Por Javier Garin
“Genio ilustre, que
dirigió los primeros pasos de la Primera Junta , y por cuyos extraordinarios
esfuerzos hemos llegado al camino en que ahora nos hallamos”. Bernardo
Monteagudo
“De
Castelli hay que hablar como quería Martí de Bolívar, teniendo una montaña por
tribuna, entre rayos y relámpagos, con el despotismo descabezado a los pies y
un manojo de pueblos libres en el puño”. Julio Cesar Chavez.
“Era
el principal interesado en la novedad”. Virrey Cisneros.
“Muy
perverso, hijo de un boticario. Lo llamaban Pico de Oro. Predicaba la
irreligión.” Faustino Ansay, español.
“Creyó
que formar repúblicas era hacer píldoras en la botica de su padre”. Pasquín
español contra Castelli.
“El
expresado mi marido fue uno de los principales autores y agentes de nuestra
gloriosa revolución del 25 de mayo de 1810, y el que, arrostrando todo peligro,
logró con su influencia y actividad la destrucción, en aquel día célebre y
digno de nuestra memoria, del antiguo gobierno español”. María Rosa Linch de
Castelli.
“Don
Juan José Castelli, doctor en derecho, hombre de mucho mérito, es uno de los
principales autores de esta Revolución”. Nota del periódico “Star” de Londres
sobre los sucesos de Mayo.
“Uno
de los primeros cuatro hombres que empezaron a trabajar en el cambio político
de estos países”. Ignacio Núñez.
“Sólo un pueblo habitualmente esclavo puede vivir en esa calma
profunda que no es sino el sopor de la razón humana”. B. Monteagudo.
Ell
hombre que pudo decir sin jactancia: “Yo
soy la Revolución ”;
el llamado por Cisneros: “principal
interesado en la novedad”; aquel a
quien los patriotas encomendaron en su mayor incertidumbre: “hable usted por nosotros”; el que
dirigió desde las sombras y a plena luz los movimientos que condujeron al 25 de
mayo de 1810; el dueño de una notable “muñeca” política, capaz de conciliar
los extremos y reunir a personalidades tan antagónicas como Saavedra y Moreno
detrás de un objetivo común; el cabecilla que no vaciló en sacrificar su
liderazgo para ponerse al hombro una peligrosa campaña militar; el único que
osó fusilar a un Virrey y a varios ilustres genocidas, sin temer las
represalias; el que se atrevió a proclamar la emancipación de millones de
indígenas, sometidos durante siglos a la peor esclavitud; quien renunció a todo
–tranquilidad, familia y fortuna- por la Libertad de un continente; ese hombre, alma de la Revolución
de Mayo, se llamó Juan José Castelli.
Fue uno de los
individuos más inteligentes y valerosos que produjo nuestra tierra. Y fue
tambien uno de los más abnegados. Ofrendó sus bienes y los de su familia, junto
con la vida, en la lucha revolucionaria. Entregó en holocausto incluso su buen
nombre, exponiéndose al mote de “sanguinario,
inhumano y cruel”, al tomar sobre sí la dura tarea de descabezar la Contrarrevolución
antes de que pudiera fortalecerse. Y sin embargo, la Historia oficial lo ha reducido
a un papel subalterno, desconociendo o minimizando –cuando no condenando- su
trascendental actuación. ¿No es sintomático que la primera biografía completa y
seria de Castelli no la haya escrito un argentino, sino un historiador
paraguayo? ¿No es sintomático que recién después de doscientos años se reclame
el traslado de su estatua a la
Plaza de Mayo, donde siempre debió estar? ¿No es sintomático
que sus restos estén arrumbados en una tumba sin honores? Es que Castelli fue casi un nombre prohibido. Y hay razones para ello: las ideas y las líneas directrices de su conducta histórica no son de
aquellas que un hombre pueda emprender impunemente. Quien se enfrenta a los
poderosos de su tiempo y reivindica a los oprimidos, se habrá hecho acreedor
al odio imperecedero de las oligarquías y de sus sucesores. Castelli fue, es y
será un mal ejemplo...
En sucesivos artículos nos proponemos trazar el retrato de este héroe a quien Bernardo
Monteagudo, su principal discípulo, consideraba tan celoso de la felicidad
general “que el más virtuoso
espartano admiraría su conducta con emulación”. No era extraño que Monteagudo lo comparase
una y otra vez con los héroes de Plutarco, pues se advierte en
Castelli una conjunción de virtudes que en nada desmerecen a aquellos
personajes de la Antigüedad
clásica. Y por eso, tal vez, no suenan desmedidas las palabras que el joven
tucumano dedicó a su maestro, citando los elogios fúnebres de Cicerón a Crasso:
los dioses inmortales no le quitaron la
vida, sino que le concedieron la muerte, como premio a sus esfuerzos, para librarlo
de las aflicciones que bien pronto envolverían a su amada Patria Americana.
Muy buen rescate de este gran prócer ninguneado.
ResponderBorrarGRACIAS
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