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domingo, 5 de julio de 2020

Los orígenes de la prostitución en la Argentina moderna Por Alberto Lettieri



Por Alberto Lettieri 


Si bien la prostitución existió desde los tiempos coloniales en el Río de la Plata, su práctica se multiplicó en la segunda mitad del Siglo XIX, cuando se registró una inmigración masiva masculina que estableció una relación de 4 hombres por cada mujer mayores de 14 años. 
Este desequilibrio demográfico se combinó con la pre-existencia de una cultura sexual heterosexual, machista y conservadora, que confinó a las mujeres “decentes” al ámbito de lo privado.
La creciente demanda de servicios sexuales reclamada por los inmigrantes hacinados y sedientos de sexo favoreció la proliferación de cafishios, amparados por la institución policial y la justicia de la época. Los burdeles y explotadores de mujeres eran abastecidos por una red de trata de mujeres que conseguía a sus víctimas en diversos lugares de Europa, principalemente, a través de promesas de casamientos o matrimonios que celebraban los propios traficantes con nombres falsos. Una vez llegadas a destino, las mujeres –sin conocimiento del idioma ni amparo alguno-, eran obligadas a ejercer la prostitución, estableciéndose un circuito de rotación que incluía a todo la América Latina.
Si bien desde la moralina social se sacralizaba la familia nuclear y se condenaba el comercio sexual, en la práctica las condiciones de desequilibrio entre hombres y mujeres lo potenciaba constantemente. Eran pocos los matrimonios por entonces, sobre todo celebrados en los segmentos de las clases medias y altas. Buenos Aires era una especie de Nueva Babilonia, donde se escuchaba multiplicidad de lenguas y los vínculos sociales y afectivos eran subordinados a intereses económicos individuales. Los inmigrantes querían “Hacer la América” y ya tenían sus novias o esposas en sus lugares de origen, por lo que sólo aspiraban a obtener dinero para enviar a sus familias o bien ahorrarlo para el momento de su retorno. Aunque el éxito, a menudo, no los acompañara. 
En los ámbitos rurales, las mujeres indígenas a menudo estaban obligadas a su ejercicio y eran muy codiciadas por los consumidores blancos. A diferencia de sus congéneres blancas, las indígenas tenían un grado de libertad sexual mucho mayor, ya que no practicaban la monogamia ni existía, en general, un orden patriarcal estricto. Las mujeres indígenas actuaban por su cuenta, elegían a sus clientes y eran mucho más cuidadosas en su arreglo personal y la utilización de adornos que las prostitutas blancas urbanas, que eran sometidas a jornadas inagotables de trabajo por sus explotadores para incrementar sus beneficios. 
En el caso de las mujeres indígenas, era frecuente la práctica de la bisexualidad, y también contaban con mayor capacidad de decidir sobre el curso de sus embarazos, al no estar sometidas a los mandatos culturales de la Iglesia Católica. 
La situación de las mujeres blancas criollas y blancas que no pertenecían a las capas medias era desoladora. Sus posibilidades de trabajo se limitaban a tareas de limpieza doméstica o en fábricas hacinadas, que, por un magro salario, incluían a menudo la utilización sexual por parte de sus patrones o capataces. Esta situación llevó a menudo a las mujeres al suicidio, como única vida para escapar de las alienantes condiciones de maltrato, explotación, abusos y violaciones constantes que recibían, al no tener posibilidades de conseguir respaldo alguno.    
La oferta de servicios sexuales nunca resultaba suficiente para la demanda de los varones cebados. Sobre todo para los más pobres, que no alcanzaban a juntar los módicos dineros que cobraban las prostitutas más baratas. Por esta razón se difundieron otras formas de ejercicio de la prostitución, aún más sórdidas, consistentes en la prestación de servicios sexuales –oralidad, sexo anal- por parte de jóvenes varones desocupados o con empleos miserables. Estas formas de sexualidad se practicaban habitualmente en oscuros callejones o baños públicos, y a menudo iban acompañadas de golpizas o, incluso, de asesinatos de los denominados “maricas”.