El
don de mi madre
“…he dicho, por ti y por mí,
que la muerte no existe,
que el mundo no es un caos,
que es forma,
unidad,
plan, Vida Eterna, ¡Alegría!”
Walt Whitman
Mamá fue la última de la familia en
tener el don. Lo heredó de mi abuelo Camilo, y éste de mi bisabuela Pilar.
El don no se manifestaba de igual manera en cada uno de ellos.
Mi bisabuela conectaba fácilmente con los muertos. A veces sus
trances eran tan intensos que los cuadros se caían de las paredes y la mesa
redonda donde practicaba sus sesiones se volcaba y salía rodando de la habitación.
Mi abuelo Camilo, el anarcosindicalista,
además de combatir a amos y patrones en este mundo, confraternizaba con los
oprimidos del otro mundo con ayuda de la Escuela Científica Basilio, hasta que
mi abuela Nani le prohibió el espiritismo al ver que se posesionaba y ponía los
ojos en blanco y garabateaba extraños y tenebrosos mensajes automáticos en una hoja.
Pero, sobre todo, tenía el indeseado don de la precognición: anticipaba muertes
y desgracias con exactitud pasmosa. Y hasta realizó, al menos una vez, un exorcismo
casero a una pobre mujer endemoniada, que llegó a recuperarse.
Mi madre, agnóstica, rechazaba los
encuentros con espíritus y no creía en demonios ni en la otra vida, al menos
hasta que tuvo su primera muerte. En sus últimos días, antes de su segunda
muerte, empezó a creer en la otra vida. Pero compartía con su padre la precognición
y la percepción extrasensorial. Al ingresar a un edificio podía percibir si
había ocurrido allí algún hecho luctuoso. Recién casada, mientras buscaba con
mi papá una casa para alquilar, supo que en cierto departamento que les ofrecieron
se había cometido un crimen, con sólo abrir la puerta. Los vecinos le
confirmaron que allí habían asesinado a unos ancianos. Son innumerables las ocasiones
en que percibió que alguien iba a morir en fecha próxima o estaba gravemente
enfermo. Y siempre acertaba. Podía saber si un ser querido se hallaba en
dificultades graves o en trance de muerte a miles de kilómetros de distancia.
Percibía tragedias en el mismo momento en que estaban ocurriendo. A veces tenía
sólo sensaciones o presentimientos, otras veces distinguía de manera más o menos
clara e inteligible una imagen que se le aparecía de repente ante los ojos. Por
lo general, tales percepciones iban acompañadas de una voz en el oído
izquierdo, que complementaba la información de manera autoritaria y precisa.
Por ejemplo, cuando cayó el avión de LAPA,
ella vio las luces de un avion inexistente en la ventana de la cocina, mientras la voz le decía: “se está chocando”. Se lo comunicó a mi padre Al rato apareció la noticia en el
televisor. Cuando fue el desastre de Cromagnon, ella despertó de un entresueño
envuelta en un resplandor rojizo que lo cubría todo, y la voz le susurró: “es
un incendio, gente muere”.
En otras ocasiones la voz le alertaba: “esta
persona está muy enferma, es la última vez que la verás.” Cuando a su hermano
Lolo le extrajeron in extremis un riñón a mil doscientos kilómetros de
distancia, ella oyó la voz que le susurraba: “Lolo está mal”, y decidió viajar
aunque nadie le había informado. Cada vez que cierto amigo de mi hermano venía
de visita, la invadía la tristeza y la voz le decía: “Morirá joven”; poco
después, el muchacho -se llamaba Manuel- murió en un accidente de moto. De visita en un campo de Las Flores,
tuvo una horrible impresión al ver al dueño del campo, un hombre ya mayor; y dijo a mi padre: “tiene un aura de tristeza, la
próxima vez que vengamos este hombre no estará”; a los meses, el pobre hombre se suicidó volándose
los sesos con una escopeta. Al besar a un sobrino pequeño, Joni, en una fiesta de
cumpleaños, la voz le dijo: “Está muy enfermo”: al tiempo, a Joni le descubrieron un tumor,
hasta entonces asintomático, y, pobrecito, falleció. Cuando murió otro
pariente cercano, lo supo porque un espejo voló de pared a pared en el dormitorio y se rompió en
mil pedazos. Supo la muerte de su propia madre mientras le acomodaba unas plantas
en una maceta redonda que, de repente, asumió ante sus ojos la forma de un ataúd,
mientras la voz le decía: “Mami va a morir”. Supo que mi hermano Riki, el navegante,
estaba en riesgo de naufragar en medio de una tempestad en el Mar del Norte porque se
despertó en la noche vomitando y la voz le dijo: “son las olas”. Podría seguir
enumerando sus premoniciones durante decenas de páginas.
No se trata de simples casualidades o relatos
ex post facto que se acomodan a los hechos. A mí me refirió varias de estas
percepciones en el mismo momento en que las tuvo, luego confirmadas por los noticieros
o por un ominoso llamado telefónico.
¿Por qué sus hijos, nietos o sobrinos no
tenemos el don? ¿Por qué no lo heredé de mi madre, como heredé el daltonismo? Esta
anomalía visual, dicen, la transmite la madre a un hijo varón, sin padecerla
ella. Debido al daltonismo que me legó, veo el mundo de manera diferente
a los demás. Mi madre, mi abuelo y mi bisabuela percibían también un mundo
diferente, un mundo donde, en vez de colores alterados, había presencias y
sucesos misteriosos, inadvertidos para las otras personas.
Mi abuelo no cuestionaba el don, aunque muchas
veces lo lamentaba, pues le revelaba desgracias que hubiese preferido no conocer.
Mi madre, sobre todo en sus últimos años, se planteaba interrogantes:
-¿Pero entonces el destino ya está escrito?
Si yo puedo ver cosas que aún no sucedieron, ¿eso significa que no hay libre
albedrío, que el futuro es inmodificable?
Tal vez yo podría haber heredado
una parte del don de no haberlo sofocado dentro mío a causa del racionalismo y el
cientificismo que cultivé a partir de la pubertad, edad en que ciertos sucesos me
hicieron perder la fe y volverme ateo y materialista recalcitrante. Empecé a ridiculizar
estas vivencias, así como me burlaba con soberbia adolescente del catolicismo
de mi viejo, a quien atormentaba echando mano a cuanto argumento anticlerical
había extraído de los libros. Mi madre no creía en la religión y despreciaba a
los curas, pero defendía sus vivencias psíquicas firmemente. Muchas veces intenté
refutarla atribuyendo todo a su imaginación. A pesar de que luego comprobaba
que sus anticipaciones se habían cumplido, procuraba a toda costa darles una
explicación racional o reducirlas a meras coincidencias.
Recuerdo
cuando, tras festejar una reunión con sus amigas en el patio, me comentó al día
siguiente, muy preocupada:
-A Trini le va a pasar algo.
-Uh, otra vez. Dejate de joder. ¿Por qué
decís eso?
-Porque anoche no pude verle la cara en
toda la cena. Cada vez que la miraba la veía tapada por una nube negra.
-Ella es morocha y no habría buena luz
donde estaba sentada.
Mi madre insistió en hacer la prueba. Se
sentó donde la noche anterior y yo en el lugar de Trini, con la misma iluminación.
Me dijo que no me daba ninguna sombra sobre la cara. Y agregó:
-Trini se va a morir. Esa nube negra
significa muerte.
Días más tarde le descubrieron a la pobre Trini un
avanzado tumor cerebral, y poco después moría internada. Sin embargo, yo insistí
en que era todo el fruto de la causalidad.
A esta presuntuosidad obcecada nos ha
reducido el pensamiento cientificista. Como el jerarca eclesiástico que rehusó
mirar por el telescopio de Galileo las montañas de la luna, porque la Biblia negaba
que fuera un cuerpo semejante a la Tierra, así también nosotros, los racionalistas
modernos, nos empeñamos en no querer ver nada que ponga en tela de juicio la lógica
cientificista y la estricta razón cartesiana o no exhiba una cadena de
causalidad material rigurosa e irrefutable. Aquello que no pueda reducirse a átomos
y componentes tangibles pensamos que no existe. Somos incapaces de ver el mundo
que veían nuestros antepasados, poblado de espíritus y presencias numinosas.
Nos burlamos de la mera posibilidad de su existencia, lo tildamos de superstición
y nos refugiamos en las nuevas religiones que entronizan como divinidades al Estado,
el Mercado, la Tecnología, el Dinero, el Líder, el Partido, las Corporaciones,
y todas esas idolatrías dominadoras que nos parecen más “racionales” que los
ídolos primitivos, aunque son igual de absurdas y muchísimo más peligrosas. Nos
reímos de las antiguas cosmogonías, pensamos que el Génesis es una fábula y no
nos percatamos de que la nueva cosmogonía presuntamente racional del Big Bang no
es otra cosa que una versión moderna del “fiat lux” expurgada de la intervención
divina. “Aquello era un mito, esto es ciencia y se basa en pruebas”, decimos, y
parecemos no advertir el absurdo e insuficiencia de afirmar que el universo se
originó por sí mismo a partir de un punto matemático y comenzó a expandirse engendrando
de la nada espacio y tiempo y masas de gas y de polvo que, condensadas, pasaron
a formar estrellas y planetas y galaxias, sin que se nos pueda explicar cómo ni
por qué ni qué había antes del impenetrable horizonte de sucesos, cuando no
existía ni siquiera el tiempo. Lo aceptamos y lo creemos como un dogma porque lo
afirman los modernos sacerdotes astrofísicos, del mismo modo que los antiguos
aceptaban el mito del Génesis por la autoridad de los escribas que pasaron en
limpio el Pentateuco. Los teóricos más atrevidos osan afirmar que antes de este
universo que se expande hubo otro que se expandió y se contrajo, y antes otro,
y, sin darse cuenta, no repiten ya el Génesis sino los mitos hindúes de una
cadena infinita de ciclos. Nos escandalizamos de la superstición religiosa sin advertir
que murieron más personas a causa de las armas y campos de concentración científicamente
desarrollados que por todas las guerras de religión. En la apoteosis de la
Razón Instrumental, llamamos progreso -Adorno dixit- a reemplazar el tosco arco
y flecha por la científica bomba H.
Pasaron años hasta que leí en Freud los tres
ensayos en los que relataba, con suma cautela, experiencias recogidas en la
labor clínica sobre eventos de apariencia sobrenatural, presagios, telepatía,
premoniciones. Más tarde encontré en Jung un acercamiento mucho menos prejuicioso
a estos fenómenos, entre otras razones porque él mismo y una de sus hijas
tenían las mismas facultades que mi madre o mi abuelo. Investigando sobre el Apocalipsis
y su interpretación a través de la historia, comprobé que las visiones
atribuidas a San Juan en Patmos, a Daniel en Babilonia, a José en Egipto, no
eran muy diferentes -aunque sí de escala mayor- a las que percibía mi madre.
Los repetidos presagios de muerte de Julio César, los que vio en un espejo y refirió
Lincoln sobre su propio asesinato, y los incontables de otros personajes históricos
registrados por los cronistas son del mismo tenor. Leí los experimentos con los sueños anticipatorios del ingeniero J.W Dunne, y las obras sobre la rpecognicion de J. B. Prietsley, que describían los mismos fenómenos. Abordando las indagaciones de
Jung y Pauli acerca de la sincronicidad, y sobre todo la hipótesis del inconsciente
colectivo, de una psiquis de la especie no limitada por barreras temporales, creí
hallar una respuesta al interrogante de mi madre. No era que el destino estuviese
prefijado ni el futuro escrito; era que ciertas personas, en determinadas
condiciones, y por obra de facultades especialmente agudas, podían penetrar
hacia el interior de esa psiquis colectiva atemporal, donde se asienta la memoria
profunda de la humanidad, en que conviven el futuro y el pasado, y extraer de
ese reservorio los ecos de sucesos conmocionantes o significativos que para el
individuo aún no ocurrieron, pero que ya viven en la mente de la especie. Muchas
veces hablamos de esto con mi madre sin ponernos de acuerdo.
Aunque dije que no he heredado el don,
al menos algo del don puedo reconocer en mí, porque muy excepcionalmente soy capaz
de percibir la presencia de los muertos. Esto lo supe una vez en el Sur,
regresando de la pingüinera de Punta Tombo, cuando el auto se me quedó sin agua
y tuve que invadir un predio al costado de la ruta, rodeado de álamos, buscando
un tanque australiano donde cargar unas botellas. En esos momentos algo se manifestó
en la atmósfera; el estremecimiento de las hojas de los álamos adquirió una
vibración particular, y me inundó una congoja sofocante, una opresión y una
tristeza infinitas. Supe, sin que nadie me lo explicara, y sin haberlo
experimentado antes, que había un muerto allí, un muerto rodeado de sufrimiento.
Al cruzar la barrera de los álamos apareció ante mí, tal como había presentido,
una tumba solitaria y suntuosa, de mármol; pertenecía a una mujer fallecida
antes de que yo naciera; más tarde averigüé que se había suicidado y por esa
razón no estaba en el cementerio.
Mi abuelo, para quien todo esto era una
experiencia normal, me describió la visita de los muertos de un modo muy claro
y reconocible, me dijo que él los notaba mediante una opresión particular en el
pecho o en la boca del estómago; si eran presencias dolorosas, podía experimentar
angustia, como aquella vez en el Sur; a veces sólo percibía un olor. El olor era
muy particular, sulfuroso y focalizado. Mi abuelo decía que los antiguos
confundían el olor de azufre con una presencia demoníaca, pero en realidad se
trata de espíritus de difuntos, a los que no hay que temer. Poco tiempo después
de su muerte, yo sentí ese olor de manera muy precisa en el patio, junto a la
entrada de mi casa; llamé a mi primera esposa y le pregunté si ella también lo
sentía. Me lo confirmó. Era tan focalizado que bastaba moverse unos centímetros
para no sentirlo; aunque soplara una brisa, no cambiaba de lugar. El olor
permaneció allí unas cuantas horas, hasta que me atreví a decir: “Ya sé que sos
vos, Camilo, y viniste a despedirte. Gracias, abuelo, andá tranquilo”. En ese
instante el olor se disipó. Cuando murió mi padre, años después, sucedió lo
mismo en un pasillo interior, y el olor no se retiró hasta que me avine a
hablar con el espíritu de mi padre y despedirlo.
Por eso no me extrañó en modo alguno
que, pocos días antes de la muerte de mi madre, hubiera pasos en el jardín sin presencia
visible. Mi madre estaba entonces muy postrada en la casa del fondo; la
artrosis no le permitía caminar; le habían colocado un marcapasos; no podía
levantarse ni ir al baño y había que higienizarla; más de una vez la oí llamar
a su madre fallecida, sin que advirtiera que yo estaba escuchando, y decirle:
-Vení, mami, llevame. No quiero seguir
viviendo así, esto no va más.
Fue una de esas noches que, al regresar a mi
casa de adelante, mi pareja y yo oímos perfectamente los pasos en el jardín,
haciendo crujir los guijarros en la oscuridad. Se oyó tan nítido el sonido que encendí
las luces y salí al patio, imaginando un intruso o un ladrón, y por supuesto no
había nadie: supe que había sido el espíritu de mi abuela convocado por mi madre.
El domingo antes de su muerte
definitiva, mi madre murió por primera vez mientras la limpiaba. Al moverla -torpemente,
por mi falta de entrenamiento-, no advertí que se había desvanecido, y cuando intenté
reanimarla no respondió: estaba muerta. Su corazón se había detenido. Comencé a
hacerle resucitación sin obtener respuesta durante muchos, muchos, eternos
minutos, hasta que al fin volvió a respirar y recobró la conciencia. Me dijo:
-Ay, qué lástima que desperté. Estaba
muy bien, no tenía miedo ni dolor, era feliz. Vino a recibirme mi mami y me dijo:
“Volvé, nena, volvé, todavía no es el tiempo, falta poco”. Y regresé, pero no
quería. La muerte no es sufrimiento, es felicidad.
El
miércoles siguiente volvió a desmayarse en un momento en que la señora que la
asistía no se encontraba presente, y cuando lo advertimos no pude reanimarla
por más que lo intenté, bombeando su pecho sin detenerme durante media hora, hasta
que llegó la ambulancia con sus artefactos de resucitación. Todo fue inútil.
Desde entonces, cada vez que yo entraba
en la casa del fondo percibía con claridad movimientos y presencias, crujidos
de madera, cambios de atmósfera; más de una vez pregunté en voz alta: “¿Sos
vos, vieja?” Dicen los entendidos que los espíritus de los muertos encuentran
vías favorables para comunicarse a través de los pájaros o de otros animales: mi
madre tenía la costumbre de conversar diariamente con el gallo del vecino que da
a los fondos; y ahora, al preguntar si era ella quien se hacía notar, el gallo
me respondía con un canto sonoro y firme, que mi imaginación presumía asertivo.
Otro día entré en la casa del fondo, y al abrir la puerta se coló delante de mí
una torcacita y fue directo a posarse sobre el sillón de mi madre, sin el mínimo
temor. Le dije que ya no hacía falta que viniera a visitarme, que ya sabía que
estaba bien; la torcacita voló por donde había entrado, y nunca más vi o sentí la
presencia de mi madre.
Pasaron como ocho meses hasta que hoy, finalmente,
decidí retirar todas las cosas de mamá de la casa del fondo, incluyendo las
innumerables fotos familiares que había colgado por todas partes, como en un
panteón familiar. Todos esos cuadritos los reuní en la habitación del primer
piso, una suerte de altillo que alguna vez fue dormitorio y refugio infantil de
mi hija Victoria, y los colgué con ganchitos de las paredes.
Al hacerlo, me di cuenta de que mi madre
se había erigido en una suerte de custodio de la memoria familiar. Todo está
allí: mis abuelos, mis tíos, mis padres, sus amigos, mis hermanos y yo y por
supuesto los nietitos, decenas y decenas de fotos de los nietos en todas sus
edades, desde la cuna hasta la universidad. Hay fotos del sobrino nieto fallecido
a los diez años, hace más de dos décadas, y de Adrian, el amigo de mi hermano
Cristian, asesinado por desconocidos para robarle una moto en la puerta de la
casa. Está el día en que Alan intentó caminar y se cayó y el día en que se
recibió con toga. Hay fotos de Victoria bebé en una hamaca paraguaya y de Victoria
dando una conferencia en La Habana o estudiando en Paris. Está Lourdes con babero
y de adolescente. Está mi hermano Riki con su perro Titán en Santa Teresita y
mi hermano Cristian con la perra Lizzie en el patio. Fotos de viajes, fotos de
casamientos y de despedidas. Mi mamá con tres años vestida de ángel y con
cabellos ensortijados rubios. Mi papá posando como actor de cine de los
cincuenta o vestido de mecánico en el taller. Muertos que murieron hace muchas
décadas están aquí viviendo, recordados. Están las fotos que mi madre veía
todos los días, y a veces las acariciaba y besaba, como la foto de Nani, su
mamá, abrazada a mi tío Lolo, la cual pidió besar antes de morir, diciendo:
“Mamita, ya voy con vos, espérame”.
Hace poco releí el cuento de Bradbury
sobre la abuela robot, la abuela eléctrica, que decía a sus nietos humanos: “Yo
tengo la memoria de toda la familia. Cuando ustedes hayan olvidado quiénes son
y de dónde vienen, allí estaré yo para recordárselo.” Ese era también el cometido
de mi madre y sus fotos. Ahora están aquí, en la antigua habitación de Viki, y
yo no sé si seré un buen custodio, o un guardián olvidadizo, pero al menos
puedo contemplarlas hoy, en este lento atardecer otoñal, y recordar quién soy y
de dónde vengo, cuando ya casi lo había olvidado.
Y de pronto pienso que debería yo también
hacer algo parecido a estas fotos: retener, antes de que se disuelvan en el
olvido, los recuerdos de mi familia, recuerdos que no son muy diferentes a los
de tantas y tantas familias y que posiblemente no tengan importancia sino para aquellos
a quienes nos conciernen directamente, pero que, quizás por esa misma razón,
por representar a tanta y tanta gente que tuvo vivencias semejantes, no son indignos
de ser preservados.
Mi abuelo Camilo, el anarquista, solía
decir que los historiadores se ocupan de los poderosos, que en realidad son los
verdugos de la humanidad, y desdeñan a los hombres y mujeres del pueblo, que
son sus víctimas. Sospecho que seguía en esto las enseñanzas de Kropotkin, quien,
en su hermosa Historia de la Revolución Francesa, no menciona casi a ningun
dirigente, sólo habla de las masas y las clases sociales en pugna. Mi abuelo también
decía que los poderosos diseñan la geopolítica y la gente anónima la padece. Y
creo que tenía razón, porque, como contaré más adelante, eso precisamente sucedió
a mis ancestros. Piter, el irlandés, huyó de la matanza de irlandeses hecha por
los ingleses y de la guerra de los esclavistas en América del Norte. Garin, el altosaboyano,
huyó de los acuerdos de reparto de territorios hechos por Napoleón III y de la
represión desatada por Thiers. Mis antepasados italianos huyeron de la guerra
con Austria. Mis antepasados españoles huyeron de las consecuencias de la
guerra hispanoamericana. Los líderes hacen las guerras, la gente anónima las
sufre, pero la historia sólo se ocupa de los primeros: esos políticos,
banqueros y estadistas a quienes Alberdi no vacilaba en señalar como los
mayores criminales, ya que matan, saquean esclavizan y violan a miles o a
millones. Cuando veo en las calles a los vendedores senegaleses expulsados de
su tierra por la sequía y el cambio climático que generan las grandes
potencias, pienso que así les sucedió también a mis ancestros: ellos huían de
las calamidades provocadas por otros, sin más aspiración que poder vivir en paz.
Hace poco sufrí un robo callejero y fui herido seriamente, y el muchacho que me
salvó al llevarme al hospital sangrando en su auto era un ucraniano, un joven escapado
de los conflictos que precedieron a la invasión rusa de Ucrania. ¡Siempre los líderes
destruyendo y pisoteando a la pobre gente en nombre de la Patria, la
Revolución, la Soberanía, la Libertad y todo ese palabrerío en que se oculta la
ambición, la codicia y el desprecio por los semejantes!...
De manera que en las próximas páginas hablaré de esta gente anónima que formó y forma mi familia. Tal vez sus historias parezcan insignificantes, y sin embargo cada una de ellas es una epopeya en su diminuta escala. Recuerdo haber leído con emoción este mismo concepto en Balzac, en su bella novela “Grandeza y decadencia de César Birotteau”. Allí se preguntaba quién sería el poeta capaz de cantar la odisea de un simple comerciante en perfumes que va a la quiebra; pues, por pequeña que sea la historia, hay también en ella una muestra conmovedora del espíritu humano, de sus sueños y sus derrotas, su valor y su heroísmo.
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