecer de los de mi Consejo Real
[…] y de lo que me han expuesto personas del más elevado carácter, estimulado de gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real
ánimo; usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso
ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto
de mi corona, he venido a mandar se extrañen de todos mis dominios de
España e Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes, a los religiosos de
la Compañía, así sacerdotes, como coadjutores y legos que hayan hecho
la primera profesión, y a los novicios que quisieren seguirles, y que se
ocupen todas las temporalidades de la Compañía de mis dominios. Y
para su ejecución uniforme en todos ellos os doy plena y privativa autoridad, y para que forméis las instrucciones y órdenes necesarias, según lo tenéis entendido y estimareis para el más efectivo, pronto y tranquilo cumplimiento. Y quiero que no sólo las justicias y tribunales superiores
de estos reinos ejecuten puntualmente vuestros mandatos, sino que lo
mismo se entienda con los que dirigiereis a los virreyes, presidentes,
audiencias, gobernadores, corregidores, alcaldes mayores y otras cualesquiera justicias de aquellos reinos y provincias, y que, en virtud de sus respectivos requerimientos, cualesquiera tropas, milicias o paisanaje den el auxilio necesario sin retardo ni tergiversación alguna, so pena de
caer, el que fuere omiso, en mi real indignación”. Luego estampó su real
firma y la dató el 27 de febrero de 1767.18 El conde de Aranda se tomó el mes de marzo para realizar en total secreto los preparativos. En la madrugada del 2 de abril de 1767, las tropas reales allanaron simultáneamente los ciento cuarenta y seis establecimientos jesuíticos de la península, detuvieron a los dos mil seiscientos cuarenta y un jesuitas que los habitaban y los embarcaron amontonados en las bodegas de los buques para despacharlos a Roma. Sólo les fue
permitido llevar consigo sus objetos personales y un libro, y se les hizo
saber que si intentaban regresar serían ejecutados. El rey le avisó al Papa
la decisión ya tomada. Clemente XIII respondió diplomáticamente sin
defender en absoluto a sus leales siervos, pero cuando se enteró de que
los querían encajar a él en los Estados Pontificios, se negó en forma airada.
Cuando los jesuitas llegaron a Civitavecchia, esperando ser recibidos
amorosamente, se encontraron con los cañones del Papa. Comenzó un
largo vía crucis, con los jesuitas embarcados sin destino, hacinados en
las bodegas, bajo el sol del Mediterráneo o las fuertes tormentas, sin que
ningún puerto los quisiera recibir. Los barcos estuvieron rodeando la
costa de Córcega durante varios meses, y recién a fines de 1767 fueron
autorizados a desembarcar. Allí pasaron poco más de un año, en condiciones lamentables, hasta que Clemente XIII finalmente accedió a que desembarcaran en sus dominios.19
Un número similar de jesuitas fue deportado desde las Indias. Su
travesía fue todavía peor. A medida que llegaba la Pragmática de Expulsión a los virreyes y gobernadores, estos ponían manos a la obra en “operativos sorpresa” similares a los llevados a cabo en España, antes que los jesuitas americanos tomaran conocimiento de lo que estaba sucediendo debido a la lentitud de las comunicaciones.
En Buenos Aires, el antijesuita Francisco de Paula Bucarelli había
sido designado Gobernador en reemplazo de Pedro Ceballos, héroe de
la lucha contra los portugueses a quien se sindicaba de amigo de los
jesuitas. La noche del dos de julio allanó por sorpresa la residencia de
la Compañía en Buenos Aires y mandó hacer lo propio en Montevideo,
Córdoba y Santa Fe. Pero lo que más le preocupaba era la posibilidad
de un levantamiento popular en las Misiones guaraníticas, cuyos treinta pueblos albergaban a la sazón 87.026 personas. Para desmantelar el control jesuítico, partió al mando de una expedición con 1500 soldados, deteniendo al Principal de la Orden en la misión de Yapeyú (pueblo natal
de José de San Martín) y sucesivamente en los restantes pueblos a todos
los jesuitas, que fueron reemplazados por franciscanos, dominicos y
mercedarios. No se excluyó ni a los ancianos que habían consagrado sus
vidas al apostolado ni a los enfermos. Los bienes fueron prolijamente
inventariados y pasaron a propiedad de la Corona, la cual los vendió
a estancieros y comerciantes a través de la Junta de Temporalidades.
Las comunidades quedaron desamparadas, y los indios que no se escaparon
del nuevo orden debieron emplearse, con los años, en un estado
de cuasi servidumbre a los estancieros. Bucarelli dio por cumplidas
sus órdenes en agosto de 1768, habiendo desarticulado por completo los
dominios jesuíticos, copado todas las misiones, colegios y universidades
y reorganizado la administración de los territorios.20
Lo propio ocurrió a lo largo y ancho de América. En México y en
otras ciudades de la Nueva España la orden se cumplió entre el 25 y
el 28 de junio de 1767, pero en las provincias remotas se realizó en los
meses siguientes. “La expulsión fue súbita y violenta en las provincias
de Sinaloa, Ostimuri y Sonora, lo que provocó efectos inmediatos en las
comunidades indígenas. Los jesuitas daban coherencia y unidad al sistema de misiones que, con una administración centralizada, presentaba un
solo frente a los colonos que buscaban su desaparición. La salida de los
misioneros desarticuló la organización de los pueblos indígenas y los
redujo a comunidades aisladas y vulnerables al asedio de los colonos.
Desapareció también la disciplina misional que normaba la vida interna
de las comunidades y, aunque esta supresión gustó a muchos indios,
la falta de dirección provocó la pérdida de los bienes de comunidad”.
(…) El 23 de junio de 1769, el visitador general José de Gálvez ordenó
que las tierras de las misiones, que eran propiedad colectiva de cada
comunidad, se fraccionaran en parcelas y se repartieran en propiedad
privada. Los primeros adjudicatarios serían los indios, pero también los
españoles y mestizos podrían recibir tierras (…) El comandante Pedro
de Nava, con objeto de obligar a los indios a que aceptaran la propiedad
privada, en 1794 declaró abolida la propiedad comunitaria de la tierra
y el agua; es decir, las comunidades indígenas quedaron desprovistas
del título legal que amparaba la propiedad de sus tierras y aguas;
si no aceptaban la propiedad privada, las tierras pasaban a ser realengas, o sea propiedad del rey, y podían ser entregadas a quien las solicitase. (…) La introducción de españoles mestizos y mulatos en las comunidades tendía a promover la aculturación de los indios, es decir,
a debilitar la identidad cultural de las comunidades. En la tradición de
los indígenas la tierra y el agua no eran patrimonio individual y menos
aún mercancías susceptibles de compraventa. (…) Lo previsible era que,
desprovistos del apoyo de su comunidad, fueran obligados por los colonos a vender su tierra o que por fraude o violencia fueran despojados, y que así la tierra y el agua pasaran a manos de blancos y mestizos. Así, en este periodo (1767-1821) comenzó la destrucción de las comunidades
indígenas, la pérdida de la propiedad de la tierra y del agua, la pérdida
incluso de la cultura propia. Desprovistos de su comunidad, de su tierra
y de su cultura, los indígenas no tuvieron otra alternativa que alquilarse como peones al servicio de los colonos”.21
La expulsión despertó un gran entusiasmo en la Corte de Lisboa, y
La expulsión despertó un gran entusiasmo en la Corte de Lisboa, y
el marqués de Pombal ofreció toda su ayuda para llevarla a la práctica en
las misiones del Paraguay, para sacarse de encima a los peores enemigos
de la expansión esclavista portuguesa. Según el embajador francés en
Madrid, “el señor conde de Oeyras había ofrecido a S.C.M. todos los
socorros y buenos oficios del Rey su señor para facilitar y asegurar la
expulsión de los jesuitas del Paraguay y que este ministro había propuesto al mismo tiempo obrar de acuerdo en Roma para obtener del Papa la extinción de esta Orden”.22 España aceptó el auxilio portugués en las misiones selváticas Maynas y Omaguas, diseminadas por el
Amazonas y Marañón con sus afluentes el Napo, Putumayo, Pastaza y
Huallaga, que abarcaban más de cuarenta pueblos e idiomas, correspondientes a los encabellados, crejones, pelados, canelos, cofanes, iquitos, ticuonas, jíbaros, etc., las cuales fueron rápidamente desmanteladas y sus misioneros embarcados y despachados a través del Amazonas hacia
el Atlántico, en las condiciones más indignas imaginables.
23 Se los obligó a quemar todos sus papeles, perdiéndose un tesoro incalculable
de crónicas y datos. Aunque los misioneros del Marañón se enteraron
de la expulsión con antelación, no quisieron resistir en modo alguno la
orden y se limitaron a preparar sus valijas manteniendo el secreto. Pero
finalmente los indios se enteraron “y su primera reacción fue retirarse
a la selva reduciendo los pueblos a cenizas, e incluso hacer frente a los
españoles con las armas, como propusieron los jíbaros”. Los padres fueron deportados en pésimas embarcaciones, como relata el Padre Uriarte en su diario: “Íbamos de manera que no nos podíamos sentar ni tener la cabeza derecha, pero nos dejaban salir al combés de donde volvíamos a
entrar a gatas en nuestro escondrijo para dormir o rezar”. En sus paradas
eran alojados en calabozos infectos, entre las heces y la orina: “como
todo estaba cerrado, y había que atender a las necesidades naturales en
veinticuatro horas que pasaban a cada sacada, considérese qué sentiría
el olfato”. “El calor y la humareda de tanta lámpara en lo alto de las
paredes y estar bajo la línea (ecuatorial) en el tiempo más ardiente, no
cesando de sudar, nos fue debilitando tanto, que pensamos morir todos
en la prisión; se meneaban dientes y muelas (…) Como la ropa que uno
traía se empapaba tanto con el calor, tomó el Teniente el cuidado de sacarla a secar al sol, y aun de lavarla y remendarla cada semana”. Nadie podía ver a los expulsos ni hablarles so pena de la vida.24
Los jesuitas de la zona ecuatoriana fueron despachados desde Quito y otras ciudades hacia Guayaquil, de allí a Panamá y Portobello y luego Cartagena, La Habana, y Puerto de Santa María. En Panamá, por el maltrato y escasez de comida, comenzaron a enfermar y morir. El
primero en morir fue el Provincial de Quito, ordenando el Gobernador
que no se doblasen las campanas porque había muerto excomulgado. En
Portobello, los embarcaron en barcos recién llegados con cargamentos
de esclavos negros atacados de la peste, lo que hizo que se contagiaran
y murieran en el mar varios Padres. Lo propio pasó en el viaje de varios
meses desde La Habana a Cádiz, “padeciendo temporales y fuertes privaciones de comida, habiéndose además declarado la peste, muriendo del vómito negro y hambre” algunos infelices.25
Tales relatos se podrían multiplicar por cientos, pues el maltrato
recibido, la falta de comida y de atención, el encierro permanente, la
prohibición de que nadie les tratase o hablase, las bodegas estrechas en que
fueron confinados en mar y las prisiones repugnantes que les destinaron
en tierra, mes tras mes durante una travesía inacabable, posiblemente no
tengan parangón, en cuanto a dureza.
Las Misiones de Moxos, aunque menos famosas que las del Paraguay, estaban “formadas por treinta etnias diferentes, redistribuidas y agrupadas en quince pueblos vecinos”26, y se caracterizaron, como sus vecinas Misiones de Chiquitos, “por su buena asimilación y aceptación
de la doctrina cristiana, buen rendimiento agropecuario y trabajo comunitario y en especial por sus grandes avances y logros a nivel artístico, destacándose la producción musical”. En la noche del 4 de septiembre de 1767 debía arrestarse en simultáneo a todos los jesuitas de la audiencia de Charcas, remitiéndolos por Oruro hacia Arica, a disposición del Virrey del Perú. Unos indios misionarios que retornaban del Puerto de Payla en el rio Guapay presenciaron el primer arresto de Padres y fueron
perseguidos a los tiros para que no llevaran la noticia a Loreto. Consiguieron escapar a nado y, después de muchos días huyendo por la selva, llegaron exhaustos con la noticia de que venían los blancos a matar a todos los de Mojos y a llevarse a los Padres. Uno de ellos cayó muerto de
extenuación al pisar Loreto. La población empezó a huir o a sublevarse.
“Salieron a la plaza jóvenes y viejos, armados de flechas y machetes,
en actitud de querer defenderse por la fuerza”. Como en el Amazonas,
fueron los propios jesuitas los que tuvieron que frenar la rebelión. El
extrañamiento de Moxos fue tan complicado por la naturaleza del terreno, las selvas y los pantanos, que sólo se concluyó ocho meses después de la fecha estipulada, en medio de “un estado de abandono instantáneo en los pueblos misionados: las siembras y recortas se paralizaron, las
reservas de Paila fueron vaciadas en beneficio de la armada y los de los
nuevos curas”, que “no quisieron ni intentaron aprender el idioma de los
indígenas, anulando así el catecismo y todo tipo de aprendizaje”. Los
indígenas se vieron obligados a realizar trabajos forzados en beneficio
de los nuevos curas. El nuevo gobernador que vino de España no quiso
ni acercarse a ese territorio que, tras los jesuitas, había quedado en completa miseria, y se quedó en Cochabamba. En poco tiempo “los infelices indios perdieron aquella inocencia de su buena educación. El vicio florecía a la sombra del ocio, con el olvido de las preciosas artes que
solo para utilidad del cura hacían despertar aquellos miserables con el
rigor de la violencia”. Un nuevo gobernador, Lázaro de Rivera, observa
tiempo después: “Estos pueblos [San Borja y Reyes] fueron los más ricos
y opulentos de la provincia y parece que la fortuna de ellos se hubiese
fijado para siempre, si el furor y los delitos, favorecidos de la impunidad no hubiesen tomado con tanto empeño su ruina y destrucción… Su población la debilitaron en términos que faltaron indios aun para los menesteres más precisos”. La servidumbre, miseria y
explotación se extendieron e incrementaron cuando llegó la República:
la mano de obra indígena fue utilizada para las nuevas explotaciones
de quina y caucho, abandonando todo el sistema productivo anterior; se
declararon baldías las viejas misiones y el territorio amazónico “vacío”,
como si los indios no existieran. “Fueron enviados por centenas a las
siringas, contratados en el célebre sistema de enganche, hasta fines del
siglo XIX”, haciéndoles firmar contratos de trabajo leoninos después de
emborracharlos. Las estancias ganaderas que habían pertenecido a los
jesuitas quedaron en manos de codiciosos empresarios.27
En Europa, la persecución antijesuítica continuó largamente. Los
monarcas complotados intentaron forzar a Clemente XIII a suprimir
la orden, a lo que este se negó. Pero su muerte puso en movimiento
las intrigas cortesanas para lograr que fuera electo un Papa antijesuita.
Cuando se reunió el cónclave, los Borbones actuaron para obtener el
compromiso de liquidación jesuítica. El cardenal Lorenzo Ganganelli
dio garantías a los embajadores y fue finalmente elegido con el nombre
de Clemente XIV. José Moñino, premiado por el servicio como Conde
de Floridablanca, se ocupó de obtener del pontífice el cumplimiento de
ese objetivo. En agosto de 1773. Clemente XIV promulgó el breve “Dominus ac Redemptor” suprimiendo la Compañía de Jesús y convirtiendo a los jesuitas en seglares. Aunque el nuevo Papa debía su cardelanato a la influencia del General de la Compañía, Lorenzo Ricci, parece ser que
poco recordó de ese antiguo favor, pues mandó detener a Ricci con todos
sus consejeros y confinarlo en el Castel Sant Angelo, con prohibición de
salir ni siquiera para la misa. El anciano estaba tan severamente vigilado
y aislado que sólo supo de la muerte de su secretario seis meses después
de producida. Dos años más tarde falleció, no sin proclamar en los más
vehementes términos su inocencia y la de la Compañía.28
Algunos Padres se refugiaron en el reino de Prusia y en el Imperio
Ruso. De hecho, mientras el “mejor alcalde de Madrid”, Carlos III el Pequeño, hacía lo imposible por borrar de la faz de la tierra a los jesuitas, el emperador Federico el Grande y la emperatriz Catalina la Grande, pese a ser “ilustrados” y no profesar la religión católica, los acogieron
con suma benevolencia, pues conocían sus altas dotes intelectuales,
su gran formación y la valiosa obra educativa que desplegaban en sus
territorios. En 1776 Federico II terminó cediendo a las empecinadas
presiones de los Borbones, pero Catalina II se mantuvo firme, de manera
tal que la Rusia Blanca fue la única región en el mundo donde pudo subsistir la Compañía, gracias a que la emperatriz impidió que se publicase, y por ende tuviese vigencia, el breve papal.29
¿Se comprende, ahora, por qué el Padre Manuel Lacunza no tuvo dificultades en interpretar el Apocalipsis en términos sumamente severos para con los reyes del mundo y aún el propio Papado, presumiendo que aquellos poderes se pondrían al servicio del Anticristo? ¿Se
comprende, ahora, por qué razón el lacuncista Manuel Belgrano halló en tan deplorable estado los pueblos de las Misiones, con los indios sometidos a la más cruel esclavitud, y se vio obligado a decretar la pena de muerte para todo aquel blanco que osase azotarlos, como acostumbraban
a hacer los terratenientes tras la expulsión de sus protectores?
Antes de concluir este capítulo, regresemos una vez más a las Misiones de Moxos, para ejemplificar en ellas algo que era extensivo en mayor o menor medida a todos los pueblos administrados por los jesuitas: la educación artística y musical.
De los indios considerados “bárbaros” por el resto de la sociedad
colonial, los jesuitas hicieron excelentes artesanos, talladores, escultores
y músicos. Para la enseñanza musical, “adecuaron elementos de la ratio
atque Institutio Studiorum así como las teorías clásicas griegas de la
música teórica y práctica”, con la finalidad de facilitar el aprendizaje
rápido de la doctrina y favorecer la experiencia religiosa, adaptada al
sistema de tradición oral. En los archivos de Concepción de Chiquitos
se conservan más de tres mil partituras producidas en las Misiones, y
en los Archivos parroquiales de San Ignacio de Moxos, más de siete mil
partituras y más de doscientos cancioneros y libros de oraciones para
ser cantadas en las misas y las festividades del calendario litúrgico: casi
en su totalidad producciones anónimas, salvo unas pocas de autoría
del músico jesuita Dominico Zipoli. Con la expulsión de los jesuitas,
sin embargo, todo pareció desaparecer. Increíblemente, en el año 2006,
desparramados en la selva, en el seno de comunidades fundadas por los
descendientes de los indígenas misionados, en los ríos Ichoa, Secure,
Parque Nacional Secure TIPNIS y el Bosque de Chimanes, se encontraron cerca de cuatro mil partituras y un centenar de doctrineros perfectamente conservados, que los indios se habían llevado consigo a la selva al escapar de sus opresores tras la expulsión de los jesuitas, como
una manera de preservar las creencias aprendidas con los Padres. “Los
jesuitas les habían enseñado la doctrina cantando, en consecuencia, las
partituras y los doctrinarios en latín, eran tan sagrados como la Biblia”,
y su veneración se transmitió de generación en generación durante más
de dos siglos. No todo estaba perdido.
En pleno auge de la despiadada explotación cauchera, a fines del
siglo XIX, apareció en Moxos, entre los indígenas de Trinidad, un profeta que hablaba con Dios. Se llamaba Andrés Guayocho, y era “milenarista”, como el propio Manuel Lacunza había sido acusado de serlo. Guayocho los convenció de que existía una “Loma Santa” en lo
profundo de la selva: tierra de promisión protegida por el Arcángel San
Miguel, donde ningún carayana “blanco” era admitido. Para buscarla,
los indígenas comenzaron a fugarse masivamente por las noches, en
procesión y con blancas vestiduras. Desde luego, las autoridades de Beni no podían permitir que sus
trabajadores semiesclavizados se fueran así como así. El prefecto Daniel
Suárez, rico propietario de la compañía cauchera más importante de la
región, los persiguió y los hizo arrestar. Más de sesenta indios fueron
azotados: quinientos latigazos a los hombres y doscientos cincuenta a
las mujeres. Diez de ellos murieron. El profeta Guayocho fue asesinado.
Hacia 1893, liderados por otro indígena, José Santos Noco, los
indios volvieron a huir a la selva. Un cronista blanco comentaba indignado: “Actualmente se ha comprobado que más de sesenta familias (…) han emigrado definitivamente hacia las nacientes del rio Apere (…) En dicho punto están echando las bases de una nueva población y la han
bautizado con el nombre de Tierra Santa. Llamamos la atención de las
autoridades respectivas, políticas y eclesiásticas, para que de inmediato,
estudien la forma de cortar este desbande de indígenas, precisamente
en esta época en que nuestras industrias agonizan por la absoluta falta
de brazos”.30
Los indios fugitivos dejaron todos sus bienes y posesiones. Pero se
llevaron consigo la música: las partituras, los cancioneros, los instrumentos musicales…
Tal vez, después de todo, los jesuitas no habían sido derrotados…
.............................................................................................................................
1 Ravier, André, Revuelta González, Manuel, “Ignacio de Loyola: fundador de la Compañía de Jesús”.
2 Ver tambien O·Malley, John, “Los primeros jesuitas”, Ediciones mensajero, Bilbal
1993, p. 41 y si. g
3 Ribadeneira Pedro, Vida de San Ignacio de Loyola, Barcelona, Subirana editores 1863,
pág. 242.
4 “Diccionario de espiritualidad ignaciana, Volumen 1, por Grupo de Espiritualidad
Ignaciana, p. 508.
5 “Expulsión y exilio de los jesuitas de los dominios de Carlos III”, portal temático de
la Biblioteca Virtual Cervantes, Notas sobre Historia de la Compañía. La supresión de los
jesuitas en Francia (1764)”.
6 Memorias escritas por él mismo en Santa Helena.
7 Giménez López, Enrique, “Los jesuitas y la Ilustración”, Biblioteca Virtual Cervantes.
8 Ídem.
9 Ídem.
10 Ídem.
11 Hervás y Panduro, Lorenzo, “Causas de la Revolución de Francia, etc”.
12 Cervera, César: “Las razones que escondía Carlos III para expulsar a los jesuitas de
España”, diario ABC, Madrid, 15-01-15. 13 Notas sobre Historia de la Compañía, La expulsión de los jesuitas de Portugal (1759)
portal temático de la Biblioteca Virtual Cervantes. Tambien: Ferrer Benimeli José A. “La
expulsión de los jesuitas de las misiones del Amazonas (1768-1769) a través de Pará y Lisboa”.
14 Notas sobre Historia de la Compañía, en portal temático citado: “La supresión de los
jesuitas en Francia (1764)”.
15 Garin, Javier, “El discípulo del diablo: vida de Monteagudo, idéologo de la unión
sudamericana”, pág. 24.
16 Ferrer Benimeli José A. op. cit.
17 Domínguez Ortiz, Antonio “Carlos III y la España de la Ilustración”. Madrid: Alianza
Editorial. Pp. 138/9.
18 Pragmática de Carlos III del 2 de abril de 1767: “Pragmática Sanción de su Majestad,
en fuerza, de ley, para el extrañamiento de estos reinos á los regulares de la Compañía, ocupación de sus temporalidades, y prohibición de su restablecimiento en tiempo alguno”.
19 Cervera, César, nota citada.
20 Galvez Lucia, “De la tierra sin mal al paraíso, guaraníes y jesuitas”, Aguilar. Ver
tambien Furlong, op cit. Ver tambien Poenitz Alfredo, “Los guaraníes ante la expulsión de los
jesuitas”, publicado en El territorio, 25/08/2013
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