Por Javier Garin
Juan José Antonio Castelli y
Villarino nació en Buenos Aires el 19 de julio de 1764. La ilustre ciudad
rioplatense era entonces una aldea fangosa, sucia, azotada por el viento y
oscura: una urbe fea y pequeña que estaba muy lejos de poder competir con
ciudades hermosas como Charcas o fastuosas como Lima. Aún no había sido
embellecida por los laboriosos emprendimientos del Virrey Vértiz, porque el
Virreynato del Río de la Plata
ni siquiera había sido creado. La cercana presencia de los portugueses,
expulsados por el gobernador Ceballos de la Colonia del Sacramento y restituidos a ella el
año anterior en virtud de la Paz
de París, confería al poblado una
condición de frontera y precariedad. Los jesuitas, amigos de Ceballos, todavía
gobernaban su vasto y sigiloso imperio teocrático en el corazón del continente,
aunque en apenas tres años caería sobre ellos la orden de expulsión de Carlos
III, de la mano del gobernador Buccarelli, provocando gran conmoción en el
territorio del Plata, donde la
Compañía de Jesús tenía algunos de sus mayores baluartes. Las
pampas no habían sido arrebatadas aún a los indígenas, pese a la impaciencia
con que comerciantes y terratenientes instaban a las autoridades a “extender la
frontera con el indio”; y el bravo cacique Cangapol podía darse el gusto de
aterrorizar a los porteños con un malón que arrasó poblaciones hasta más acá de
Lujan y obligó a la naciente burguesía mercantil a refugiarse temblorosa en las
iglesias. Los agentes de Inglaterra recien empezaban a tomar nota de las
posibilidades que les ofrecía el contrabando en estos lares. Allá en las
tierras de “arriba”, en el Perú y el Alto Perú florecía la perversa institución
de la mita, y la prepotencia de los antiguos encomenderos no había sufrido aún el
menor revés. El desdichado Tupac Amarú II era apenas conocido de unos pocos con
el nombre de José Gabriel Condorcarqui y conservaba los miembros en sus
coyunturas, porque todavía faltaban dicecisiete años para que los feroces
españoles lo descuartizaran en la
Plaza de Cuzco, después de obligarlo a presenciar la tortura
y asesinato de toda su familia. Ningún español asustado había expresado aún su
peor pesadilla: “si los indios nos ganan,
serán ellos los españoles y nosotros los indios”.
Juan José era el hijo
primogénito de don Angelo Castelli Salomón y de doña María Josefa Villarino. Su
padre, veneciano de origen, había llegado a Buenos Aires unos años antes, tras
embarcarse para América en el puerto de Cádiz y sobrevivir milagrosamente a un voraz
naufragio.
Don Ángelo era médico
boticario; su profesión y esfuerzo le permitieron adquirir una sólida posición
económica. Su segundo apellido –Salomón- daría pie a que se tachase a su hijo Juan
José de “judío” y “musulmán”, con el
odio reaccionario tan característico de las oligarquías ofendidas. Tambien la ocupación
de don Ángelo, despreciada por los viejos españoles –que sólo consideraban
digno de un hidalgo el no trabajar en absoluto- sería motivo de burla y
satíricos comentarios. Castelli –dirían los chapetones luego de la
derrota de Huaqui- se ha creído que “formar
repúblicas, organizar gobiernos, dar a un estado nueva legislación, levantar
ejércitos y disciplinarlos, era hacer caldos de jeringas, píldoras y eméticos
en la botica de su padre”. Claro: para estos señores las altas tareas
políticas y militares no eran cosa de hijos de boticarios. Algunos de los
actuales críticos de Castelli siguen pensando igual, y lo tildan aun hoy de
iluminado, iluso e ideologista sin contacto con la realidad.
Este desprecio hacia un hijo
de boticario no carece de importancia. El movimiento emancipatorio americano
reclutó sus dirigentes entre los hijos de los comerciantes y los doctores
criollos. Ellos representaban lo nuevo en el seno de la destartalada sociedad
colonial, luchando por sus derechos frente a la soberbia de los antiguos
españoles, venidos de la
Península con una mano atrás y otra adelante y convertidos en
burócratas, terratenientes y monopolistas, pues América -al decir de
Cervantes-, era el “refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados,
salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores”. Estos presuntos “hidalgos”, “cristianos
viejos”, españoles de “sangre limpia”,
que vivían de explotar a los indios, esclavos y proletarios, consideraban el trabajo como una señal de
inferioridad, y la holgazanería e ignorancia como adornos de “nobleza” Tenían la idea, según describe Félix de Azara, de que “ser
noble y generoso consiste en derrochar, destrozar y en no hacer nada”. La
conducción de la guerra y del Estado les pertenecía “por derecho”, y el vástago de boticario que aspirase a mandar no
era más que un advenedizo usurpador.
Pero volvamos a la
familia de Juan José. Su madre, María Josefa, era hija de un rico terrateniente
español proveniente de Vigo y de una santiagueña de viejo cuño. Esta última
-doña Gregoria- resultaba ser hermana de don Juan González de Islas, abuelo materno
de otro futuro gran patriota y revolucionario: Manuel Belgrano. Castelli y
Belgrano fueron, pues, primos segundos: parentesco de gran importancia en razón
de la sociedad política que ambos –más hermanos que primos- sostendrían con
total lealtad hasta la muerte del primero. Juan José tenía casi seis años
cuando nació Manuel, y aunque muchas veces, en los juegos infantiles de una
familia que se mantenía en estrecha relación cotidiana, cuidó a su pariente más
joven, la diferencia de edad impidió que entonces fueran realmente amigos. La
verdadera amistad e inclaudicable alianza entre ambos primos patriotas nacería
siendo ya hombres.
Juan José fue el mayor
de siete hermanos y tuvo desde pequeño un carácter serio y grave. Fue criado
con cariño, pero con severidad, por un padre que no admitía réplicas. Se le
enseñó a ser muy responsable, en carácter de primogénito, y a velar por sus
hermanos menores: Mónica, Joaquín, María Ventura, Francisco, María Dolores,
Josefa y Rosa Micaela. Quizás de allí provenía su actitud algo paternal,
protectora con sus amigos, a quienes parecía cuidar con extraño celo de las
amenazas exteriores a su círculo. “Nuestro
Castelli”, lo llamarían más tarde sus camaradas, entre orgullosos y
cómplices, demandándole una y otra vez –con su complacencia- que les oficiara
de vocero, embajador y público abogado.
Aunque no hay
testimonios sobre su infancia, es posible deducir la severidad paterna con que
fue criado de la circunstancia de haber tenido que aceptar sin apelación una
carrera decidida, no por él, sino por su padre, y haber debido esperar a la
muerte de éste último para seguir su verdadera vocación. Muchos años después, y
ya al borde la muerte, Juan José incurriría en la misma actitud autoritaria de don
Ángelo al no aceptar la voluntad de su propia hija, deseosa de casarse con una
persona que no era del agrado paterno. Entonces este hombre –paladín de la
libertad y el autogobierno-, escribiría, para justificar su oposición, que
estaba ejerciendo un derecho “que da la
naturaleza a los padres para educar y conducir sus hijos al bien verdadero y
dirigiendo la libertad que tienen”. Y agregaría: “La patria potestad jamás ha dado motivo de arrepentimiento (…) La
conducta contraria fue siempre funesta (…) Yo para con mis hijos tengo
derechos, como ellos tienen deberes (…) Me es peculiar y privativa la
inspección de mi familia y el establecimiento de mi hija”. El enemigo de
todos los despotismos se negaría a oir las razones del corazón de su amada
hija, de la misma manera que su padre se había negado a oir los reparos del
pequeño Juan José a la carrera que le había sido impuesta, invocando la patria
potestad y la obediencia filial. La naturaleza humana tiene estas contradicciones...
La familia habitaba en
la casa paterna, en calle de las Torres esquina San Miguel, y según J.C. Chávez,
tenía a su servicio “siete esclavos”, nota de distinción. Cerca de allí, en la
modesta escuela del otrora convento jesuita, Juan José hizo sus primeras
letras, estudiando aritmética y el catecismo bajo la severa vigilancia de un
religioso que no escatimaba castigos corporales para imponer la disciplina del
aula. Como muchos de sus coetáneos, aprendió desde niño a aborrecer los poco
sutiles métodos educativos de la Colonia.
Faltaba mucho tiempo para que la Asamblea del Año XIII
prohibiera azotar a los alumnos.
A los trece años, Juan
José ingresó al célebre Real Colegio de San Carlos, que educó a generaciones de
criollos bajo el impulso inicial del “virtuoso canónigo” Juan Baltasar Maciel.
Allí tuvo como condiscípulo a un joven destinado a ser amigo afectuoso, y a
colaborar en todas sus iniciativas políticas con absoluta lealtad: Hipólito
Vieytes. Pero su paso por esa institución fue breve. Un amigo íntimo de la familia
dejó a los Castelli un importante legado dinerario con la condición de que el
hijo favorecido se hiciese sacerdote. Irónicamente, el futuro revolucionario,
abominado por “hereje” y “satánico”, resultó elegido por su padre para sobrellevar
la carrera eclesiástica. Juan José, a disgusto pero obediente, debió marchar a la Real Universidad de Córdoba del
Tucumán, separándose de su familia y de los lugares donde transcurriera su
infancia. Allí cursaría, con notable desempeño, teología y filosofía, materias
indispensables para la proyectada ordenación sacerdotal.