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sábado, 13 de junio de 2020
LA EXPLOTACION INDIGENA EN EL ALTO PERÚ. POTOSÍ Y CHUQUISACA EN TIEMPOS DE BERNARDO MONTEAGUDO. por Javier Garin
Por JAVIER GARIN
El presente es un fragmento del capìtulo "El estudiante en Chuquisaca", del libro "EL DISCIPULO DEL DIABLO, VIDA DE MOETEAGUDO" de Javier Garin.
“No habría tiranos si no hubiera esclavos, y si todos sostuvieran sus derechos, la usurpación sería imposible”. Bernardo Monteagudo.
Cuando el viajero se acerca hoy desde Potosí a la capital administrativa de Bolivia, la hermosa ciudad de Sucre, va atravesando cadenas montañosas con interminables faldeos, valles abrigados, cañones, abismos y desfiladeros: paisajes bellos y contrastantes, bajo un cielo siempre claro, en una atmósfera llena de luz. Parece mentira que regiones tan maravillosas hayan sido escenario de tan terribles crueldades como las que jalonan toda la historia del Alto Perú desde que el invasor colonial remontó Los Andes con sus bruñidas armaduras, sus arcabuces y espadas, sus biblias y crucifijos. Un prolongado puente colgante aparece de pronto ante el viajero, las cabeceras de piedra soberbiamente construidas con una ruda apariencia de castillo, coronadas de altas almenas: magnífica obra de ingeniería tradicional que se eleva sobre las aguas del célebre río Pilcomayo. Ese puente –tesoro nacional de Bolivia – fue hecho a fines del siglo XIX para mantener abiertas las comunicaciones entre la antigua ciudad administrativa y la otrora villa imperial del Potosí. En tiempos aún más remotos –en los tiempos de que vamos a hablar- era necesario franquear por otros medios más precarios el a veces impetuoso río. Podemos imaginar el movimiento y circulación que habrá animado aquellos parajes a comienzos del siglo XIX. Ese camino unía a dos ciudades muy diferentes y de gran importancia en el recientemente creado Virreinato del Río de la Plata, pero estrechamente vinculadas por la historia y la complementariedad de sus funciones. La más famosa de ambas era Potosí. Enclavada en lo alto de las montañas, a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar, dominada por el grandioso cono del Cerro Rico, había sido durante siglos el corazón económico de la Colonia, la fuente de metal precioso más colosal del mundo y la más valiosa posesión española de ultramar. Llegó a contar doscientos mil habitantes, superando a la mismísima Londres, sobrepujando en fastuosidad y riqueza a algunas de las más renombradas ciudades europeas. Sinónimo de riqueza, el propio Cervantes utilizó en el Quijote la expresión ―vale un potosí‖ para denotar un valor económico superlativo. A la sazón estaba en franca decadencia: la capacidad productiva de sus minas había descendido, y con ella su población, reducida a poca más de un diez por ciento de 6 6 sus épocas doradas. Pero aún decadente, la llamada ―villa imperial de Carlos V‖ – título que el Emperador le obsequió como reconocimiento por su sustancial aporte al Tesoro metropolitano- seguía siendo un populoso centro de realidades y fantasías, con su aristocracia venida a menos, sus innumerables iglesias y conventos, sus obras públicas soberbias aunque deterioradas, sus arrogantes modales de gran señor, su gigantesca Casa de la Moneda recientemente remozada –el establecimiento más emblemático del país- y, por supuesto, sus minas de plata. Las negras minas (―boca del infierno‖, las llamaba un fraile compasivo) habían devorado durante siglos a los infelices indios, de entre 18 y 50 años de edad, arrancados de ciento treinta y nueve pueblos de todas las regiones del Altiplano y hasta a una distancia de mil kilómetros, y esclavizados bajo un régimen de tan funesta inclemencia que, si no los mataba la dureza del trabajo, lo hacían las enfermedades, la mala comida y el hacinamiento. Mientras la bella y pintoresca arquitectura colonial dominaba los palacios, residencias y edificios religiosos del casco urbano, con sus callejuelas empedradas caracoleando en los abruptos declives del terreno, allá en las afueras, en las ásperas laderas del Cerro Rico, se arracimaban las miserables chozas de los indios reducidos a la mita, viviendo y trabajando en tinieblas, pasando constantemente del frío helado de la boca al calor irrespirable de las profundidades, semiasfixiados por el polvo, los gases nocivos y la atmósfera malsana. La plata de Potosí había nutrido la riqueza de Europa, financiando los dispendios necios de la Corona española, con su corte de parásitos y su estúpida política; y, por la vía de las importaciones de productos manufacturados que la ociosa y feudalizada España no se dignaba a fabricar, se había derramado a sus vecinos, ayudando a la prosperidad y el desarrollo económico de Francia, los Países Bajos, hasta la mismísima Revolución Industrial en Inglaterra. Para los productores de tanta riqueza y pompa, encorvados en la oscuridad y el calor sofocante de las minas, en los ingenios, en los talleres de amalgama, en los hornos de purificación y de fundición, no había reconocimiento alguno. Su labor servil y forzada, aunque limitada en el tiempo por un sistema de escalonamiento y cupos de ―brazos‖ que debían aportar los caciques, se pagaba muchas veces con la muerte. Ocho millones de indígenas perecieron en las minas, no sin padecer las más crueles dolencias: traumatismos fatales o incapacitantes, tuberculosis, bronquitis, asma, neumoconiosis, silicosis, afecciones cardíacas y digestivas, artritis, reuma, 7 7 pestes como la viruela, la bubónica, el sarampión, el tabardillo, la erisipela, el garrotillo, el coqueluche; contaminaciones o envenenamientos por los vapores de los hornos inficionados de azufre, antimonio, arsénico y mercurio, o por el contacto con éste último, que se traía de las minas de Huancavélica, en Perú, para el proceso de amalgama introducido hacia 1573, en el afán de mejorar constantemente el volumen y calidad de la plata producida. Quienes no morían, sufrían enfermedades crónicas, algunas de ellas invalidantes, y no era raro ver vagar como espectros, por las calles de Potosí, a los pobres indios envenenados por el mercurio –los ―azogados‖- pidiendo limosna aquí o allá, sometidos a un cruel temblor nervioso que sólo cesaba en la tumba. Durante una de las habituales pestes, la mortandad de indios había sido tan grande que Potosí proyectó reemplazar los brazos perdidos con esclavos africanos, pero la aridez y el frío no fueron propicios para su introducción; su destino estaba en las plantaciones tropicales al noreste de la Paz, más allá de la Cordillera, en las selvas del Beni; sus descendientes pueden verse hoy en Coroico y más abajo, hacia la Amazonia. Unos pocos sacerdotes denunciaron ocasionalmente las atrocidades de Potosí; las leyes de Indias incluían disposiciones hipócritas para ―proteger‖ a los indios, pero éstas nunca se cumplieron, y cuando se intentó paliar la explotación a propuesta de fray Bartolomé de Las Casas, infames criminales armados como Gonzalo Pizarro se alzaron en guerra –la deplorable ―rebelión de los encomenderos‖- para impedirlo. La explotación se llevaba a cabo a sangre y fuego, y la enorme mortalidad no se consideraba consecuencia de ésta sino de los ―pecados‖ de aquellos ―infieles‖ que vivían en ―promiscuidad‖. Con razón Manuel Belgrano diría que la política de España en América había consistido en ―reducir a los hombres a la condición de bestias‖ y que, por la brutalidad del saqueo, los españoles se habían propuesto arruinar y destruir esos países, más que conservarlos. Pero oigamos sobre este asunto a otro testigo directo, contemporáneo de Monteagudo: ―Los males que produce la plata a la moralidad y felicidad del género humano –dice Manuel Moreno en sus ―Memorias de Mariano Moreno‖- están todos recopilados en los lugares de que se extrae este metal funesto; y los primeros pasos que el hombre da para buscarlo en las entrañas de la tierra, están manchadas con mil delitos e injusticias. Es un espectáculo desolante para los ojos de un filósofo ver llegar a esta villa partidas de tres o cuatro mil indios, que han sido arrancados por fuerza de sus hogares, para el trabajo de las minas, en que perece más de la mitad 8 8 de estos infelices conscriptos, y los que sobreviven quedan para siempre con una salud débil a causa de las enfermedades que produce el manejo de los metales y la falta de respiración en las cuevas subterráneas. (…) ―Algunas consideraciones políticas, derivadas, sin duda, del temor de una rebelión, han determinado a la Corte de España a liberar en fin a los naturales de Méjico del tiránico establecimiento de la mita (…). Creemos, no obstante, que ningún principio de liberalidad ha obrado en la abolición de esta práctica escandalosa, cuando la vemos continuada todavía en el Perú (…). Más de doce mil indios son anualmente sujetos a esta conscripción sin ejemplo en sólo Potosí. ―Aunque la tiranía es poco celosa de excusar sus excesos, se ha querido disculpar esta práctica bárbara con el motivo de que sólo los naturales son bastante fuertes por su temperamento para resistir estos trabajos. Como los españoles no han hecho hasta ahora la experiencia en sí mismos, puede muy bien sospecharse que es ésta una suposición arbitraria, inventada para cubrir su perfidia en obligar a otros hombres como ellos a exponerse a peligros que ellos no son capaces de arrostrar. Los dueños de las minas, o !os que han de gozar de ellas sin trabajar, aman bien su vida: los negros esclavos son una propiedad de sus amos, y ha costado dinero el adquirirlos: sólo los indios son unos seres indiferentes que deben despreciar la muerte en provecho ajeno. ―(…) El miserable indio se distingue aún de los esclavos por su mayor desnudez, por la peor calidad de sus alimentos, por sus malas habitaciones, por su opresión y últimamente por su envilecimiento. Sus vestidos, compuestos de las telas de algodón o lana, que ellos mismos fabrican, son de la peor calidad, y más escasos que los que usa cualquiera otra de las clases bajas del pueblo: su alimento se compone enteramente de maíz y de patatas y, en todo el año, no prueban la carne, sino cuando son ocupados con algún motivo en las casas de los españoles, siendo, entonces, tanto el deseo con que la toman, que muchas veces mueren de disentería: su indigencia era bastante para abatirlos, pero además, la triste suerte de conquistados les era recordada a cada instante por la insolencia con que los trataban los blancos. Todo español tiene derecho, por la costumbre, para llamar a su casa cualquiera de estas miserables criaturas y ocuparlas en ella en los servicios domésticos, como barrer las habitaciones, acomodar sus utensilios, etcétera, y el pobre indio acude con diligencia y con el sombrero en la mano a obedecer los mandatos de sus tiranos, y después de gastar el tiempo de dos horas o más, que se 9 9 requieren para estos ejercicios, sale muy contento, si por todo estipendio no se le ha correspondido con golpes o algún otro castigo. No sólo sufren la vejación de ser destinados por fuerza a los trabajos de las minas: son igualmente violentados por turno al servicio de las iglesias, de los subdelegados de los caciques y de los curas, en clase de pongos o domésticos; y como este trabajo, aunque igualmente injusto, no hace peligrar su existencia como el de las minas, está admitido que sea sin salario alguno y solamente por la miserable comida que se les suministra. Más de cien mil indios son destinados a estos ejercicios privados, y al cabo de ellos no les es permitidos volver al cultivo de sus tierras, sin acreditar que los han ejercido con certificación del juez respectivo. Agréguese a esto la abominable práctica de las encomiendas o repartimientos, que son distritos enteros de estos naturales concedidos al dominio y usufructo de un señor que los hace trabajar para su particular utilidad y que, aunque abolidas por algunas leyes y estatutos del soberano, se continúan hasta el día por la cruel avaricia de los españoles y desamparo de los que las sufren, y podrá inferirse lo que tiene que esperar la población, la agricultura y la industria de aquellos países, del estado doloroso de sus originarios y más numerosos habitantes.‖ ¿Cómo se había llegado a semejante servidumbre? No por otra vía que por el mal llamado ―derecho del vencedor‖, santificada su brutalidad desde el mismo púlpito por los hipócritas dignatarios de la Iglesia. En páginas memorables, el propio Monteagudo describiría cómo la América prehispánica, encarnando en sus instituciones ―incivilizadas‖ el mito rouseauniano del buen salvaje, ―gozaba en paz de sus derechos‖, hasta que fue invadida por los europeos, y ―una religión cuya santidad es incompatible con el crimen sirvió de pretexto al usurpador. Bastaba ya enarbolar el estandarte de la cruz para asesinar a los hombres impunemente, para introducir entre ellos la discordia, usurparles sus derechos y arrancarles las riquezas que poseían en su patrio suelo. Sólo los climas estériles donde son desconocidos el oro y la plata, quedaban exentos de este celo fanático y desolador. Por desgracia la América tenía en sus entrañas riquezas inmensas, y esto bastó para poner en acción la codicia, quiero decir el celo de Fernando e Isabel...‖ Es así cómo ―las armas devastadoras del rey católico inundan en sangre nuestro continente; infunden terror a sus indígenas; los obligan a abandonar su domicilio y buscar entre las bestias feroces la seguridad que le rehusaba la barbarie del conquistador.‖ La dominación española aumento día a 10 10 día los eslabones de la cadena, ―y por el espacio de más de 300 años ha gemido la humanidad en esta parte del mundo sin más desahogo que el sufrimiento, ni más consuelo que esperar la muerte y buscar en las cenizas del sepulcro el asilo de la opresión. La tiranía, la ambición, la codicia, el fanatismo, han sacrificado millares de hombres, asesinando a unos, haciendo a otros desgraciados, y reduciendo a todos al conflicto de aborrecer su existencia y mirar la cuna en que nacieron como el primer escalón del cadalso donde por el espacio de su vida habían de ser víctimas del tirano conquistador. Tan enorme peso de desgracias desnaturalizó a los americanos hasta hacerlos olvidar que su LIBERTAD era imprescriptible‖ Aunque usufructuaba igualmente la explotación de los indios, muy distinto carácter y apariencia tenía la otra ciudad cercana, que desde 1840 llamamos Sucre - en homenaje al gran mariscal de las guerras de la Independencia, libertador y primer presidente de Bolivia-, y que por épocas tuvo nombres tales como La Plata, Charcas o Chuquisaca. Señorial, burocrática, docta, llena de empleados, eruditos y teólogos, Chuquisaca era una gran población administrativa y judicial, fundada en 1538 por Pedro de Anzúrez por expresa instrucción del ya mentado Gonzalo Pizarro, conquistador de la región, hermano rebelde y codicioso del sanguinario destructor del Imperio Incaico, y quizás más brutal aún que el alevoso Francisco. Bellamente erigida en una arquitectura colonial de gran dignidad y armonía, salpicada de plazas, parques y paseos, con sus calles de piedra, sus fachadas blancas y sus tejados de barro cocido, con sus fuentes de granito labrado, con sus viejas iglesias presididas por la gran Catedral, cuya construcción data de 1571, Chuquisaca estaba emplazada entre los macizos de Sica Sica y Churruquella,. a una altitud de más de dos mil ochocientos metros. Próspera y tambien populosa –con casi veinte mil habitantes a comienzos del siglo XIX-, era sede del Arzobispado de La Plata y de otras dos instituciones de extraordinaria importancia en la América colonial: la Universidad Mayor Real y Pontificia San Francisco Xavier de Chuquisaca –considerada entonces como una de las mejores del mundo- y la Real Audiencia, máximo órgano jurisdiccional del Virreinato del Río de la Plata. El prestigio de la Universidad, fundada por los jesuitas en 1624 y ampliada en 1775 con la creación de la Academia Carolina para la enseñanza del Derecho, atraía a cerca de un millar de estudiantes residentes, hijos de familias pudientes de dos virreinatos, españoles o 11 11 criollos, conquistando a la ciudad el título ampuloso de ―la Atenas americana‖. Los estipendios y gastos de los estudiantes, los sueldos de los oidores y empleados curiales y civiles, los honorarios de los letrados, los gastos del claustro, de las corporaciones y hermandades, ponían en movimiento una gran masa de actividades y servicios y daban de comer a comerciantes y posaderos. Potosí era la cara brutal de la dominación y el saqueo, mientras que Chuquisaca representaba la formalidad, la institucionalidad y la apariencia de legalidad indispensable para contentar a la hipocresía del régimen. Por eso era pródiga en jurisconsultos y retóricos, especialistas en disfrazar la injusticia bajo bellas palabras y elegantes fórmulas en latín. No faltaron, sin embargo, entre los mismos europeos, algunos hombres sensibles que se indignaban ante la inhumana explotación de los indios, como aquel prelado de La Paz que declaró que pasaría gustoso el resto de su vida en los calabozos de los moros antes que seguir viendo a los indios servir sin salario los caprichos de sus opresores; o como ese buen fiscal de la Audiencia de Charcas, Victorián de Villalba, que tanto influiría en Mariano Moreno con su ―Discurso sobre la mita de Potosí‖, quien denunciaba la brutal esclavitud de las explotaciones mineras advirtiendo: "En los países de minas no se ve sino la opulencia de unos pocos con la miseria de infinitos". El camino que unía ambas ciudades debió, pues, presentar un gran trajín, atravesado por caravanas mercantiles, funcionarios con sus familias, magistrados con su prosopopeya, sacerdotes opulentos y frailes ascéticos, soberbios y crueles encomenderos, tropas militares, tropillas de ganado, caballadas y mulas, indios mitayos en tránsito a las minas, comerciantes monopolistas con sus cargamentos desmesuradamente sobrevaluados, teólogos hábiles, doctores versadísimos en antiguas dialécticas. Podemos imaginar también que un día soleado de principios del siglo diecinueve, mientras una diligencia regular efectuaba la ardua travesía hacia la vieja Chuquisaca, los ojos oscuros y vivaces de un muchachito que viajaba en ella, apenas adolescente, observaron los arrabales chuquisaqueños con admiración pajuerana. El joven era delgado y de estatura regular, y su rostro tenía facciones agraciadas. El brillo de su mirada contrastaba con una piel oscura, demasiado oscura para ser de un hijo de españoles de pura cepa. Quizás, aprovechando las demoras del camino, el joven se haya apeado a observar, desde un mirador, la bella y distante arquitectura de la Ciudad Blanca‖ –como tambien se la apodaba entonces- pensando no sólo en la armonía de los edificios y torres, sino tambien en las manos que la habían levantado. Seguramente no habían sido españolas las manos que alzaron aquellos muros, sino manos de indios: manos toscas, tan oscuras como su propia piel.
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