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jueves, 16 de julio de 2020

LA INFANCIA DE JUAN JOSÉ CASTELLI, por Javier Garin






Por Javier Garin 



            Juan José Antonio Castelli y Villarino nació en Buenos Aires el 19 de julio de 1764. La ilustre ciudad rioplatense era entonces una aldea fangosa, sucia, azotada por el viento y oscura: una urbe fea y pequeña que estaba muy lejos de poder competir con ciudades hermosas como Charcas o fastuosas como Lima. Aún no había sido embellecida por los laboriosos emprendimientos del Virrey Vértiz, porque el Virreynato del Río de la Plata ni siquiera había sido creado. La cercana presencia de los portugueses, expulsados por el gobernador Ceballos de la Colonia del Sacramento y restituidos a ella el año anterior en virtud de la Paz de París,  confería al poblado una condición de frontera y precariedad. Los jesuitas, amigos de Ceballos, todavía gobernaban su vasto y sigiloso imperio teocrático en el corazón del continente, aunque en apenas tres años caería sobre ellos la orden de expulsión de Carlos III, de la mano del gobernador Buccarelli, provocando gran conmoción en el territorio del Plata, donde la Compañía de Jesús tenía algunos de sus mayores baluartes. Las pampas no habían sido arrebatadas aún a los indígenas, pese a la impaciencia con que comerciantes y terratenientes instaban a las autoridades a “extender la frontera con el indio”; y el bravo cacique Cangapol podía darse el gusto de aterrorizar a los porteños con un malón que arrasó poblaciones hasta más acá de Lujan y obligó a la naciente burguesía mercantil a refugiarse temblorosa en las iglesias. Los agentes de Inglaterra recien empezaban a tomar nota de las posibilidades que les ofrecía el contrabando en estos lares. Allá en las tierras de “arriba”, en el Perú y el Alto Perú florecía la perversa institución de la mita, y la prepotencia de los antiguos encomenderos no había sufrido aún el menor revés. El desdichado Tupac Amarú II era apenas conocido de unos pocos con el nombre de José Gabriel Condorcarqui y conservaba los miembros en sus coyunturas, porque todavía faltaban dicecisiete años para que los feroces españoles lo descuartizaran en la Plaza de Cuzco, después de obligarlo a presenciar la tortura y asesinato de toda su familia. Ningún español asustado había expresado aún su peor pesadilla: “si los indios nos ganan, serán ellos los españoles y nosotros los indios”.
                        Juan José era el hijo primogénito de don Angelo Castelli Salomón y de doña María Josefa Villarino. Su padre, veneciano de origen, había llegado a Buenos Aires unos años antes, tras embarcarse para América en el puerto de Cádiz y sobrevivir milagrosamente a un voraz naufragio.
                        Don Ángelo era médico boticario; su profesión y esfuerzo le permitieron adquirir una sólida posición económica. Su segundo apellido –Salomón- daría pie a que se tachase a su hijo Juan José de “judío” y “musulmán”, con el odio reaccionario tan característico de las oligarquías ofendidas. Tambien la ocupación de don Ángelo, despreciada por los viejos españoles –que sólo consideraban digno de un hidalgo el no trabajar en absoluto- sería motivo de burla y satíricos comentarios.  Castelli –dirían los chapetones luego de la derrota de Huaqui- se ha creído que “formar repúblicas, organizar gobiernos, dar a un estado nueva legislación, levantar ejércitos y disciplinarlos, era hacer caldos de jeringas, píldoras y eméticos en la botica de su padre”. Claro: para estos señores las altas tareas políticas y militares no eran cosa de hijos de boticarios. Algunos de los actuales críticos de Castelli siguen pensando igual, y lo tildan aun hoy de iluminado, iluso e ideologista sin contacto con la realidad.
                        Este desprecio hacia un hijo de boticario no carece de importancia. El movimiento emancipatorio americano reclutó sus dirigentes entre los hijos de los comerciantes y los doctores criollos. Ellos representaban lo nuevo en el seno de la destartalada sociedad colonial, luchando por sus derechos frente a la soberbia de los antiguos españoles, venidos de la Península con una mano atrás y otra adelante y convertidos en burócratas, terratenientes y monopolistas, pues América -al decir de Cervantes-, era el refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores”. Estos presuntos “hidalgos”, “cristianos viejos”, españoles de “sangre limpia”, que vivían de explotar a los indios, esclavos y proletarios, consideraban el trabajo como una señal de inferioridad, y la holgazanería e ignorancia como adornos de “nobleza” Tenían la idea, según describe Félix de Azara, de que “ser noble y generoso consiste en derrochar, destrozar y en no hacer nada”. La conducción de la guerra y del Estado les pertenecía “por derecho”, y el vástago de boticario que aspirase a mandar no era más que un advenedizo usurpador.
                        Pero volvamos a la familia de Juan José. Su madre, María Josefa, era hija de un rico terrateniente español proveniente de Vigo y de una santiagueña de viejo cuño. Esta última -doña Gregoria- resultaba ser hermana de don Juan González de Islas, abuelo materno de otro futuro gran patriota y revolucionario: Manuel Belgrano. Castelli y Belgrano fueron, pues, primos segundos: parentesco de gran importancia en razón de la sociedad política que ambos –más hermanos que primos- sostendrían con total lealtad hasta la muerte del primero. Juan José tenía casi seis años cuando nació Manuel, y aunque muchas veces, en los juegos infantiles de una familia que se mantenía en estrecha relación cotidiana, cuidó a su pariente más joven, la diferencia de edad impidió que entonces fueran realmente amigos. La verdadera amistad e inclaudicable alianza entre ambos primos patriotas nacería siendo ya hombres.
                        Juan José fue el mayor de siete hermanos y tuvo desde pequeño un carácter serio y grave. Fue criado con cariño, pero con severidad, por un padre que no admitía réplicas. Se le enseñó a ser muy responsable, en carácter de primogénito, y a velar por sus hermanos menores: Mónica, Joaquín, María Ventura, Francisco, María Dolores, Josefa y Rosa Micaela. Quizás de allí provenía su actitud algo paternal, protectora con sus amigos, a quienes parecía cuidar con extraño celo de las amenazas exteriores a su círculo. “Nuestro Castelli”, lo llamarían más tarde sus camaradas, entre orgullosos y cómplices, demandándole una y otra vez –con su complacencia- que les oficiara de vocero, embajador y público abogado.
                        Aunque no hay testimonios sobre su infancia, es posible deducir la severidad paterna con que fue criado de la circunstancia de haber tenido que aceptar sin apelación una carrera decidida, no por él, sino por su padre, y haber debido esperar a la muerte de éste último para seguir su verdadera vocación. Muchos años después, y ya al borde la muerte, Juan José incurriría en la misma actitud autoritaria de don Ángelo al no aceptar la voluntad de su propia hija, deseosa de casarse con una persona que no era del agrado paterno. Entonces este hombre –paladín de la libertad y el autogobierno-, escribiría, para justificar su oposición, que estaba ejerciendo un derecho “que da la naturaleza a los padres para educar y conducir sus hijos al bien verdadero y dirigiendo la libertad que tienen”. Y agregaría: “La patria potestad jamás ha dado motivo de arrepentimiento (…) La conducta contraria fue siempre funesta (…) Yo para con mis hijos tengo derechos, como ellos tienen deberes (…) Me es peculiar y privativa la inspección de mi familia y el establecimiento de mi hija”. El enemigo de todos los despotismos se negaría a oir las razones del corazón de su amada hija, de la misma manera que su padre se había negado a oir los reparos del pequeño Juan José a la carrera que le había sido impuesta, invocando la patria potestad y la obediencia filial. La naturaleza humana tiene estas contradicciones...
                        La familia habitaba en la casa paterna, en calle de las Torres esquina San Miguel, y según J.C. Chávez, tenía a su servicio “siete esclavos”, nota de distinción. Cerca de allí, en la modesta escuela del otrora convento jesuita, Juan José hizo sus primeras letras, estudiando aritmética y el catecismo bajo la severa vigilancia de un religioso que no escatimaba castigos corporales para imponer la disciplina del aula. Como muchos de sus coetáneos, aprendió desde niño a aborrecer los poco sutiles métodos educativos de la Colonia. Faltaba mucho tiempo para que la Asamblea del Año XIII prohibiera azotar a los alumnos.
                        A los trece años, Juan José ingresó al célebre Real Colegio de San Carlos, que educó a generaciones de criollos bajo el impulso inicial del “virtuoso canónigo” Juan Baltasar Maciel. Allí tuvo como condiscípulo a un joven destinado a ser amigo afectuoso, y a colaborar en todas sus iniciativas políticas con absoluta lealtad: Hipólito Vieytes. Pero su paso por esa institución fue breve. Un amigo íntimo de la familia dejó a los Castelli un importante legado dinerario con la condición de que el hijo favorecido se hiciese sacerdote. Irónicamente, el futuro revolucionario, abominado por “hereje” y “satánico”, resultó elegido por su padre para sobrellevar la carrera eclesiástica. Juan José, a disgusto pero obediente, debió marchar a la Real Universidad de Córdoba del Tucumán, separándose de su familia y de los lugares donde transcurriera su infancia. Allí cursaría, con notable desempeño, teología y filosofía, materias indispensables para la proyectada ordenación sacerdotal.

domingo, 28 de junio de 2020

ELOGIO DE JUAN JOSÉ CASTELLI, por Javier Garin



Por Javier Garin


“Genio ilustre, que dirigió los primeros pasos de la Primera Junta, y por cuyos extraordinarios esfuerzos hemos llegado al camino en que ahora nos hallamos”. Bernardo Monteagudo

            “De Castelli hay que hablar como quería Martí de Bolívar, teniendo una montaña por tribuna, entre rayos y relámpagos, con el despotismo descabezado a los pies y un manojo de pueblos libres en el puño”. Julio Cesar Chavez.

            “Era el principal interesado en la novedad”. Virrey Cisneros.

            “Muy perverso, hijo de un boticario. Lo llamaban Pico de Oro. Predicaba la irreligión.” Faustino Ansay, español.

            “Creyó que formar repúblicas era hacer píldoras en la botica de su padre”. Pasquín español contra Castelli.

            “El expresado mi marido fue uno de los principales autores y agentes de nuestra gloriosa revolución del 25 de mayo de 1810, y el que, arrostrando todo peligro, logró con su influencia y actividad la destrucción, en aquel día célebre y digno de nuestra memoria, del antiguo gobierno español”. María Rosa Linch de Castelli.

            “Don Juan José Castelli, doctor en derecho, hombre de mucho mérito, es uno de los principales autores de esta Revolución”. Nota del periódico “Star” de Londres sobre los sucesos de Mayo.

            “Uno de los primeros cuatro hombres que empezaron a trabajar en el cambio político de estos países”. Ignacio Núñez.


                                                                      
“Sólo un pueblo habitualmente esclavo puede vivir en esa calma profunda que no es sino el sopor de la razón humana”. B. Monteagudo.

                        Ell hombre que pudo decir sin jactancia: “Yo soy la Revolución”; el llamado por Cisneros: “principal interesado en la novedad”;  aquel a quien los patriotas encomendaron en su mayor incertidumbre: “hable usted por nosotros”; el que dirigió desde las sombras y a plena luz los movimientos que condujeron al 25 de mayo de 1810; el dueño de una notable “muñeca” política, capaz de conciliar los extremos y reunir a personalidades tan antagónicas como Saavedra y Moreno detrás de un objetivo común; el cabecilla que no vaciló en sacrificar su liderazgo para ponerse al hombro una peligrosa campaña militar; el único que osó fusilar a un Virrey y a varios ilustres genocidas, sin temer las represalias; el que se atrevió a proclamar la emancipación de millones de indígenas, sometidos durante siglos a la peor esclavitud; quien renunció a todo –tranquilidad, familia y fortuna- por la Libertad de un continente; ese hombre, alma de la Revolución de Mayo, se llamó Juan José Castelli.
                        Fue uno de los individuos más inteligentes y valerosos que produjo nuestra tierra. Y fue tambien uno de los más abnegados. Ofrendó sus bienes y los de su familia, junto con la vida, en la lucha revolucionaria. Entregó en holocausto incluso su buen nombre, exponiéndose al mote de “sanguinario, inhumano y cruel”, al tomar sobre sí la dura tarea de descabezar la Contrarrevolución antes de que pudiera fortalecerse. Y sin embargo, la Historia oficial lo ha reducido a un papel subalterno, desconociendo o minimizando –cuando no condenando- su trascendental actuación. ¿No es sintomático que la primera biografía completa y seria de Castelli no la haya escrito un argentino, sino un historiador paraguayo? ¿No es sintomático que recién después de doscientos años se reclame el traslado de su estatua a la Plaza de Mayo, donde siempre debió estar? ¿No es sintomático que sus restos estén arrumbados en una tumba sin honores? Es que Castelli fue casi un nombre prohibido. Y hay razones para ello: las ideas y las líneas directrices de su conducta histórica no son de aquellas que un hombre pueda emprender impunemente. Quien se enfrenta a los poderosos de su tiempo y reivindica a los oprimidos, se habrá hecho acreedor al odio imperecedero de las oligarquías y de sus sucesores. Castelli fue, es y será un mal ejemplo...
                        En sucesivos artículos nos proponemos trazar el retrato de este héroe a quien Bernardo Monteagudo, su principal discípulo, consideraba tan celoso de la felicidad general “que el más virtuoso espartano admiraría su conducta con emulación”. No era extraño que Monteagudo lo comparase una y otra vez con los héroes de Plutarco, pues se advierte en Castelli una conjunción de virtudes que en nada desmerecen a aquellos personajes de la Antigüedad clásica. Y por eso, tal vez, no suenan desmedidas las palabras que el joven tucumano dedicó a su maestro, citando los elogios fúnebres de Cicerón a Crasso: los dioses inmortales no le quitaron la vida, sino que le concedieron la muerte, como premio a sus esfuerzos, para librarlo de las aflicciones que bien pronto envolverían a su amada Patria Americana.