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sábado, 29 de agosto de 2020

LA MUJER QUE ESCANDALIZÓ AL BUENOS AIRES VIRREINAL, por Alberto Lettieri



Por Alberto Lettieri 




La “Perichona”, Anita Perichón o Marie Anne Périchon de Vandeuilnació en 1775 en la Isla de Reunión, un dominio colonia francés en el Océano Indico. Su familia acomodada la casó, siendo muy joven con Thomas O’Gorman, un promisorio oficial irlandés al servicio de Francia. Poco después, en 1797, el matrimonio se estableció en Buenos Aires, donde el tío de su marido,  el médico Miguel O’Gormanya residía y había sido el creador del Protomedicato, institución que regulaba las prácticas de salubridadThomas –ahora devenido en Tomás- no perdió el tiempo, y compro tierras próximas a Buenos Aires. 

Las cosas marchaban muy bien para la feliz pareja, hasta que Tomás fue encarcelado en Luján tras la Reconquista de la Ciudad, para luego tener que exiliarse en Río de Janeiro. Su esposa decidió no acompañarlo y quedarse en Buenos Aires para convertirse en la amante de Santiago de Liniers, otro francés, héroe de la gesta, y designado Virrey por el Cabildo de la Ciudad. 

El historiador, también francés, Paul Groussac, relata que el 12 de agosto de 1806, mientras Liniers avanzaba al frente de su columna victoriosa por la calle San Nicolás –hoy Corrientes-, cayó a sus pies, en su homenaje, un pañuelo perfumado y bordado. Liniers lo recogió con su espada, y al mirar a la multitud para saber quién le había hecho el presente, se encontró con el rostro iluminado de Anita. Ese fue el origen mítico de una relación apasionada, que escandalizó y provocó toda clase de comentarios en esa Gran Aldea, moralista e hipócrita.  

Para los códigos de la época, una mujer de 31 años era considerada una mujer que debía respetar ciertas normas de urbanismo y recato, más aún estando casada y siendo extranjera, y que, según dejó trascender otro historiador, Vicente Fidel López, había sido amante del General invasor, Wiliamo Beresford, lo cual –accesoriamente- la había rodeado de sospechas sobre su condición de espía inglesa. 

La proximidad con la Perichona le permitió descubrir a Liniers un mundo de placeres y diversiones que hasta entonces había ignorado. Su amante administraba un burdel al que asistían los sectores más acomodados de la sociedad, tanto nativos como extranjeros, donde no sólo se practicaba una sexualidad “europea”, sino que también era generoso el consumo de alcohol, la práctica de juegos de naipes en los que se apostaban altas sumas y, naturalmente, la negociación política. 

Un poco en sorna y otro poco por envidia, Anita fue denominada por entonces “La Virreyna”. Habitaba en concubinato la casa del Virrey, y transitaba las calles porteñas a caballo, vestida con uniforme militar y rodeada de una escolta oficial. Mientras que para los sectores populares resultaba un factor de atracción, para la elite –y sobre todo para las mujeres de la élite-, la indignación no reconocía límites. 

Cuando Napoleón invadió España, en 1808, y por medio de la “Farsa de Bayona” terminó designando como Rey español a su hermano José Bonaparte –el simpático “Pepe Botella”, en atención a su afición permanente a la bebida-, tanto Liniers como la Perichona fueron sospechados como potenciales cómplices o aliados del Gran Corso. El Virrey siguió los consejos de Maquiavelo, sobre todo aquél que aseguraba que la moral y la política transitaban por caminos paralelos y, dispuesto a defender su “buen nombre y honor” rompió el vínculo con su amante y la acusó de organizar tertulias de conspiradores en su casa. Inmediatamente la deportó a Río de Janeiro, cual ángel de la guarda súbitamente interesado en la reunión de su amante con su marido Tomás O’Gorman. Pero Anita tenía un espíritu indomable y, una vez en territorio brasileño, reinició sus tertulias, plagadas de rioplatenses, portugueses y británicos que complotaban contra el héroe de la Reconquista. 

La Perichona, como siempre, combinaba el trabajo con el placer, por lo que lejos de restablecer el vínculo filial con su marido, convirtió en su protector y amante a Lord Strangford, el embajador británico en Río de Janeiro. 

Sin embargo, poco después comenzó a caer en desgracia, al perder la protección de Strangford, y fue deportada del Brasil en un buque inglés. Las autoridades de Montevideo y de Buenos Aires rechazaron su desembarco, y sólo pudo retornar a Buenos Aires una vez producida la Revolución de Mayo, gracias a un decreto de la Junta que dispuso que “madame O’Gorman podría bajar a tierra con la condición de que no se estableciera en el centro de la ciudad, sino en la chacra de La Matanza, donde debía guardar circunspección y retiro”.

Allí la frenética animadora de las tertulias porteñas y paulistas pasó los últimos treinta años de su vida prácticamente recluida. Las noticias que recibía no eran generalmente estimulantes, ya que desde su estancia de La Matanza debió tomar conocimiento de dos ajusticiamientos de personas de su proximidad: el ex Virrey Santiago de Liniers, su antiguo amante, y Camila O’Gorman, su nieta y heredera de su espíritu rebelde. Algo demasiado peligroso en una sociedad donde la libertad siempre supuso una cualidad que despierta sospechas y sanciones.    

sábado, 18 de julio de 2020

NUEVOS DATOS SOBRE EL NACIMIENTO DE JUANA AZURDUY, Por Manuel Omar Armas.


por Manuel Omar Armas


Comparto con el blog de Luces y Sombras de Nuestra Historia un dato que me envió el Director del Archivo Historico de Tarija, el historiador Elias Vacaflor Dorakis.

 "El 12 de julio se recordó el natalicio de Juana Azurduy; pero por un error de un historiador de Bolivia se consignó la fecha de nacimiento de una homónima Juana Azurduy Bermudez cuando en realidad es Juana Azurdui Llanos .
 Existe un confusión sobre la verdadera fecha de nacimiento de la Heroina Juana Azurduy, hecho que originó que el Estado argentino haya promulgado la ley Nº 26.277 que  conmemora el día del nacimiento de la Teniente Coronel Juana Azurduy de Padilla.
Con el propósito de rectificar dicha fecha gracias al aporte del historiador  SUCRENSE Lic. Norberto Torres, que obtuvo la Partida Original de tan importante e histórico documento del Archivo Arquidiocesano de Sucre (Bolivia), bajo la dirección de la Señora Avelina Estrada , se transcribe el texto, que sin duda será útil para que las autoridades argentinas procedan a la rectificación pertinente.

JUANA ASURDUI

En esta Santa Iglesia de San Pedro de Tarabuco, en veintiséis de marzo de mil setecientos ochenta años. Yo, Pedro Dávalos, Teniente de Cura constándome estar bautizada, puse óleo y crisma a Juana  de dos meses, mestiza, hija legítima de Isidro Asurdui y de Juliana Llanos. Fue su Madrina Rosa Zarate a quien le advertí su obligación y parentesco espiritual, para que conste, lo firmé.
Pedro Dávalos

Transcripción de copia del original proporcionado por el Lic. Máximo Pacheco, Director del Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia (Sucre, Bolivia).

Por lo tanto, convendría hacer las siguientes consideraciones:

1. Se mantuvo la grafía original
2. El año 1780 fue bisiesto
3. Juana Azurduy Llanos nació en Tarabuco (Chuquisaca), el día miércoles 26 de enero de 1780 y; bautizada, en la Iglesia del mismo pueblo, el domingo 26 de marzo del mismo año.

Tarija, 28 de julio de 2018
Elias Vacaflor Dorakis

Agregamos que algunos historiadores y páginas de internet dan como lugar de fallecimiento de Juana Azurdui, Jujuy lo cual también es erróneo. Si bien Juana estuvo en el actual territorio argentino sus actividades en el mismo fueron las siguientes:
 En 1817 baja hacia Salta. En 1819  fue a Buenos Aires a tramitar los sueldos de su fallecido esposo acompañada por su hermano. Luego en 1820 estaba en Tucumán (el gobernador Bernabé Araoz  asi lo acredita). En 1825 el gobierno de Salta le brinda ayuda para trasladarse a Chuquisaca .
Muere en Qoripata (Sucre) 25-5-1862 . Siendo sepultada en el cementerio general ese mismo día según el libro de entierros

jueves, 16 de julio de 2020

LA INFANCIA DE JUAN JOSÉ CASTELLI, por Javier Garin






Por Javier Garin 



            Juan José Antonio Castelli y Villarino nació en Buenos Aires el 19 de julio de 1764. La ilustre ciudad rioplatense era entonces una aldea fangosa, sucia, azotada por el viento y oscura: una urbe fea y pequeña que estaba muy lejos de poder competir con ciudades hermosas como Charcas o fastuosas como Lima. Aún no había sido embellecida por los laboriosos emprendimientos del Virrey Vértiz, porque el Virreynato del Río de la Plata ni siquiera había sido creado. La cercana presencia de los portugueses, expulsados por el gobernador Ceballos de la Colonia del Sacramento y restituidos a ella el año anterior en virtud de la Paz de París,  confería al poblado una condición de frontera y precariedad. Los jesuitas, amigos de Ceballos, todavía gobernaban su vasto y sigiloso imperio teocrático en el corazón del continente, aunque en apenas tres años caería sobre ellos la orden de expulsión de Carlos III, de la mano del gobernador Buccarelli, provocando gran conmoción en el territorio del Plata, donde la Compañía de Jesús tenía algunos de sus mayores baluartes. Las pampas no habían sido arrebatadas aún a los indígenas, pese a la impaciencia con que comerciantes y terratenientes instaban a las autoridades a “extender la frontera con el indio”; y el bravo cacique Cangapol podía darse el gusto de aterrorizar a los porteños con un malón que arrasó poblaciones hasta más acá de Lujan y obligó a la naciente burguesía mercantil a refugiarse temblorosa en las iglesias. Los agentes de Inglaterra recien empezaban a tomar nota de las posibilidades que les ofrecía el contrabando en estos lares. Allá en las tierras de “arriba”, en el Perú y el Alto Perú florecía la perversa institución de la mita, y la prepotencia de los antiguos encomenderos no había sufrido aún el menor revés. El desdichado Tupac Amarú II era apenas conocido de unos pocos con el nombre de José Gabriel Condorcarqui y conservaba los miembros en sus coyunturas, porque todavía faltaban dicecisiete años para que los feroces españoles lo descuartizaran en la Plaza de Cuzco, después de obligarlo a presenciar la tortura y asesinato de toda su familia. Ningún español asustado había expresado aún su peor pesadilla: “si los indios nos ganan, serán ellos los españoles y nosotros los indios”.
                        Juan José era el hijo primogénito de don Angelo Castelli Salomón y de doña María Josefa Villarino. Su padre, veneciano de origen, había llegado a Buenos Aires unos años antes, tras embarcarse para América en el puerto de Cádiz y sobrevivir milagrosamente a un voraz naufragio.
                        Don Ángelo era médico boticario; su profesión y esfuerzo le permitieron adquirir una sólida posición económica. Su segundo apellido –Salomón- daría pie a que se tachase a su hijo Juan José de “judío” y “musulmán”, con el odio reaccionario tan característico de las oligarquías ofendidas. Tambien la ocupación de don Ángelo, despreciada por los viejos españoles –que sólo consideraban digno de un hidalgo el no trabajar en absoluto- sería motivo de burla y satíricos comentarios.  Castelli –dirían los chapetones luego de la derrota de Huaqui- se ha creído que “formar repúblicas, organizar gobiernos, dar a un estado nueva legislación, levantar ejércitos y disciplinarlos, era hacer caldos de jeringas, píldoras y eméticos en la botica de su padre”. Claro: para estos señores las altas tareas políticas y militares no eran cosa de hijos de boticarios. Algunos de los actuales críticos de Castelli siguen pensando igual, y lo tildan aun hoy de iluminado, iluso e ideologista sin contacto con la realidad.
                        Este desprecio hacia un hijo de boticario no carece de importancia. El movimiento emancipatorio americano reclutó sus dirigentes entre los hijos de los comerciantes y los doctores criollos. Ellos representaban lo nuevo en el seno de la destartalada sociedad colonial, luchando por sus derechos frente a la soberbia de los antiguos españoles, venidos de la Península con una mano atrás y otra adelante y convertidos en burócratas, terratenientes y monopolistas, pues América -al decir de Cervantes-, era el refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores”. Estos presuntos “hidalgos”, “cristianos viejos”, españoles de “sangre limpia”, que vivían de explotar a los indios, esclavos y proletarios, consideraban el trabajo como una señal de inferioridad, y la holgazanería e ignorancia como adornos de “nobleza” Tenían la idea, según describe Félix de Azara, de que “ser noble y generoso consiste en derrochar, destrozar y en no hacer nada”. La conducción de la guerra y del Estado les pertenecía “por derecho”, y el vástago de boticario que aspirase a mandar no era más que un advenedizo usurpador.
                        Pero volvamos a la familia de Juan José. Su madre, María Josefa, era hija de un rico terrateniente español proveniente de Vigo y de una santiagueña de viejo cuño. Esta última -doña Gregoria- resultaba ser hermana de don Juan González de Islas, abuelo materno de otro futuro gran patriota y revolucionario: Manuel Belgrano. Castelli y Belgrano fueron, pues, primos segundos: parentesco de gran importancia en razón de la sociedad política que ambos –más hermanos que primos- sostendrían con total lealtad hasta la muerte del primero. Juan José tenía casi seis años cuando nació Manuel, y aunque muchas veces, en los juegos infantiles de una familia que se mantenía en estrecha relación cotidiana, cuidó a su pariente más joven, la diferencia de edad impidió que entonces fueran realmente amigos. La verdadera amistad e inclaudicable alianza entre ambos primos patriotas nacería siendo ya hombres.
                        Juan José fue el mayor de siete hermanos y tuvo desde pequeño un carácter serio y grave. Fue criado con cariño, pero con severidad, por un padre que no admitía réplicas. Se le enseñó a ser muy responsable, en carácter de primogénito, y a velar por sus hermanos menores: Mónica, Joaquín, María Ventura, Francisco, María Dolores, Josefa y Rosa Micaela. Quizás de allí provenía su actitud algo paternal, protectora con sus amigos, a quienes parecía cuidar con extraño celo de las amenazas exteriores a su círculo. “Nuestro Castelli”, lo llamarían más tarde sus camaradas, entre orgullosos y cómplices, demandándole una y otra vez –con su complacencia- que les oficiara de vocero, embajador y público abogado.
                        Aunque no hay testimonios sobre su infancia, es posible deducir la severidad paterna con que fue criado de la circunstancia de haber tenido que aceptar sin apelación una carrera decidida, no por él, sino por su padre, y haber debido esperar a la muerte de éste último para seguir su verdadera vocación. Muchos años después, y ya al borde la muerte, Juan José incurriría en la misma actitud autoritaria de don Ángelo al no aceptar la voluntad de su propia hija, deseosa de casarse con una persona que no era del agrado paterno. Entonces este hombre –paladín de la libertad y el autogobierno-, escribiría, para justificar su oposición, que estaba ejerciendo un derecho “que da la naturaleza a los padres para educar y conducir sus hijos al bien verdadero y dirigiendo la libertad que tienen”. Y agregaría: “La patria potestad jamás ha dado motivo de arrepentimiento (…) La conducta contraria fue siempre funesta (…) Yo para con mis hijos tengo derechos, como ellos tienen deberes (…) Me es peculiar y privativa la inspección de mi familia y el establecimiento de mi hija”. El enemigo de todos los despotismos se negaría a oir las razones del corazón de su amada hija, de la misma manera que su padre se había negado a oir los reparos del pequeño Juan José a la carrera que le había sido impuesta, invocando la patria potestad y la obediencia filial. La naturaleza humana tiene estas contradicciones...
                        La familia habitaba en la casa paterna, en calle de las Torres esquina San Miguel, y según J.C. Chávez, tenía a su servicio “siete esclavos”, nota de distinción. Cerca de allí, en la modesta escuela del otrora convento jesuita, Juan José hizo sus primeras letras, estudiando aritmética y el catecismo bajo la severa vigilancia de un religioso que no escatimaba castigos corporales para imponer la disciplina del aula. Como muchos de sus coetáneos, aprendió desde niño a aborrecer los poco sutiles métodos educativos de la Colonia. Faltaba mucho tiempo para que la Asamblea del Año XIII prohibiera azotar a los alumnos.
                        A los trece años, Juan José ingresó al célebre Real Colegio de San Carlos, que educó a generaciones de criollos bajo el impulso inicial del “virtuoso canónigo” Juan Baltasar Maciel. Allí tuvo como condiscípulo a un joven destinado a ser amigo afectuoso, y a colaborar en todas sus iniciativas políticas con absoluta lealtad: Hipólito Vieytes. Pero su paso por esa institución fue breve. Un amigo íntimo de la familia dejó a los Castelli un importante legado dinerario con la condición de que el hijo favorecido se hiciese sacerdote. Irónicamente, el futuro revolucionario, abominado por “hereje” y “satánico”, resultó elegido por su padre para sobrellevar la carrera eclesiástica. Juan José, a disgusto pero obediente, debió marchar a la Real Universidad de Córdoba del Tucumán, separándose de su familia y de los lugares donde transcurriera su infancia. Allí cursaría, con notable desempeño, teología y filosofía, materias indispensables para la proyectada ordenación sacerdotal.

domingo, 28 de junio de 2020

ELOGIO DE JUAN JOSÉ CASTELLI, por Javier Garin



Por Javier Garin


“Genio ilustre, que dirigió los primeros pasos de la Primera Junta, y por cuyos extraordinarios esfuerzos hemos llegado al camino en que ahora nos hallamos”. Bernardo Monteagudo

            “De Castelli hay que hablar como quería Martí de Bolívar, teniendo una montaña por tribuna, entre rayos y relámpagos, con el despotismo descabezado a los pies y un manojo de pueblos libres en el puño”. Julio Cesar Chavez.

            “Era el principal interesado en la novedad”. Virrey Cisneros.

            “Muy perverso, hijo de un boticario. Lo llamaban Pico de Oro. Predicaba la irreligión.” Faustino Ansay, español.

            “Creyó que formar repúblicas era hacer píldoras en la botica de su padre”. Pasquín español contra Castelli.

            “El expresado mi marido fue uno de los principales autores y agentes de nuestra gloriosa revolución del 25 de mayo de 1810, y el que, arrostrando todo peligro, logró con su influencia y actividad la destrucción, en aquel día célebre y digno de nuestra memoria, del antiguo gobierno español”. María Rosa Linch de Castelli.

            “Don Juan José Castelli, doctor en derecho, hombre de mucho mérito, es uno de los principales autores de esta Revolución”. Nota del periódico “Star” de Londres sobre los sucesos de Mayo.

            “Uno de los primeros cuatro hombres que empezaron a trabajar en el cambio político de estos países”. Ignacio Núñez.


                                                                      
“Sólo un pueblo habitualmente esclavo puede vivir en esa calma profunda que no es sino el sopor de la razón humana”. B. Monteagudo.

                        Ell hombre que pudo decir sin jactancia: “Yo soy la Revolución”; el llamado por Cisneros: “principal interesado en la novedad”;  aquel a quien los patriotas encomendaron en su mayor incertidumbre: “hable usted por nosotros”; el que dirigió desde las sombras y a plena luz los movimientos que condujeron al 25 de mayo de 1810; el dueño de una notable “muñeca” política, capaz de conciliar los extremos y reunir a personalidades tan antagónicas como Saavedra y Moreno detrás de un objetivo común; el cabecilla que no vaciló en sacrificar su liderazgo para ponerse al hombro una peligrosa campaña militar; el único que osó fusilar a un Virrey y a varios ilustres genocidas, sin temer las represalias; el que se atrevió a proclamar la emancipación de millones de indígenas, sometidos durante siglos a la peor esclavitud; quien renunció a todo –tranquilidad, familia y fortuna- por la Libertad de un continente; ese hombre, alma de la Revolución de Mayo, se llamó Juan José Castelli.
                        Fue uno de los individuos más inteligentes y valerosos que produjo nuestra tierra. Y fue tambien uno de los más abnegados. Ofrendó sus bienes y los de su familia, junto con la vida, en la lucha revolucionaria. Entregó en holocausto incluso su buen nombre, exponiéndose al mote de “sanguinario, inhumano y cruel”, al tomar sobre sí la dura tarea de descabezar la Contrarrevolución antes de que pudiera fortalecerse. Y sin embargo, la Historia oficial lo ha reducido a un papel subalterno, desconociendo o minimizando –cuando no condenando- su trascendental actuación. ¿No es sintomático que la primera biografía completa y seria de Castelli no la haya escrito un argentino, sino un historiador paraguayo? ¿No es sintomático que recién después de doscientos años se reclame el traslado de su estatua a la Plaza de Mayo, donde siempre debió estar? ¿No es sintomático que sus restos estén arrumbados en una tumba sin honores? Es que Castelli fue casi un nombre prohibido. Y hay razones para ello: las ideas y las líneas directrices de su conducta histórica no son de aquellas que un hombre pueda emprender impunemente. Quien se enfrenta a los poderosos de su tiempo y reivindica a los oprimidos, se habrá hecho acreedor al odio imperecedero de las oligarquías y de sus sucesores. Castelli fue, es y será un mal ejemplo...
                        En sucesivos artículos nos proponemos trazar el retrato de este héroe a quien Bernardo Monteagudo, su principal discípulo, consideraba tan celoso de la felicidad general “que el más virtuoso espartano admiraría su conducta con emulación”. No era extraño que Monteagudo lo comparase una y otra vez con los héroes de Plutarco, pues se advierte en Castelli una conjunción de virtudes que en nada desmerecen a aquellos personajes de la Antigüedad clásica. Y por eso, tal vez, no suenan desmedidas las palabras que el joven tucumano dedicó a su maestro, citando los elogios fúnebres de Cicerón a Crasso: los dioses inmortales no le quitaron la vida, sino que le concedieron la muerte, como premio a sus esfuerzos, para librarlo de las aflicciones que bien pronto envolverían a su amada Patria Americana.