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domingo, 28 de junio de 2020

ELOGIO DE JUAN JOSÉ CASTELLI, por Javier Garin



Por Javier Garin


“Genio ilustre, que dirigió los primeros pasos de la Primera Junta, y por cuyos extraordinarios esfuerzos hemos llegado al camino en que ahora nos hallamos”. Bernardo Monteagudo

            “De Castelli hay que hablar como quería Martí de Bolívar, teniendo una montaña por tribuna, entre rayos y relámpagos, con el despotismo descabezado a los pies y un manojo de pueblos libres en el puño”. Julio Cesar Chavez.

            “Era el principal interesado en la novedad”. Virrey Cisneros.

            “Muy perverso, hijo de un boticario. Lo llamaban Pico de Oro. Predicaba la irreligión.” Faustino Ansay, español.

            “Creyó que formar repúblicas era hacer píldoras en la botica de su padre”. Pasquín español contra Castelli.

            “El expresado mi marido fue uno de los principales autores y agentes de nuestra gloriosa revolución del 25 de mayo de 1810, y el que, arrostrando todo peligro, logró con su influencia y actividad la destrucción, en aquel día célebre y digno de nuestra memoria, del antiguo gobierno español”. María Rosa Linch de Castelli.

            “Don Juan José Castelli, doctor en derecho, hombre de mucho mérito, es uno de los principales autores de esta Revolución”. Nota del periódico “Star” de Londres sobre los sucesos de Mayo.

            “Uno de los primeros cuatro hombres que empezaron a trabajar en el cambio político de estos países”. Ignacio Núñez.


                                                                      
“Sólo un pueblo habitualmente esclavo puede vivir en esa calma profunda que no es sino el sopor de la razón humana”. B. Monteagudo.

                        Ell hombre que pudo decir sin jactancia: “Yo soy la Revolución”; el llamado por Cisneros: “principal interesado en la novedad”;  aquel a quien los patriotas encomendaron en su mayor incertidumbre: “hable usted por nosotros”; el que dirigió desde las sombras y a plena luz los movimientos que condujeron al 25 de mayo de 1810; el dueño de una notable “muñeca” política, capaz de conciliar los extremos y reunir a personalidades tan antagónicas como Saavedra y Moreno detrás de un objetivo común; el cabecilla que no vaciló en sacrificar su liderazgo para ponerse al hombro una peligrosa campaña militar; el único que osó fusilar a un Virrey y a varios ilustres genocidas, sin temer las represalias; el que se atrevió a proclamar la emancipación de millones de indígenas, sometidos durante siglos a la peor esclavitud; quien renunció a todo –tranquilidad, familia y fortuna- por la Libertad de un continente; ese hombre, alma de la Revolución de Mayo, se llamó Juan José Castelli.
                        Fue uno de los individuos más inteligentes y valerosos que produjo nuestra tierra. Y fue tambien uno de los más abnegados. Ofrendó sus bienes y los de su familia, junto con la vida, en la lucha revolucionaria. Entregó en holocausto incluso su buen nombre, exponiéndose al mote de “sanguinario, inhumano y cruel”, al tomar sobre sí la dura tarea de descabezar la Contrarrevolución antes de que pudiera fortalecerse. Y sin embargo, la Historia oficial lo ha reducido a un papel subalterno, desconociendo o minimizando –cuando no condenando- su trascendental actuación. ¿No es sintomático que la primera biografía completa y seria de Castelli no la haya escrito un argentino, sino un historiador paraguayo? ¿No es sintomático que recién después de doscientos años se reclame el traslado de su estatua a la Plaza de Mayo, donde siempre debió estar? ¿No es sintomático que sus restos estén arrumbados en una tumba sin honores? Es que Castelli fue casi un nombre prohibido. Y hay razones para ello: las ideas y las líneas directrices de su conducta histórica no son de aquellas que un hombre pueda emprender impunemente. Quien se enfrenta a los poderosos de su tiempo y reivindica a los oprimidos, se habrá hecho acreedor al odio imperecedero de las oligarquías y de sus sucesores. Castelli fue, es y será un mal ejemplo...
                        En sucesivos artículos nos proponemos trazar el retrato de este héroe a quien Bernardo Monteagudo, su principal discípulo, consideraba tan celoso de la felicidad general “que el más virtuoso espartano admiraría su conducta con emulación”. No era extraño que Monteagudo lo comparase una y otra vez con los héroes de Plutarco, pues se advierte en Castelli una conjunción de virtudes que en nada desmerecen a aquellos personajes de la Antigüedad clásica. Y por eso, tal vez, no suenan desmedidas las palabras que el joven tucumano dedicó a su maestro, citando los elogios fúnebres de Cicerón a Crasso: los dioses inmortales no le quitaron la vida, sino que le concedieron la muerte, como premio a sus esfuerzos, para librarlo de las aflicciones que bien pronto envolverían a su amada Patria Americana.

lunes, 22 de junio de 2020

HUELLAS DEL CRUCE DE LOS ANDES, por Javier Garin



POR Javier Garin



Fragmento del libro El Discípulo del Diablo, vida de Monteagudo.

―"La facción es el enemigo irreconciliable de la libertad"‖. Bernardo Monteagudo

A casi siete mil metros sobre el nivel del mar se yerguen las dos cumbres hermanas del Aconcagua, unidas por el Filo del Guanaco, así llamado porque los primeros andinistas encontraron allí un esqueleto de guanaco, sin que nadie pueda explicar qué buscaba el infeliz animal a tan colosales alturas. Destino predilecto de los montañistas de todo el mundo, este cerro ya había sido escalado por los Incas, quienes no ascendían por orgullo deportivo sino como práctica religiosa comunitaria, según lo atestiguan las momias descubiertas en la llamada Pirámide -cerro cuya extraña remembranza egipcia se eleva a un costado del Aconcagua-, en el Llullaillaco y en otros grandes picos de América. Estas enormes moles eran consideradas "apu": espíritus tutelares, deidades protectoras de los pueblos incaicos, y como tales, objeto de veneración. Enajenado de la naturaleza, consumido por la codicia, la vanidad y el afán de dominio, el hombre blanco sólo las ve como obstáculos en su camino, como desafíos para medir sus fuerzas o como fuente de recursos minerales. El Aconcagua, terraza de América, es la montaña más alta del hemisferio sur y el hemisferio occidental. Sólo las cumbres del Himalaya la superan en el globo. Sus glaciares –hoy en inexorable retroceso- destellan al brillo del sol en las alturas o se ocultan bajo las grises morenas en los valles de los ríos Horcones Superior e Inferior. Su colosal Pared Sur –un abismo de casi tres mil metros que desciende a plomo desde el Filo del Guanaco hasta el Glaciar Horcones Superior- truena regularmente con los aludes de pavorosas masas de hielo. Sobrecoge contemplarla desde Plaza Francia, campamento de los andinistas más osados. Pero no es el único gigante. Lo rodean altas cumbres de extrañas formas, atravesadas por vetas de variados colores, que van desde el gris ceniciento hasta el rojo encendido o el amarillo de azufre, todas ellas desnudas, pues la gran altitud impide el desarrollo de especies vegetales. Sus laderas están ocasionalmente manchadas por nevés de "penitentes": formaciones cónicas de hielo que se levantan horizontales, más altas que un hombre, semejando peregrinos que atravesaran las pendientes escarpadas. Desde los elevados valles y desfiladeros, no es fácil precisar las alturas relativas de las montañas. Pero cuando un andinista llega a la cumbre del Aconcagua se le hace evidente su superior altitud, al contemplar toda la inmensidad de la Cordillera a sus pies, como si aquellas monstruosas elevaciones no fueran más que colinas y sierras insignificantes. Una bruma azul las envuelve y suaviza. Al tender la vista hacia oriente, verá la Cordillera diluirse en una vasta planicie. Hacia occidente, la tierra no es más que una esfera brumosa en la que le resultará imposible adivinar el mar. Sin embargo, al atardecer, desde algunos de los altos refugios, quizás desde Cambio de Pendiente, o desde las anfractuosidades por las que discurre la ruta normal de ascenso más allá de Berlín, ocasionalmente podrá el andinista divisar la línea del horizonte profundamente azul cuando se pone el sol, y entonces su imaginación llegará a comprender que ese es el gran Océano Pacífico, demasiado lejano para distinguir el menor rasgo en él. Desde allí, desde el Pacífico, provienen los vientos huracanados que azotan la cumbre, arrancándole estelas nebulosas de nieve –el temible "viento blanco"-, haciendo que se desplomen los termómetros a veinte o treinta grados bajo cero, volviendo locos los barómetros con extrañas oscilaciones en la presión atmosférica y arrastrando masas de nubes que de un momento a otro lo envuelven todo y convierten un día radiante en un infierno helado, arrebatando sin piedad las vidas de los expedicionarios desprevenidos. Más de un centenar de victimas se ha cobrado el Aconcagua a causa de estas tormentas y de los edemas cerebrales y pulmonares que ocasiona la altura.
               Precisamente las inesperadas tormentas constituían el gran terror de los viajeros en la época de la guerra revolucionaria. No era infrecuente que perecieran congelados por no haber podido hallar a tiempo alguno de los rudimentarios refugios de piedra que jalonaban el camino. Las crónicas registran muertes acaecidas incluso dentro de los refugios, al haber quedado aislados los viajeros por muchos días, agotándose sus provisiones, aún cuando era casi una obligación dejar mercaderías y leña para otros viajeros cuando uno pasaba por ellos. No faltaron los actos de canibalismo.
              Desde la cumbre del Aconcagua el escalador puede divisar dos enormes moles, casi tan imponentes como ella misma: al sur el Tupungato y al norte el Mercedario, ambas superiores a los seis mil quinientos metros. Los Andes Centrales son el sector en que se ha elevado más la Cordillera por el choque de las placas tectónicas. Sin embargo, durante siglos, cuando no existían instrumentos precisos de medición, se pensaba que el Chimborazo, en el Ecuador, era la montaña más alta del continente. A diferencia de lo que ocurre en el Alto Perú, en que Los Andes alcanzan una anchura extraordinaria, aquí la Cordillera está apretada y reducida a una pequeña franja de apenas trescientos kilómetros. Esto hace que el paso de Los Andes sea más corto que en el Alto Perú y el Perú. Fue una de las razones por las que San Martín y la Logia Lautaro, oyendo la proposición de Enrique Paillardell y Tomás Guido, o quizás inspirándose en llamado Plan de Maitland, resolvieron trasladar a estos confines la guerra revolucionaria, abandonando la idea original de Castelli de ir a Lima a través del lago Titicaca.
                   Se convirtió en un lugar común de los historiadores sanmartinianos presentar el paso de la Cordillera por el Ejército de Los Andes como una hazaña signada por las peores dificultades concebibles. Fue una de las operaciones militares más extraordinarias, mejor planeadas y más brillantemente ejecutadas de la historia. Pero, en el terreno de las dificultades geográficas, éstas son mayores en el Alto Perú, por las enormes distancias que hay que atravesar allí a altitudes similares. Los Ejércitos patriotas de Castelli, Belgrano y Rondeau, así como los ejércitos realistas que operaron desde el Perú, debieron realizar esfuerzos tremendos en territorios sin proporciones, desiertos interminables y abruptos cordones montañosos. Al fin y al cabo, la idea de San Martín de cambiar la estrategia militar e iniciar su campaña por Chile se debió, entre otras razones, a la menor dificultad relativa que el paso de Los Andes presentaba por Mendoza. Aquí el escollo era lo abrupto de la ascensión, el clima imprevisible y la estrechez de los pasos; San Martín mismo decía que "cincuenta hombres bastan para defenderlos con un mal reducto." Por tanto, debía hacerse el cruce con rapidez y sorpresa, sobreexigiendo a las tropas y animales. "En 1814 me hallaba de Gobernador en Mendoza –dirá San Martín años más tarde, evocando el tiempo posterior a la derrota de los chilenos en Rancagua-; la pérdida de éste país dejaba en peligro la Provincia a mi mando: yo la puse luego en estado de defensa, hasta que llegase el tiempo de tomar la ofensiva. Mis recursos eran escasos y apenas tenía un embrión de ejército; pero conocía la buena voluntad de los cuyanos y emprendí formarlo bajo un plan que hiciese ver hasta qué grado puede aguzarse la economía para llevar a cabo las grandes empresas. ―En 1817 el Ejército de Los Andes estaba ya organizado; abrí la campaña de Chile y el 12 de febrero mis soldados recibieron el premio de su constancia." Con palabras tan simples, concisas y modestas, evoca San Martín la extraordinaria proeza que llevó a cabo al cruzar la Cordillera y vencer a los realistas en la hacienda de Chacabuco. En carta a su amigo Tomás Guido había dicho tiempo antes: "Lo que no me deja dormir no es la oposición que puedan hacerme los enemigos sino el atravesar estos inmensos montes". Años después recordará con más detalle: "Las dificultades que tuvieron que vencer para el paso de las cordilleras sólo pueden ser calculadas por el que las haya pasado. Las principales eran la despoblación, la construcción de caminos, la falta de caza y sobre todo de pastos. El ejército arrastraba 10.600 mulas de sillas y carga, 1.600 caballos y 700 reses, y a pesar de un cuidado indecible solo llegaron a Chile 4.300 muías y 511 caballos en muy mal estado, habiendo quedado el resto muerto o inutilizado en las cordilleras. Dos obuses de a 6, y diez piezas de batalla de a 4, que marchaban por el camino de Uspallata, eran conducidos por 500 milicianos con zorras, y mucha parte del camino a brazo y con el auxilio de cabrestantes para las grandes eminencias. Los víveres para veinte días que debía durar la marcha, eran conducidos a mula, pues desde Mendoza hasta Chile por el camino de los Patos no se encuentran ninguna casa ni población y tiene que pasarse cinco cordilleras. La puna o soroche había atacado a la mayor parte del ejército, de cuyas resultas perecieron varios soldados, como igualmente por el intenso frío. En fin, todos estaban bien convencidos que los obstáculos que se habían vencido no dejaban la menor esperanza de retirada; pero en cambio reinaba en el ejército una gran confianza, sufrimiento heroico en los trabajos y unión y emulación en los cuerpos". Como se comprende, se debieron improvisar sobre la marcha toda clase de soluciones para facilitar el paso del Ejército por terrenos sumamente accidentados. Todavía se conserva como reliquia algun puente de piedra, construído por el ingenioso fraile patriota Beltran.
              Volvamos a nuestro mirador en la cumbre del Aconcagua. Desde ella podemos abarcar con un solo golpe de vista los caminos que siguieron dos de las principales columnas del Ejército de los Andes. Allá abajo, hacia el sur, por aquel desfiladero entre el Aconcagua y el Tupungato, por donde desagua el río Mendoza y circula en la actualidad la Ruta Internacional, ascendió fatigosamente la división mandada por Las Heras. Allá abajo, hacia el norte, en ese otro valle entre el Aconcagua y el Mercedario, surcado por las aguas cristalinas del río Los Patos, transitó el propio San Martín con O’Higgins, todo el estado mayor y la vanguardia patriota. Desde esta altura, sólo con catalejos habría sido posible distinguir las masas de los soldados y tropillas en movimiento. Al bajar de la Cordillera infligieron una aplastante derrota a los realistas, y Chile quedaba libre otra vez, aunque no asegurada su posición militar.
                   Hacia fines de 1817 ascendía por el camino de Uspallata un grupo de viajeros en mulas que se encaminaban a Santiago desde Mendoza. Entre ellos iba un joven de tez oscura y mirada penetrante, aunque ladina. Sus ojos no se maravillaban por el imponente paisaje montañoso, pues había vivido y guerreado en el Alto Perú. Tampoco lo afectaba, como a otros, el soroche o mal de Puna. Se había habituado a las grandes alturas en su juventud, aunque el brusco ascenso desde Mendoza, población ubicada a escasos metros sobre el nivel del mar, lo sofocaba ligeramente. Conocía de sus tiempos en Chuquisaca, Potosí y La Paz el mejor de los remedios: la hoja de coca, legado de los Incas, aliviadora infalible de los síntomas ocasionados por la falta de oxígeno y el descenso de la presión atmosférica; pero no pudo conseguir este bálsamo en Cuyo. El grupo había dejado atrás la parada de Villavicencio, más que rudimentaria, y tambien el modestísimo caserío de Uspallata con su iglesita ruinosa y su verde valle alfombrado de pastura. Siguieron ascendiendo día tras día al costado del río que orillaban grandes barrancos y escarpadas laderas. Las montañas se iban haciendo más y más altas, el aire más frío, las pendientes más acusadas. Ya no se veía vegetación, salvo en unos pocos parajes abrigados y bien irrigados por manantiales, donde se formaban pequeñas vegas, ideales para que las mulas repusieran sus fuerzas. Las laderas empezaban a estar manchadas de nieve: restos de una tormenta reciente. Al costado de la senda, una enorme peña coronada por una cruz marcaba el sitio en que había quedado aplastado, por un derrumbe, un peón de los que hacían el mantenimiento del camino. Los arrieros se santiguaron. Poco más adelante estaba Punta de Vacas, desde donde ya podía distinguirse la magnífica silueta del Tupungato; allí había un refugio de piedra y una nueva y forzosa parada. El camino seguía ascendiendo, sembrado de cruces de los innumerables viajeros muertos, víctimas de los repentinos temporales. Tambien blanqueaban los huesos de numerosos animales del Ejército patriota. Se llegaba al fin a Puente del Inca: singular estructura rocosa producida por un desmoronamiento y socavada en su base por las aguas del río. A poca distancia de allí los arrieros señalaron la montaña que se alzaba a la derecha, cuya toponimia indígena –Acón Kauac- tenía un significado más que expresivo: el Centinela de Piedra. Al fin se arribaba al refugio 159 159 miserable, al pie del último cerro que se debía repechar antes de Chile. Nueva parada y un ascenso infernal hasta rondar los cinco mil metros de altitud. Ese era el punto más alto del trayecto. Un refugio de ladrillo y techo abovedado, fuertemente apuntalado para resistir el peso de la nieve, salvaba al viajero de las tempestades y el frío, aunque la gran altitud hacía muy difícil conciliar el sueño, ocasionando apnea. Desde allí era todo bajada. Chile se extendía ante los ojos, siguiendo el curso del río cristalino que más adelante fluía entre cascadas de blancos penachos, ahora en dirección opuesta, hacia el Pacífico, porque se había traspasado la divisoria continental de las aguas. Se dejaba atrás la enorme sequedad mendocina y se ingresaba en las quebradas llenas de vegetación y los valles lujuriosos. Pero antes era preciso descender por una cuesta muy difícil, cubierta de nieve espesa, siguiendo los violentos zig zags del camino de mulas. Mientras bajaba, el joven viajero no podía ocultar su emoción. Iba al encuentro de los hombres que acababan de realizar la gran proeza libertadora: el triunfo de Chacabuco, expulsando por segunda vez a los españolistas. Volvía, después de una forzada ausencia, al júbilo, al peligro, a la adrenalina de las luchas sudamericanas. Quizás por el mal de altura, quizás por su agitación interior, tenía deseos de llorar. Otro refugio en Calaveras, otro más –el último- en Ojo de Agua. Ya el paisaje era esplendoroso, vivo el verdor, altos y floridos los árboles. Arroyos y riachos se descolgaban de las alturas. De pronto, una escena siniestra.
              ―¿Qué son esos huesos amontonados en aquel desfiladero?, preguntó el joven. Uno de sus acompañantes le respondió:
              ―Una guardia de godos que quiso resistir al Ejército de Los Andes. Los cóndores se ocuparon de ellos. ¡Qué le va a hacer, doctor Monteagudo! Así es la guerra.
               El joven Monteagudo –ahora un poco envejecido por los disgustos del exilio- se encogió de hombros:
               ―¿Eran españoles? Lo tienen merecido.

sábado, 13 de junio de 2020

LA EXPLOTACION INDIGENA EN EL ALTO PERÚ. POTOSÍ Y CHUQUISACA EN TIEMPOS DE BERNARDO MONTEAGUDO. por Javier Garin




Por JAVIER GARIN

El presente es un fragmento del capìtulo "El estudiante en Chuquisaca", del libro "EL DISCIPULO DEL DIABLO, VIDA DE MOETEAGUDO" de Javier Garin.

 “No habría tiranos si no hubiera esclavos, y si todos sostuvieran sus derechos, la usurpación sería imposible”. Bernardo Monteagudo.

Cuando el viajero se acerca hoy desde Potosí a la capital administrativa de Bolivia, la hermosa ciudad de Sucre, va atravesando cadenas montañosas con interminables faldeos, valles abrigados, cañones, abismos y desfiladeros: paisajes bellos y contrastantes, bajo un cielo siempre claro, en una atmósfera llena de luz. Parece mentira que regiones tan maravillosas hayan sido escenario de tan terribles crueldades como las que jalonan toda la historia del Alto Perú desde que el invasor colonial remontó Los Andes con sus bruñidas armaduras, sus arcabuces y espadas, sus biblias y crucifijos. Un prolongado puente colgante aparece de pronto ante el viajero, las cabeceras de piedra soberbiamente construidas con una ruda apariencia de castillo, coronadas de altas almenas: magnífica obra de ingeniería tradicional que se eleva sobre las aguas del célebre río Pilcomayo. Ese puente –tesoro nacional de Bolivia – fue hecho a fines del siglo XIX para mantener abiertas las comunicaciones entre la antigua ciudad administrativa y la otrora villa imperial del Potosí. En tiempos aún más remotos –en los tiempos de que vamos a hablar- era necesario franquear por otros medios más precarios el a veces impetuoso río. Podemos imaginar el movimiento y circulación que habrá animado aquellos parajes a comienzos del siglo XIX. Ese camino unía a dos ciudades muy diferentes y de gran importancia en el recientemente creado Virreinato del Río de la Plata, pero estrechamente vinculadas por la historia y la complementariedad de sus funciones. La más famosa de ambas era Potosí. Enclavada en lo alto de las montañas, a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar, dominada por el grandioso cono del Cerro Rico, había sido durante siglos el corazón económico de la Colonia, la fuente de metal precioso más colosal del mundo y la más valiosa posesión española de ultramar. Llegó a contar doscientos mil habitantes, superando a la mismísima Londres, sobrepujando en fastuosidad y riqueza a algunas de las más renombradas ciudades europeas. Sinónimo de riqueza, el propio Cervantes utilizó en el Quijote la expresión ―vale un potosí‖ para denotar un valor económico superlativo. A la sazón estaba en franca decadencia: la capacidad productiva de sus minas había descendido, y con ella su población, reducida a poca más de un diez por ciento de 6 6 sus épocas doradas. Pero aún decadente, la llamada ―villa imperial de Carlos V‖ – título que el Emperador le obsequió como reconocimiento por su sustancial aporte al Tesoro metropolitano- seguía siendo un populoso centro de realidades y fantasías, con su aristocracia venida a menos, sus innumerables iglesias y conventos, sus obras públicas soberbias aunque deterioradas, sus arrogantes modales de gran señor, su gigantesca Casa de la Moneda recientemente remozada –el establecimiento más emblemático del país- y, por supuesto, sus minas de plata. Las negras minas (―boca del infierno‖, las llamaba un fraile compasivo) habían devorado durante siglos a los infelices indios, de entre 18 y 50 años de edad, arrancados de ciento treinta y nueve pueblos de todas las regiones del Altiplano y hasta a una distancia de mil kilómetros, y esclavizados bajo un régimen de tan funesta inclemencia que, si no los mataba la dureza del trabajo, lo hacían las enfermedades, la mala comida y el hacinamiento. Mientras la bella y pintoresca arquitectura colonial dominaba los palacios, residencias y edificios religiosos del casco urbano, con sus callejuelas empedradas caracoleando en los abruptos declives del terreno, allá en las afueras, en las ásperas laderas del Cerro Rico, se arracimaban las miserables chozas de los indios reducidos a la mita, viviendo y trabajando en tinieblas, pasando constantemente del frío helado de la boca al calor irrespirable de las profundidades, semiasfixiados por el polvo, los gases nocivos y la atmósfera malsana. La plata de Potosí había nutrido la riqueza de Europa, financiando los dispendios necios de la Corona española, con su corte de parásitos y su estúpida política; y, por la vía de las importaciones de productos manufacturados que la ociosa y feudalizada España no se dignaba a fabricar, se había derramado a sus vecinos, ayudando a la prosperidad y el desarrollo económico de Francia, los Países Bajos, hasta la mismísima Revolución Industrial en Inglaterra. Para los productores de tanta riqueza y pompa, encorvados en la oscuridad y el calor sofocante de las minas, en los ingenios, en los talleres de amalgama, en los hornos de purificación y de fundición, no había reconocimiento alguno. Su labor servil y forzada, aunque limitada en el tiempo por un sistema de escalonamiento y cupos de ―brazos‖ que debían aportar los caciques, se pagaba muchas veces con la muerte. Ocho millones de indígenas perecieron en las minas, no sin padecer las más crueles dolencias: traumatismos fatales o incapacitantes, tuberculosis, bronquitis, asma, neumoconiosis, silicosis, afecciones cardíacas y digestivas, artritis, reuma, 7 7 pestes como la viruela, la bubónica, el sarampión, el tabardillo, la erisipela, el garrotillo, el coqueluche; contaminaciones o envenenamientos por los vapores de los hornos inficionados de azufre, antimonio, arsénico y mercurio, o por el contacto con éste último, que se traía de las minas de Huancavélica, en Perú, para el proceso de amalgama introducido hacia 1573, en el afán de mejorar constantemente el volumen y calidad de la plata producida. Quienes no morían, sufrían enfermedades crónicas, algunas de ellas invalidantes, y no era raro ver vagar como espectros, por las calles de Potosí, a los pobres indios envenenados por el mercurio –los ―azogados‖- pidiendo limosna aquí o allá, sometidos a un cruel temblor nervioso que sólo cesaba en la tumba. Durante una de las habituales pestes, la mortandad de indios había sido tan grande que Potosí proyectó reemplazar los brazos perdidos con esclavos africanos, pero la aridez y el frío no fueron propicios para su introducción; su destino estaba en las plantaciones tropicales al noreste de la Paz, más allá de la Cordillera, en las selvas del Beni; sus descendientes pueden verse hoy en Coroico y más abajo, hacia la Amazonia. Unos pocos sacerdotes denunciaron ocasionalmente las atrocidades de Potosí; las leyes de Indias incluían disposiciones hipócritas para ―proteger‖ a los indios, pero éstas nunca se cumplieron, y cuando se intentó paliar la explotación a propuesta de fray Bartolomé de Las Casas, infames criminales armados como Gonzalo Pizarro se alzaron en guerra –la deplorable ―rebelión de los encomenderos‖- para impedirlo. La explotación se llevaba a cabo a sangre y fuego, y la enorme mortalidad no se consideraba consecuencia de ésta sino de los ―pecados‖ de aquellos ―infieles‖ que vivían en ―promiscuidad‖. Con razón Manuel Belgrano diría que la política de España en América había consistido en ―reducir a los hombres a la condición de bestias‖ y que, por la brutalidad del saqueo, los españoles se habían propuesto arruinar y destruir esos países, más que conservarlos. Pero oigamos sobre este asunto a otro testigo directo, contemporáneo de Monteagudo: ―Los males que produce la plata a la moralidad y felicidad del género humano –dice Manuel Moreno en sus ―Memorias de Mariano Moreno‖- están todos recopilados en los lugares de que se extrae este metal funesto; y los primeros pasos que el hombre da para buscarlo en las entrañas de la tierra, están manchadas con mil delitos e injusticias. Es un espectáculo desolante para los ojos de un filósofo ver llegar a esta villa partidas de tres o cuatro mil indios, que han sido arrancados por fuerza de sus hogares, para el trabajo de las minas, en que perece más de la mitad 8 8 de estos infelices conscriptos, y los que sobreviven quedan para siempre con una salud débil a causa de las enfermedades que produce el manejo de los metales y la falta de respiración en las cuevas subterráneas. (…) ―Algunas consideraciones políticas, derivadas, sin duda, del temor de una rebelión, han determinado a la Corte de España a liberar en fin a los naturales de Méjico del tiránico establecimiento de la mita (…). Creemos, no obstante, que ningún principio de liberalidad ha obrado en la abolición de esta práctica escandalosa, cuando la vemos continuada todavía en el Perú (…). Más de doce mil indios son anualmente sujetos a esta conscripción sin ejemplo en sólo Potosí. ―Aunque la tiranía es poco celosa de excusar sus excesos, se ha querido disculpar esta práctica bárbara con el motivo de que sólo los naturales son bastante fuertes por su temperamento para resistir estos trabajos. Como los españoles no han hecho hasta ahora la experiencia en sí mismos, puede muy bien sospecharse que es ésta una suposición arbitraria, inventada para cubrir su perfidia en obligar a otros hombres como ellos a exponerse a peligros que ellos no son capaces de arrostrar. Los dueños de las minas, o !os que han de gozar de ellas sin trabajar, aman bien su vida: los negros esclavos son una propiedad de sus amos, y ha costado dinero el adquirirlos: sólo los indios son unos seres indiferentes que deben despreciar la muerte en provecho ajeno. ―(…) El miserable indio se distingue aún de los esclavos por su mayor desnudez, por la peor calidad de sus alimentos, por sus malas habitaciones, por su opresión y últimamente por su envilecimiento. Sus vestidos, compuestos de las telas de algodón o lana, que ellos mismos fabrican, son de la peor calidad, y más escasos que los que usa cualquiera otra de las clases bajas del pueblo: su alimento se compone enteramente de maíz y de patatas y, en todo el año, no prueban la carne, sino cuando son ocupados con algún motivo en las casas de los españoles, siendo, entonces, tanto el deseo con que la toman, que muchas veces mueren de disentería: su indigencia era bastante para abatirlos, pero además, la triste suerte de conquistados les era recordada a cada instante por la insolencia con que los trataban los blancos. Todo español tiene derecho, por la costumbre, para llamar a su casa cualquiera de estas miserables criaturas y ocuparlas en ella en los servicios domésticos, como barrer las habitaciones, acomodar sus utensilios, etcétera, y el pobre indio acude con diligencia y con el sombrero en la mano a obedecer los mandatos de sus tiranos, y después de gastar el tiempo de dos horas o más, que se 9 9 requieren para estos ejercicios, sale muy contento, si por todo estipendio no se le ha correspondido con golpes o algún otro castigo. No sólo sufren la vejación de ser destinados por fuerza a los trabajos de las minas: son igualmente violentados por turno al servicio de las iglesias, de los subdelegados de los caciques y de los curas, en clase de pongos o domésticos; y como este trabajo, aunque igualmente injusto, no hace peligrar su existencia como el de las minas, está admitido que sea sin salario alguno y solamente por la miserable comida que se les suministra. Más de cien mil indios son destinados a estos ejercicios privados, y al cabo de ellos no les es permitidos volver al cultivo de sus tierras, sin acreditar que los han ejercido con certificación del juez respectivo. Agréguese a esto la abominable práctica de las encomiendas o repartimientos, que son distritos enteros de estos naturales concedidos al dominio y usufructo de un señor que los hace trabajar para su particular utilidad y que, aunque abolidas por algunas leyes y estatutos del soberano, se continúan hasta el día por la cruel avaricia de los españoles y desamparo de los que las sufren, y podrá inferirse lo que tiene que esperar la población, la agricultura y la industria de aquellos países, del estado doloroso de sus originarios y más numerosos habitantes.‖ ¿Cómo se había llegado a semejante servidumbre? No por otra vía que por el mal llamado ―derecho del vencedor‖, santificada su brutalidad desde el mismo púlpito por los hipócritas dignatarios de la Iglesia. En páginas memorables, el propio Monteagudo describiría cómo la América prehispánica, encarnando en sus instituciones ―incivilizadas‖ el mito rouseauniano del buen salvaje, ―gozaba en paz de sus derechos‖, hasta que fue invadida por los europeos, y ―una religión cuya santidad es incompatible con el crimen sirvió de pretexto al usurpador. Bastaba ya enarbolar el estandarte de la cruz para asesinar a los hombres impunemente, para introducir entre ellos la discordia, usurparles sus derechos y arrancarles las riquezas que poseían en su patrio suelo. Sólo los climas estériles donde son desconocidos el oro y la plata, quedaban exentos de este celo fanático y desolador. Por desgracia la América tenía en sus entrañas riquezas inmensas, y esto bastó para poner en acción la codicia, quiero decir el celo de Fernando e Isabel...‖ Es así cómo ―las armas devastadoras del rey católico inundan en sangre nuestro continente; infunden terror a sus indígenas; los obligan a abandonar su domicilio y buscar entre las bestias feroces la seguridad que le rehusaba la barbarie del conquistador.‖ La dominación española aumento día a 10 10 día los eslabones de la cadena, ―y por el espacio de más de 300 años ha gemido la humanidad en esta parte del mundo sin más desahogo que el sufrimiento, ni más consuelo que esperar la muerte y buscar en las cenizas del sepulcro el asilo de la opresión. La tiranía, la ambición, la codicia, el fanatismo, han sacrificado millares de hombres, asesinando a unos, haciendo a otros desgraciados, y reduciendo a todos al conflicto de aborrecer su existencia y mirar la cuna en que nacieron como el primer escalón del cadalso donde por el espacio de su vida habían de ser víctimas del tirano conquistador. Tan enorme peso de desgracias desnaturalizó a los americanos hasta hacerlos olvidar que su LIBERTAD era imprescriptible‖ Aunque usufructuaba igualmente la explotación de los indios, muy distinto carácter y apariencia tenía la otra ciudad cercana, que desde 1840 llamamos Sucre - en homenaje al gran mariscal de las guerras de la Independencia, libertador y primer presidente de Bolivia-, y que por épocas tuvo nombres tales como La Plata, Charcas o Chuquisaca. Señorial, burocrática, docta, llena de empleados, eruditos y teólogos, Chuquisaca era una gran población administrativa y judicial, fundada en 1538 por Pedro de Anzúrez por expresa instrucción del ya mentado Gonzalo Pizarro, conquistador de la región, hermano rebelde y codicioso del sanguinario destructor del Imperio Incaico, y quizás más brutal aún que el alevoso Francisco. Bellamente erigida en una arquitectura colonial de gran dignidad y armonía, salpicada de plazas, parques y paseos, con sus calles de piedra, sus fachadas blancas y sus tejados de barro cocido, con sus fuentes de granito labrado, con sus viejas iglesias presididas por la gran Catedral, cuya construcción data de 1571, Chuquisaca estaba emplazada entre los macizos de Sica Sica y Churruquella,. a una altitud de más de dos mil ochocientos metros. Próspera y tambien populosa –con casi veinte mil habitantes a comienzos del siglo XIX-, era sede del Arzobispado de La Plata y de otras dos instituciones de extraordinaria importancia en la América colonial: la Universidad Mayor Real y Pontificia San Francisco Xavier de Chuquisaca –considerada entonces como una de las mejores del mundo- y la Real Audiencia, máximo órgano jurisdiccional del Virreinato del Río de la Plata. El prestigio de la Universidad, fundada por los jesuitas en 1624 y ampliada en 1775 con la creación de la Academia Carolina para la enseñanza del Derecho, atraía a cerca de un millar de estudiantes residentes, hijos de familias pudientes de dos virreinatos, españoles o 11 11 criollos, conquistando a la ciudad el título ampuloso de ―la Atenas americana‖. Los estipendios y gastos de los estudiantes, los sueldos de los oidores y empleados curiales y civiles, los honorarios de los letrados, los gastos del claustro, de las corporaciones y hermandades, ponían en movimiento una gran masa de actividades y servicios y daban de comer a comerciantes y posaderos. Potosí era la cara brutal de la dominación y el saqueo, mientras que Chuquisaca representaba la formalidad, la institucionalidad y la apariencia de legalidad indispensable para contentar a la hipocresía del régimen. Por eso era pródiga en jurisconsultos y retóricos, especialistas en disfrazar la injusticia bajo bellas palabras y elegantes fórmulas en latín. No faltaron, sin embargo, entre los mismos europeos, algunos hombres sensibles que se indignaban ante la inhumana explotación de los indios, como aquel prelado de La Paz que declaró que pasaría gustoso el resto de su vida en los calabozos de los moros antes que seguir viendo a los indios servir sin salario los caprichos de sus opresores; o como ese buen fiscal de la Audiencia de Charcas, Victorián de Villalba, que tanto influiría en Mariano Moreno con su ―Discurso sobre la mita de Potosí‖, quien denunciaba la brutal esclavitud de las explotaciones mineras advirtiendo: "En los países de minas no se ve sino la opulencia de unos pocos con la miseria de infinitos". El camino que unía ambas ciudades debió, pues, presentar un gran trajín, atravesado por caravanas mercantiles, funcionarios con sus familias, magistrados con su prosopopeya, sacerdotes opulentos y frailes ascéticos, soberbios y crueles encomenderos, tropas militares, tropillas de ganado, caballadas y mulas, indios mitayos en tránsito a las minas, comerciantes monopolistas con sus cargamentos desmesuradamente sobrevaluados, teólogos hábiles, doctores versadísimos en antiguas dialécticas. Podemos imaginar también que un día soleado de principios del siglo diecinueve, mientras una diligencia regular efectuaba la ardua travesía hacia la vieja Chuquisaca, los ojos oscuros y vivaces de un muchachito que viajaba en ella, apenas adolescente, observaron los arrabales chuquisaqueños con admiración pajuerana. El joven era delgado y de estatura regular, y su rostro tenía facciones agraciadas. El brillo de su mirada contrastaba con una piel oscura, demasiado oscura para ser de un hijo de españoles de pura cepa. Quizás, aprovechando las demoras del camino, el joven se haya apeado a observar, desde un mirador, la bella   y distante arquitectura de la Ciudad Blanca‖ –como tambien se la apodaba entonces- pensando no sólo en la armonía de los edificios y torres, sino tambien en las manos que la habían levantado. Seguramente no habían sido españolas las manos que alzaron aquellos muros, sino manos de indios: manos toscas, tan oscuras como su propia piel.