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lunes, 22 de junio de 2020

HUELLAS DEL CRUCE DE LOS ANDES, por Javier Garin



POR Javier Garin



Fragmento del libro El Discípulo del Diablo, vida de Monteagudo.

―"La facción es el enemigo irreconciliable de la libertad"‖. Bernardo Monteagudo

A casi siete mil metros sobre el nivel del mar se yerguen las dos cumbres hermanas del Aconcagua, unidas por el Filo del Guanaco, así llamado porque los primeros andinistas encontraron allí un esqueleto de guanaco, sin que nadie pueda explicar qué buscaba el infeliz animal a tan colosales alturas. Destino predilecto de los montañistas de todo el mundo, este cerro ya había sido escalado por los Incas, quienes no ascendían por orgullo deportivo sino como práctica religiosa comunitaria, según lo atestiguan las momias descubiertas en la llamada Pirámide -cerro cuya extraña remembranza egipcia se eleva a un costado del Aconcagua-, en el Llullaillaco y en otros grandes picos de América. Estas enormes moles eran consideradas "apu": espíritus tutelares, deidades protectoras de los pueblos incaicos, y como tales, objeto de veneración. Enajenado de la naturaleza, consumido por la codicia, la vanidad y el afán de dominio, el hombre blanco sólo las ve como obstáculos en su camino, como desafíos para medir sus fuerzas o como fuente de recursos minerales. El Aconcagua, terraza de América, es la montaña más alta del hemisferio sur y el hemisferio occidental. Sólo las cumbres del Himalaya la superan en el globo. Sus glaciares –hoy en inexorable retroceso- destellan al brillo del sol en las alturas o se ocultan bajo las grises morenas en los valles de los ríos Horcones Superior e Inferior. Su colosal Pared Sur –un abismo de casi tres mil metros que desciende a plomo desde el Filo del Guanaco hasta el Glaciar Horcones Superior- truena regularmente con los aludes de pavorosas masas de hielo. Sobrecoge contemplarla desde Plaza Francia, campamento de los andinistas más osados. Pero no es el único gigante. Lo rodean altas cumbres de extrañas formas, atravesadas por vetas de variados colores, que van desde el gris ceniciento hasta el rojo encendido o el amarillo de azufre, todas ellas desnudas, pues la gran altitud impide el desarrollo de especies vegetales. Sus laderas están ocasionalmente manchadas por nevés de "penitentes": formaciones cónicas de hielo que se levantan horizontales, más altas que un hombre, semejando peregrinos que atravesaran las pendientes escarpadas. Desde los elevados valles y desfiladeros, no es fácil precisar las alturas relativas de las montañas. Pero cuando un andinista llega a la cumbre del Aconcagua se le hace evidente su superior altitud, al contemplar toda la inmensidad de la Cordillera a sus pies, como si aquellas monstruosas elevaciones no fueran más que colinas y sierras insignificantes. Una bruma azul las envuelve y suaviza. Al tender la vista hacia oriente, verá la Cordillera diluirse en una vasta planicie. Hacia occidente, la tierra no es más que una esfera brumosa en la que le resultará imposible adivinar el mar. Sin embargo, al atardecer, desde algunos de los altos refugios, quizás desde Cambio de Pendiente, o desde las anfractuosidades por las que discurre la ruta normal de ascenso más allá de Berlín, ocasionalmente podrá el andinista divisar la línea del horizonte profundamente azul cuando se pone el sol, y entonces su imaginación llegará a comprender que ese es el gran Océano Pacífico, demasiado lejano para distinguir el menor rasgo en él. Desde allí, desde el Pacífico, provienen los vientos huracanados que azotan la cumbre, arrancándole estelas nebulosas de nieve –el temible "viento blanco"-, haciendo que se desplomen los termómetros a veinte o treinta grados bajo cero, volviendo locos los barómetros con extrañas oscilaciones en la presión atmosférica y arrastrando masas de nubes que de un momento a otro lo envuelven todo y convierten un día radiante en un infierno helado, arrebatando sin piedad las vidas de los expedicionarios desprevenidos. Más de un centenar de victimas se ha cobrado el Aconcagua a causa de estas tormentas y de los edemas cerebrales y pulmonares que ocasiona la altura.
               Precisamente las inesperadas tormentas constituían el gran terror de los viajeros en la época de la guerra revolucionaria. No era infrecuente que perecieran congelados por no haber podido hallar a tiempo alguno de los rudimentarios refugios de piedra que jalonaban el camino. Las crónicas registran muertes acaecidas incluso dentro de los refugios, al haber quedado aislados los viajeros por muchos días, agotándose sus provisiones, aún cuando era casi una obligación dejar mercaderías y leña para otros viajeros cuando uno pasaba por ellos. No faltaron los actos de canibalismo.
              Desde la cumbre del Aconcagua el escalador puede divisar dos enormes moles, casi tan imponentes como ella misma: al sur el Tupungato y al norte el Mercedario, ambas superiores a los seis mil quinientos metros. Los Andes Centrales son el sector en que se ha elevado más la Cordillera por el choque de las placas tectónicas. Sin embargo, durante siglos, cuando no existían instrumentos precisos de medición, se pensaba que el Chimborazo, en el Ecuador, era la montaña más alta del continente. A diferencia de lo que ocurre en el Alto Perú, en que Los Andes alcanzan una anchura extraordinaria, aquí la Cordillera está apretada y reducida a una pequeña franja de apenas trescientos kilómetros. Esto hace que el paso de Los Andes sea más corto que en el Alto Perú y el Perú. Fue una de las razones por las que San Martín y la Logia Lautaro, oyendo la proposición de Enrique Paillardell y Tomás Guido, o quizás inspirándose en llamado Plan de Maitland, resolvieron trasladar a estos confines la guerra revolucionaria, abandonando la idea original de Castelli de ir a Lima a través del lago Titicaca.
                   Se convirtió en un lugar común de los historiadores sanmartinianos presentar el paso de la Cordillera por el Ejército de Los Andes como una hazaña signada por las peores dificultades concebibles. Fue una de las operaciones militares más extraordinarias, mejor planeadas y más brillantemente ejecutadas de la historia. Pero, en el terreno de las dificultades geográficas, éstas son mayores en el Alto Perú, por las enormes distancias que hay que atravesar allí a altitudes similares. Los Ejércitos patriotas de Castelli, Belgrano y Rondeau, así como los ejércitos realistas que operaron desde el Perú, debieron realizar esfuerzos tremendos en territorios sin proporciones, desiertos interminables y abruptos cordones montañosos. Al fin y al cabo, la idea de San Martín de cambiar la estrategia militar e iniciar su campaña por Chile se debió, entre otras razones, a la menor dificultad relativa que el paso de Los Andes presentaba por Mendoza. Aquí el escollo era lo abrupto de la ascensión, el clima imprevisible y la estrechez de los pasos; San Martín mismo decía que "cincuenta hombres bastan para defenderlos con un mal reducto." Por tanto, debía hacerse el cruce con rapidez y sorpresa, sobreexigiendo a las tropas y animales. "En 1814 me hallaba de Gobernador en Mendoza –dirá San Martín años más tarde, evocando el tiempo posterior a la derrota de los chilenos en Rancagua-; la pérdida de éste país dejaba en peligro la Provincia a mi mando: yo la puse luego en estado de defensa, hasta que llegase el tiempo de tomar la ofensiva. Mis recursos eran escasos y apenas tenía un embrión de ejército; pero conocía la buena voluntad de los cuyanos y emprendí formarlo bajo un plan que hiciese ver hasta qué grado puede aguzarse la economía para llevar a cabo las grandes empresas. ―En 1817 el Ejército de Los Andes estaba ya organizado; abrí la campaña de Chile y el 12 de febrero mis soldados recibieron el premio de su constancia." Con palabras tan simples, concisas y modestas, evoca San Martín la extraordinaria proeza que llevó a cabo al cruzar la Cordillera y vencer a los realistas en la hacienda de Chacabuco. En carta a su amigo Tomás Guido había dicho tiempo antes: "Lo que no me deja dormir no es la oposición que puedan hacerme los enemigos sino el atravesar estos inmensos montes". Años después recordará con más detalle: "Las dificultades que tuvieron que vencer para el paso de las cordilleras sólo pueden ser calculadas por el que las haya pasado. Las principales eran la despoblación, la construcción de caminos, la falta de caza y sobre todo de pastos. El ejército arrastraba 10.600 mulas de sillas y carga, 1.600 caballos y 700 reses, y a pesar de un cuidado indecible solo llegaron a Chile 4.300 muías y 511 caballos en muy mal estado, habiendo quedado el resto muerto o inutilizado en las cordilleras. Dos obuses de a 6, y diez piezas de batalla de a 4, que marchaban por el camino de Uspallata, eran conducidos por 500 milicianos con zorras, y mucha parte del camino a brazo y con el auxilio de cabrestantes para las grandes eminencias. Los víveres para veinte días que debía durar la marcha, eran conducidos a mula, pues desde Mendoza hasta Chile por el camino de los Patos no se encuentran ninguna casa ni población y tiene que pasarse cinco cordilleras. La puna o soroche había atacado a la mayor parte del ejército, de cuyas resultas perecieron varios soldados, como igualmente por el intenso frío. En fin, todos estaban bien convencidos que los obstáculos que se habían vencido no dejaban la menor esperanza de retirada; pero en cambio reinaba en el ejército una gran confianza, sufrimiento heroico en los trabajos y unión y emulación en los cuerpos". Como se comprende, se debieron improvisar sobre la marcha toda clase de soluciones para facilitar el paso del Ejército por terrenos sumamente accidentados. Todavía se conserva como reliquia algun puente de piedra, construído por el ingenioso fraile patriota Beltran.
              Volvamos a nuestro mirador en la cumbre del Aconcagua. Desde ella podemos abarcar con un solo golpe de vista los caminos que siguieron dos de las principales columnas del Ejército de los Andes. Allá abajo, hacia el sur, por aquel desfiladero entre el Aconcagua y el Tupungato, por donde desagua el río Mendoza y circula en la actualidad la Ruta Internacional, ascendió fatigosamente la división mandada por Las Heras. Allá abajo, hacia el norte, en ese otro valle entre el Aconcagua y el Mercedario, surcado por las aguas cristalinas del río Los Patos, transitó el propio San Martín con O’Higgins, todo el estado mayor y la vanguardia patriota. Desde esta altura, sólo con catalejos habría sido posible distinguir las masas de los soldados y tropillas en movimiento. Al bajar de la Cordillera infligieron una aplastante derrota a los realistas, y Chile quedaba libre otra vez, aunque no asegurada su posición militar.
                   Hacia fines de 1817 ascendía por el camino de Uspallata un grupo de viajeros en mulas que se encaminaban a Santiago desde Mendoza. Entre ellos iba un joven de tez oscura y mirada penetrante, aunque ladina. Sus ojos no se maravillaban por el imponente paisaje montañoso, pues había vivido y guerreado en el Alto Perú. Tampoco lo afectaba, como a otros, el soroche o mal de Puna. Se había habituado a las grandes alturas en su juventud, aunque el brusco ascenso desde Mendoza, población ubicada a escasos metros sobre el nivel del mar, lo sofocaba ligeramente. Conocía de sus tiempos en Chuquisaca, Potosí y La Paz el mejor de los remedios: la hoja de coca, legado de los Incas, aliviadora infalible de los síntomas ocasionados por la falta de oxígeno y el descenso de la presión atmosférica; pero no pudo conseguir este bálsamo en Cuyo. El grupo había dejado atrás la parada de Villavicencio, más que rudimentaria, y tambien el modestísimo caserío de Uspallata con su iglesita ruinosa y su verde valle alfombrado de pastura. Siguieron ascendiendo día tras día al costado del río que orillaban grandes barrancos y escarpadas laderas. Las montañas se iban haciendo más y más altas, el aire más frío, las pendientes más acusadas. Ya no se veía vegetación, salvo en unos pocos parajes abrigados y bien irrigados por manantiales, donde se formaban pequeñas vegas, ideales para que las mulas repusieran sus fuerzas. Las laderas empezaban a estar manchadas de nieve: restos de una tormenta reciente. Al costado de la senda, una enorme peña coronada por una cruz marcaba el sitio en que había quedado aplastado, por un derrumbe, un peón de los que hacían el mantenimiento del camino. Los arrieros se santiguaron. Poco más adelante estaba Punta de Vacas, desde donde ya podía distinguirse la magnífica silueta del Tupungato; allí había un refugio de piedra y una nueva y forzosa parada. El camino seguía ascendiendo, sembrado de cruces de los innumerables viajeros muertos, víctimas de los repentinos temporales. Tambien blanqueaban los huesos de numerosos animales del Ejército patriota. Se llegaba al fin a Puente del Inca: singular estructura rocosa producida por un desmoronamiento y socavada en su base por las aguas del río. A poca distancia de allí los arrieros señalaron la montaña que se alzaba a la derecha, cuya toponimia indígena –Acón Kauac- tenía un significado más que expresivo: el Centinela de Piedra. Al fin se arribaba al refugio 159 159 miserable, al pie del último cerro que se debía repechar antes de Chile. Nueva parada y un ascenso infernal hasta rondar los cinco mil metros de altitud. Ese era el punto más alto del trayecto. Un refugio de ladrillo y techo abovedado, fuertemente apuntalado para resistir el peso de la nieve, salvaba al viajero de las tempestades y el frío, aunque la gran altitud hacía muy difícil conciliar el sueño, ocasionando apnea. Desde allí era todo bajada. Chile se extendía ante los ojos, siguiendo el curso del río cristalino que más adelante fluía entre cascadas de blancos penachos, ahora en dirección opuesta, hacia el Pacífico, porque se había traspasado la divisoria continental de las aguas. Se dejaba atrás la enorme sequedad mendocina y se ingresaba en las quebradas llenas de vegetación y los valles lujuriosos. Pero antes era preciso descender por una cuesta muy difícil, cubierta de nieve espesa, siguiendo los violentos zig zags del camino de mulas. Mientras bajaba, el joven viajero no podía ocultar su emoción. Iba al encuentro de los hombres que acababan de realizar la gran proeza libertadora: el triunfo de Chacabuco, expulsando por segunda vez a los españolistas. Volvía, después de una forzada ausencia, al júbilo, al peligro, a la adrenalina de las luchas sudamericanas. Quizás por el mal de altura, quizás por su agitación interior, tenía deseos de llorar. Otro refugio en Calaveras, otro más –el último- en Ojo de Agua. Ya el paisaje era esplendoroso, vivo el verdor, altos y floridos los árboles. Arroyos y riachos se descolgaban de las alturas. De pronto, una escena siniestra.
              ―¿Qué son esos huesos amontonados en aquel desfiladero?, preguntó el joven. Uno de sus acompañantes le respondió:
              ―Una guardia de godos que quiso resistir al Ejército de Los Andes. Los cóndores se ocuparon de ellos. ¡Qué le va a hacer, doctor Monteagudo! Así es la guerra.
               El joven Monteagudo –ahora un poco envejecido por los disgustos del exilio- se encogió de hombros:
               ―¿Eran españoles? Lo tienen merecido.