En 1852, 1858, 1870 y 1871 se produjeron en Buenos Aires 4 epidemias de fiebre amarilla, transmitida por el mosquito Aedes Aegypti. La última fue la peor, ya que se llevó la vida de alrededor del 8% de los habitantes de la ciudad. Las muertes diarias pasaron de un promedio de 20 a más de 500. La Asociación Médica de Buenos Aires registró una cifra de 13.614 muertos, en una ciudad habitada por 187.000 habitantes.
Sus principales víctimas fueron inmigrantes trabajadores pauperizados que vivían hacinados en conventillos, viviendas compartidas y colectivas, en condiciones higiénicas deplorables, en cuartos estrechos donde convivían mujeres, hombres, niños y animales. La contaminación, la mala alimentación, la falta de agua potable, la imposibilidad de eliminar los excrementos y residuos y el almacenamiento de la basura dentro de la propia construcción propiciaron la expansión del foco epidémico.
En la epidemia de 1871 los primeros focos se detectaron el 27 de enero. Los pobres debieron quedarse a convivir con la amenaza de contagio. Los sectores acomodados se mudaron al norte de la ciudad, estableciéndose en quintas en las que terminaron construyendo sus lujosas residencias definitivas.
Los gobiernos de Nación y de Provincia fuero por detrás de la peste. Cuando se decidieron a intervenir, ya era demasiado tarde. El 10 de abril decretaron feriado hasta fin de mes, cuando el paro ya era un hecho. La sociedad lo había aplicado por su cuenta. Para entonces ya se habían producido 536 muertes.
El presidente Domingo F. Sarmiento eligió desentenderse del problema y se trasladó a la zona de Belgrano para ponerse a resguardo. La administración pública ya prácticamente había dejado de funcionar antes del decreto de suspensión de actividades. Los diarios cerraron sus puertas, a excepción de La Prensa y La Nación que restringieron sus ediciones a publicaciones de emergencia.
En contraste con la decisión del Presidente Sarmiento de poner pies en polvorosa, la mayoría de los enfermeros, médicos y vecinos se sumaron a las desordenadas iniciativas que la sociedad tomaba por sí misma para tratar de enfrentar la epidemia. Ángel Pizzorno contabilizó 60 sacerdotes, 12médicos, 5 farmacéuticos y 4 miembros de la Comisión Popular que se creó ad hoc, entre las víctimas fatales de la peste.
A la inversa, la ciudad quedó totalmente desprovista de seguridad pública, por lo que los robos y atentados contra las personas y la propiedad se multiplicaron, aunque no tengamos estadísticas confiables al respecto, ya que los poderes públicos dejaron prácticamente de funcionar, o siguieron haciéndolo de manera muy acotada.
La fiebre amarilla no fue la única epidemia que debió soportar la Argentina por entonces. En 1867-1868 se había declarado una epidemia de cólera, transmitida por los combatientes que regresaban del frente paraguayo en la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870). Una de sus víctimas fue el propio vicepresidente, Marcos Paz, lo que obligó –entre otras razones- a que el presidente Bartolomé Mitre debiera abandonar la conducción de las tropas aliadas.
La ciudad sólo contaba con 40 coches fúnebres, por lo que los cadáveres se apilaban en las esquinas en espera de su traslado, multiplicando los focos infecciosos. Los medicamentos –en su mayoría ineficaces- multiplicaron sus precios producto del incremento de la demanda. Como los carpinteros no daban abasto para fabricar ataúdes de madera, los cadáveres comenzaron a envolverse en trapos. Se utilizaron carros de basura y coches de paseo para contribuir a los traslados fúnebres, pero el Cementerio del Sur –actualmente Parque Ameghino- vió colmada su capacidad, por lo que los cadáveres comenzaron a enterrarse en fosas comunes de manera desordenada.
Ante la absoluta prescindencia del Presidente Sarmiento, el gobierno municipal adquirió 7 hectáreas en la zona de la Chacarita de los Colegiales y creó el Cementerio del Oeste. También se dispuso el tendido de vías para que, todas las noches una formación nocturna trasladara hasta allí los cadáveres. Los porteños bautizaron a esta formación como el “Tren de la Muerte”.
La epidemia siguió multiplicándose sin cesar, hasta que la llegada de los primeros fríos del invierno comenzó a provocar la disminución del foco infeccioso. Pero no duró mucho, ya que el retorno de muchos autoevacuados provocó un nuevo pico infeccioso.
A partir del mes de mayo, la epidemia entró en fase de descenso, y el 2 de junio no hubo ningún caso nuevo.
El relato de Paul Groussac es muy ilustrativo sobre lo sucedido. “Por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro.”
El higienista Guillermo Rawson afirmaba haber visto “al hijo abandonado por el padre; he visto a la esposa abandonada por el esposo; he visto al hermano moribundo abandonado por el hermano.”
A consecuencia del terrible impacto que causó esta epidemia, a partir de 1874 comenzó a construirse en Buenos Aires la red de aguas corrientes y en 1875 se organizó la recolección de residuos. Los casi 14.000 muertos, en una ciudad de 187.000 habitantes, lo habían propiciado.
Como enseñanzas quedaban que el Estado había marchado a la zaga de los acontecimientos. Su acción fue escasa y generalmente tardía, atacando a veces las causas y no las consecuencias. El gobierno del Presidente Sarmiento sólo se preocupó por su propia seguridad personal, y se desentendió de la crisis. Fue la sociedad civil la que se hizo cargo de la catástrofe, y la que pagó los costos de la falta de previsión y de la prescindencia del sector público.
La historia ha sido definida como Magister Vitae, o Maestra de la Vida. Nunca debemos desatender sus enseñanzas.