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sábado, 10 de octubre de 2020

JESUS, PREDICADOR DE LA QUINTA SECTA JUDÍA. Por Javier Garin.

 



Por Javier Garin.



1)    Nacionalismo versus universalismo en el antiguo Israel

         Toda la historia del antiguo Israel se encuentra marcada por la tensión entre nacionalismo y universalismo.

          Estas dos orientaciones antagónicas del espíritu judío impregnan las sagradas escrituras, plagadas de textos contradictorios que confrontan entre sí.

           El antiguo nacionalismo judío, de naturaleza político-religiosa, pero también con una fuerte base racial, es un fenómeno tan notable que no exageraríamos si atribuyéramos a los judíos la partida de nacimiento del nacionalismo fanático que ha infestado el mundo con sus guerras, crueldades y atrocidades hasta el presente.

          No es casual que la aparición de los Estados nacionales en Europa se haya producido en consonancia con el redescubrimiento y revalorización del Antiguo Testamento gracias a Lutero y los protestantes.

              El nacionalismo exclusivista de base racial del judaísmo antiguo -que proclama a Israel el pueblo elegido, que recibe de Dios terribles mandatos de exterminio contra los pueblos enemigos, a los cuales se debe pasar a degüello inmisericorde, que prohíbe el matrimonio con no judíos y que adopta toda clase de normas para asegurarse mantener a los judíos aparte de los otros pueblos en sus costumbres, sus hábitos alimentarios, sus rituales de circuncisión, sus prohibiciones de contaminación, etc.- tiene orígenes históricos precisos y comprensibles, en los que se trasuntan las fantasías compensatorias de un pueblo pobre, amenazado y con frecuencia sometido por imperios vecinos mucho más poderosos.

        A su vez, el universalismo judío aparece también como una reacción frente a la situación de precariedad y amenaza permanente en que sobrevivía el pueblo judío, vinculado a la dispersión geográfica y a la necesidad de insertarse en el mundo.

            Desde la invasión asiria, una parte del pueblo judío dejó de habitar la tierra de David, y en la época de Jesús, la mitad aproximada de la población judía mundial vivía fuera de Israel, formando colonias en Persia, Siria, el Asia Menor, las islas del mar Egeo, Chipre, Alejandría y Roma. Los judíos fuera de Judea estaban más o menos integrados a las sociedades en que vivían; tenían sus sinagogas y acogían en ellas a muchos paganos incircuncisos, a quienes se conocía con el nombre de  “hombres temerosos de Dios”, porque se acercaban a Jehová sin ser judíos y sin convertirse plenamente. Había, pues, ya antes del cristianismo, un proselitismo judío muy intenso entre los paganos.

              La lamentación permanente por las “diez tribus perdidas de Israel”, el exilio babilónico, la invasión helenística y luego romana, la fundación del reino nacionalista de los Macabeos, la erección del Segundo Templo por Herodes el Grande con la finalidad de restablecer en Jerusalén el centro del judaísmo, las tentativas de diversos gobernantes por quebrantar la identidad judía para someterlos, desde Antíoco IV Epífanes -que pretendió erradicar sin éxito la religión judía- hasta el propio Herodes- quien a la par que reedificaba el templo intentaba “helenizar” a los judíos para hacerlos más manejables-: todo ello constituye el marco en que se desarrolla un judaísmo tensionado entre la reivindicación nacionalista y la aspiración de universalidad.

            Los otros pueblos reconocían a los judíos una espiritualidad profunda, y varios historiadores romanos dan cuenta de que éstos habían conseguido convencer a las otras naciones del Mediterráneo oriental de que tenían una comunicación especial con Divinidad y una misión mesiánica. Dice Tácito: en su “Historia, 1; V, número 13: “Era universal la creencia en antiguas profecías, según las cuales el Oriente iba a prevalecer, y que de la Judea saldrían los señores del mundo”. Suetonio, en la “Historia de Vespasiano”, IV, afirmaba: “ Todo el Oriente resonaba con la antigua y constante opinión de que el destino había decretado que, en esta época, la Judea daría señores al Universo.”

            Para los nacionalistas judíos, Dios había prometido un Mesías nacionalista que no sólo liberaría a Israel del yugo extranjero sino que sometería a todas las otras naciones a la dominación israelí, poniendo a sus enemigos como "estrado de sus pies". Para los universalistas judíos de la escuela de Hilel o de las sinagogas fundadas en ciudades paganas y acostumbradas a convivir con los no judíos, la idea era muy diferente: el Mesías redimiría a los judíos y a toda la Humanidad, y la misión mesiánica del pueblo de Israel no consistía en dominar a los otros pueblos, sino en revelarles el conocimiento del único Dios verdadero. Jesús pertenecía a esta tendencia antinacionalista y universalista, y sus seguidores así lo pusieron de manifiesto al adoptar, mucho tiempo después, la palabra católico, que significa universal.

2)    Las “cuatro sectas filosóficas” según Flavio Josefo.

              Esta tensión atraviesa toda la sociedad judía en tiempos de Jesús y se expresa también en lo que Flavio Josefo, en “Antigüedades judías”, ha llamado las “escuelas o sectas filosóficas” de pensamiento judío.

             No se trata de verdaderas corrientes de pensamiento, como las había en el mundo grecorromano, sino de expresiones del fenómeno sectario y de la aguda lucha de clases que corroía una sociedad profundamente dividida.

            La contienda política y social, dado el carácter profundamente religioso del pueblo judío, y su constitución como teocracia, debía forzosamente expresarse como pelea de sectas e interpretaciones  religiosas.

           Nos dice Flavio Josefo al respecto: “Desde muy antiguo había entre los judíos tres sectas filosóficas nacionales: la de los esenios, la de los saduceos y la tercera que se denominaba de los fariseos.”

            La clase alta sacerdotal y oligárquica, en estrecha alianza con la monarquía herodiana y con el dominador romano, eran los saduceos. Flavio Josefo los define así:

“Los saduceos enseñan que el alma perece con el cuerpo; y se limitan a la observancia de la ley. A su juicio es una virtud discutir con los maestros que se consideran sabios. Su doctrina sólo es seguida por un pequeño número, aunque son los primeros en dignidad. No realizan acto especial ninguno; si alguna vez llegan a la magistratura, contra su voluntad, y por necesidad, se atienen a las opiniones de los fariseos, ya que el pueblo no toleraría otra cosa.”

          Los Sumos Sacerdotes se pretendían descendientes de Sadoc, que fue el primero de ellos. Poco a poco, después del exilio de Babilonia, el Sumo Sacerdote fue adquiriendo mayor relevancia política. Bajo el reinado de Herodes y de los romanos, el Sumo Sacerdote era nombrado y destituido por el rey o el gobernador romano, y para asegurarse su sujeción, las vestiduras ceremoniales eran guardadas por la autoridad política. Hubo 28 Sumos Sacerdotes entre los años 37 a C y 70 dC., que conformaban una rígida aristocracia sacerdotal, la cual, además de poseer poder y riquezas, ejercía sus funciones litúrgicas y su control sobre el Templo de Jerusalén. El Sumo Sacerdote, cuyo cargo era de duración anual, pero renovable, era el único que podía acceder al Sancta Sanctorum del Templo una vez al año para el Yom Kippur. Así como las sinagogas eran la sede del poder de los fariseos, el Templo de Jerusalen lo era de los saduceos. La familia de Anás, suegro de Caifás, ocupó el sumo sacerdocio durante buena parte de los años precedentes a la destrucción del Templo.

               Los saduceos aprovechaban su elevada posición para acaparar negocios y acumular riquezas. Todas las actividades del Templo con sus complejos rituales, sus sacrificios de animales que eran vendidos en las inmediaciones del mismo Templo, les eran provechosas. El impuesto que se debía pagar para acceder a los beneficios del Templo no sólo proveía de recursos directos sino también indirectos, pues los judíos venidos de todas partes del mundo, con multiplicidad de monedas, debían cambiarlas con los cambistas que tenían sus mesas de dinero junto a los vendedores de animales sacrificiales. Sin duda, para acceder a convertirse en uno de los mercaderes del Templo a que aluden los Evangelios era indispensable tener una buena “palanca” saducea: tales comerciantes eran invariablemente parientes y protegidos de las familias saduceas, y proveían, en calidad de coimas o contribuciones, cuantiosos aportes con los cuales el aspirante a Sumo Sacerdote podía comprar su cargo anual a las autoridades romanas. Además, a ellos les estaban confiadas actividades muy lucrativas, como la percepción de los tributos, actividad que delegaban en los repudiados y miserables “publicanos”, de baja condición.

            Esta confusión entre los intereses privados de los saduceos y el manejo público del Templo y de importantes resortes del Estado, como el tribunal del Sanedrín –cuyo control compartían con los fariseos-, aparece expresada por el hecho de que el Sumo Sacerdote emérito y presidente del Sanedrín, Anás, suegro de Caifás, tenía una cárcel en su casa, adonde llevaba a los revoltosos, y en la que fue encerrado Jesús mientras él terminaba de cenar. Allí mismo los prisioneros eran interrogados y sometidos a torturas, pared de por medio de la residencia familiar de Anás.

            Se comprende, entonces, que la intervención de Jesús echando a los mercaderes a latigazos y arrojando sus mercaderías y monedas al suelo, no fue un simple acto de enojo ante un ultraje religioso, sino un ataque directo a la clase de los saduceos, al cuestionar su manejo del Templo y perjudicar los negocios de sus comerciantes protegidos.

           El principal interés de los saduceos era la conservación del orden religioso, político y social. Sus riquezas, privilegios y hasta su misma existencia, dependían del favor de los romanos. Y para merecer ese favor necesitaban ofrecer a los romanos un ambiente de tranquilidad social y estabilidad, toda vez que la Tierra Prometida era desde siempre un territorio de abundantes y frecuentes convulsiones.

            Cuando el Sumo Sacerdote Caifás, cerebro de la captura y posterior ejecución de Jesús, sostiene su tesis –harto repetida por gobiernos y oligarquías de todos los tiempos- de que “es preferible que muera un hombre y no que perezca el pueblo” - argumento conocido como “la razón de estado”-, en realidad está expresando que la actividad proselitista de Jesús podría llegar a comprometer, en algún momento, si no se lo detenía a tiempo, la tambaleante estabilidad de la sociedad judaica, lo que, en su visión, traería aparejada la represión romana contra los judíos, o cuando menos –pero no por eso menos importante- la pérdida de los privilegios saduceos por su inoperancia en garantizar el único servicio que el Imperio romano esperaba de ellos: la paz social.

             Los saduceos no creían en la inmortalidad del alma, ni en resurrección ni en ángeles, y ello se debe a que eran seguidores literales de la Torá y no admitían la autoridad de los profetas ni ninguna de las adiciones de la evolución posterior de la religión judía. Desdeñaban las enseñanzas y reglas instituidas por los fariseos y atribuidas a la “tradición”, pues reconocer estas fuentes de fe y de derecho equivalía a dar a los fariseos un poder que ellos pretendían reservado a sí mismos. No obstante, estaban obligados a contemporizar con los fariseos, debido a la enorme popularidad de estos últimos. Además de estas razones políticas, existían razones meramente sociales para sus posturas religiosas. Como dominantes oligárquicos con acceso a bienes y los goces de la vida mundana, los saduceos habían adoptado una visión epicúrea; pensaban que los placeres deben disfrutarse en esta vida, pues no hay otra, y desdeñaban toda forma de ascetismo.

            Los Fariseos eran, por el contrario, la secta de mayor arraigo y simpatía entre la población. Con el tiempo pasarían a constituir todo el judaísmo, pues los rabinos del Talmud se reconocen como sus descendientes. Pero en aquellos años no expresaban más que una parte del pueblo judío, si bien la más numerosa. No constituían una masa uniforme: estaban divididos en escuelas y corrientes diversas, aunque sin duda no eran el conjunto de hipócritas, mentirosos y ladinos personajes que nos pintan los Evangelios, escritos cuando ya estaba avanzado el proceso de separación del cristianismo respecto del judaísmo.  Que el principal blanco de los ataques de Jesús resulten ser precisamente los fariseos, no debe llamarnos a engaño,  pues la confección de los Evangelios coincide con la puja creciente entre los judíos seguidores de Jesús –llamados “judeocristianos”- y los fariseos anticristianos que pronto darían lugar al judaísmo rabínico.

            De hecho, Pablo se declaraba abiertamente fariseo, y muchos estudiosos opinan que Juan el Bautista y Jesús formaban parte de un movimiento renovador dentro del fariseísmo, cercano a las enseñanzas del gran maestro fariseo Hilel. Hace muchas décadas ha quedado descartada la hipótesis, popular en el siglo XIX, de que Jesús hubiese pertenecido a la secta esenia. Hoy parece indudable para muchos estudiosos, que por su formación y pensamiento habría sido un reformador fariseo, opinión que no compartimos.

            Dice Flavio Josefo: “Los fariseos viven parcamente, sin acceder en nada a los placeres. Se atienen como regla a las prescripciones que la razón ha enseñado y transmitido como buenas, esforzándose en practicarlas. Honran a los de más edad, ajenos a aquella arrogancia que contradice lo que ellos introdujeron. A pesar de que enseñan que todo se realiza por la fatalidad, sin embargo no privan a la voluntad del hombre de impulso propio. Creen que Dios ha templado las decisiones de la fatalidad con la voluntad del hombre, para que éste se incline por la virtud o por el vicio. Creen también que al alma le pertenece un poder inmortal, de tal modo que, más allá de esta tierra, tendrá premios o castigos, según que se haya consagrado a la virtud o al vicio; en cuanto a los que practiquen lo último, eternamente estarán encerrados en una cárcel pero los primeros gozarán de la facultad de volver a esta vida. A causa de todo esto disfrutan de tanta autoridad ante el pueblo que todo lo perteneciente a la religión, súplicas y sacrificios, se lleva a cabo según su interpretación. Los pueblos han dado testimonio de sus muchas virtudes, rindiendo homenaje a sus esfuerzos, tanto por la vida que llevan como por sus doctrinas.”

           Como puede notarse a simple vista, sus doctrinas eran muy semejantes a las sostenidas por Jesús y los cristianos primitivos. Jesús aparece como cuestionador de ciertos aspectos del fariseísmo dominante, como el rígidos formalismo, el legalismo y el cumplimiento compulsivo de rituales de todo orden, pero no aparece como un enemigo de todas las doctrinas fariseas ni mucho menos. Una de las críticas de Jesús contra los fariseos coincide curiosamente con los reproches que hacían los saduceos: que aquellos, con su tradición y sus reglas interpretativas, habían distorsionado la Ley. Dice Jesús que el fariseísmo introdujo mandamientos de hombres en vez de los mandamientos de Dios.

          Dentro del fariseísmo había dos escuelas de gran vigor contemporáneas a Jesus: la Casa de Hilel y la Casa de Shamai, que seguian a dos rabinos rivales. Ambas escuelas compartían la fe en la Torá, los preceptos relacionados al Templo y los sacrificios, la forma de fijar las festividades del calendario y la creencia  en la inmortalidad del alma y en la resurrección de los muertos, pero diferían en muchas interpretaciones de la Halajá, es decir, del conjunto de reglas judías elaboradas por el movimiento fariseo a partir de la Torá (escrita) y de la tradición oral, que incluye 613 minuciosos “mitzvot” o mandamientos. Se puede caracterizar a estas dos Casas o escuelas como dos partidos dentro del fariseísmo: Hilel representaba los sectores más liberales, compasivos y dispuestos a una apertura; Shamai era el preferido de los conservadores, ortodoxos y cerrados.

             Es de señalar que entre los saduceos y los fariseos existía una pugna sorda que en algunos momentos de la historia anterior había sido tremendamente sangrienta. Bajo el reinado de a Alejandro Janneo, éste, apoyado por los saduceos, reprimió cruelmente las sublevaciones fariseas, matando a dos mil en una sublevación, ocho mil en otra y cincuenta mil en una tercera. Finalmente, crucificó a tres mil fariseos después de haberlos obligado a ver cómo degollaba a sus mujeres y sus hijos. Los reyes posteriores restablecieron a los fariseos, y los que eran particularmente inteligentes, como Herodes, aprovechaban la rivalidad entre saduceos y fariseos para fortalecer a un grupo y debilitar al otro según les conviniera. En tiempos de Jesús, saduceos y fariseos de clase alta habían arribado a un modus vivendi mutuamente conveniente, pero los fariseos pobres odiaban yd espreciaban furiosamente a los saduceos.

               El tercer grupo mencionado por Flavio Josefo no era numéricamente importante, constituía una ínfima minoría, pero se hacía notar por su fuerte valor simbólico y su fama de santidad: los esenios. Entre las muchas objeciones que pueden plantearse al intento decimonónico de emparentar a Jesús con esta secta, resalta el hecho de que Jesús defendía la importancia de la participación en la vida social mientras que los esenios se consideraban a sí mismos por completo apartados del mundo. Mientras Jesús se mezclaba con los pecadores, los esenios se autosegregaban para evitar toda contaminación; mientras Jesús defendía el matrimonio y reivindicaba a las mujeres, los esenios practicaban el celibato y eran profundamente misóginos. Más bien se asemejan a los posteriores anacoretas y monjes medievales y no al Jesús predicante que recorre los caminos llevando la buena nueva entre publicanos y prostitutas.

            “Los esenios –dice Flavio Josefo- consideran que todo debe dejarse en las manos de Dios. Enseñan que las almas son inmortales y estiman que se debe luchar para obtener los frutos de la justicia. Envían ofrendas al Templo, pero no hacen sacrificios, pues practican otros medios de purificación. Por este motivo se alejan del recinto sagrado, para hacer aparte sus sacrificios. Por otra parte son hombres muy virtuosos y se entregan por completo a la agricultura. Hay que admirarlos por encima de todos los que practican la virtud, por su apego a la justicia, que no la practicaron nunca los griegos ni los bárbaros, y que no es una novedad entre ellos, sino cosa antigua. Los bienes entre ellos son comunes, de tal manera que los ricos no disfrutan de sus propiedades más que los que no poseen nada. Hay más de cuatro mil hombres que viven así. No se casan, ni tienen esclavos, pues creen que lo último es inicuo, y lo primero conduce a la discordia; viven en común y se ayudan mutuamente. Eligen a hombres justos encargados de percibir los réditos y los productos de la tierra, y seleccionan sacerdotes para la preparación de la comida y la bebida.”

            El descubrimiento de los Rollos del Mar Muerto y las excavaciones arqueológicas del sitio de Qunram, que se considera un asentamiento de la comunidad esenia, consolidan la idea de que se trataba de comunidades de fieles varones, misóginos, apartados del mundo, seguidores de un antiguo "Maestro de Justicia", profesantes del desprecio del cuerpo y precursores de las órdenes monásticas.

                      En tiempos en que Jesús y su pariente Juan el Bautista eran niños, cobró ímpetu un cuarto grupo, que es en realidad una corriente dentro del fariseísmo: los zelotes. El primer líder destacado de este grupo, Judas, era también de Galilea y provocó serias convulsiones sociales. Dice Flavio Josefo: “Sus seguidores imitan a los fariseos, pero aman de tal manera la libertad que la defienden violentamente, considerando que sólo Dios es su gobernante y señor. No les importa que se produzcan muchas muertes o suplicios de parientes y amigos, con tal de no admitir a ningún hombre como amo. Puesto que se trata de hechos que muchos han comprobado, he considerado conveniente no agregar nada más sobre su inquebrantable firmeza frente a la adversidad; no temo que mis explicaciones sean puestas en duda, sino que al contrario temo que mis expresiones den una idea demasiado débil de su gran resistencia y su menosprecio del dolor. Esta locura empezó a manifestarse en nuestro pueblo bajo el gobierno de Gesio Floro, durante el cual, por los excesos de sus violencias, determinaron rebelarse contra los romanos.”

               Eran rebeldes nacionalistas, expresión renovada del antiquísimo nacionalismo judío, y se distinguían por la apelación al uso de la violencia. Aunque el fundador de este movimiento, Judas el Galileo, logró sacudir la región con una prédica subversiva -que reclamaba la soberanía de Dios, rechazaba el Imperio Romano y negaba el pago de tributos-, ese primer alzamiento terminó con dos mil judíos crucificados, preanunciando todos los fracasos posteriores de los zelotes, que llevarían al pueblo de Israel al precipicio. Flavio Josefo es especialmente duro con este grupo ya que los responsabiliza del fatal alzamiento judío que culminó con la destrucción del Templo por los romanos en el año 70 de nuestra era. Entre sus prácticas se contaban los atentados de diversa índole, incluyendo los asesinatos individuales de romanos llevados adelante por expertos manejadores de la “sica”, una pequeña daga de la que se deriva el nombre de sicario.

        Un punto en que el movimiento zelote se aproxima a Jesús es su reivindicación de los pobres y humillados. Entre los seguidores de Jesús hubo zelotes y también se nos cuenta en los propios Evangelios que algunos de los discípulos., como Pedro en el huerto de los Olivos, estaban armados. Sin embargo, Jesús no predicó jamás el nacionalismo estrecho de los zelotes ni propugnó el uso de la fuerza.  La trágica experiencia de su paisano Judas el Galileo debió impresionar fuertemente a Jesús, convenciéndolos de la inutilidad e inconveniencia de la lucha violenta e inclinándolo a abrazar un acendrado pacifismo.

           Constantemente los adversarios de Jesús intentaban emparentarlo con Judas el Galileo, y pretendían comprometerlo en el rechazo de la autoridad romana y del pago de los tributos: trampas que Jesús habitualmente eludía con éxito.

           Por fuera de estos grupos políticos, sociales y religiosos más o menos organizados, una parte del pueblo vivía sumida en la miseria y la ignorancia, producto de su profundo sometimiento: se los llamaba “Am haaretz”, “la gente de la tierra”, y eran campesinos pobres, esclavos y proletarios. Hacia ellos se dirigen algunas de las prédicas de los primitivos cristianos, como lo muestra la Epístola de Santiago, el hermano de Jesús.

3)    Juan el Bautista, Jesús y la quinta secta judía

        Aunque Flavio Josefo no menciona a los seguidores de Jesús como una secta judía diferenciada de las restantes, hay razones para afirmar que Jesús no pertenecía a ninguna de las cuatro sectas existentes, sino que se propuso fundar un movimiento diferenciado dentro del judaísmo de su tiempo.

          Los argumentos de quienes aseveran que Jesús no quiso fundar ninguna nueva religión sino reformar el judaísmo parecen sólidos y se sustentan en claros pasajes evangélicos, teniendo a su favor la interpretación misma de los primeros cristianos, a quienes más tarde se denominaría “judeocristianos”.

            No obstante, es indudable que, sin romper con el judaísmo de que era fiel creyente, Jesús sí se propuso constituir una secta o escuela independiente, que cuestionaba y controvertía algunas de las creencias sustentadas por las restantes sectas. Seguía en esto los pasos de Juan el Bautista, de quien podemos legítimamente considerarlo un discípulo superador.

         Como los zelotes, reivindicaba a los pobres contra los ricos, y en ello se distinguía claramente de los saduceos libertinos y de los fariseos opulentos. Como los fariseos, creían en la inmortalidad del alma y la resurrección, y rechazaba el materialismo epicúreo de los saduceos. Como los saduceos, cuestionaba el obsesivo ritualismo fariseo y su tendencia a instituir “mandamientos de hombres”. Como los esenios, veía con buenos ojos la comunidad de bienes y el desprecio de las riquezas. Pero las diferencias que mantenía con cada uno de estos grupos son tantas y tan profundas que es lícito sostener que formaba parte de un quinto movimiento naciente, cuyas características principales eran: la creencia en la inmortalidad del alma, la esperanza mesiánica, la visión apocalíptica, el rechazo de las riquezas, la reivindicación de las mujeres, la exaltación de los pobres, el rechazo del mercantilismo del templo, la defensa del matrimonio, la inserción social plena en vez del apartamiento, la prédica utópica del reino de los cielos, la condenación de la violencia, el desprecio por el poder temporal. Las doctrinas de Jesús aparecen como expresión  de un espiritualismo que no obstante no rechaza ni contrapone lo corporal, y una religiosidad que no renuncia a modificar la realidad social pero desconfía profundamente del Estado, una suerte de anarquismo que busca liberar al hombre de las cadenas de las falsas creencias, la idolatría y el culto al dinero y al poder.