Por
Javier Garin.
1)
Nacionalismo
versus universalismo en el antiguo Israel
Toda la
historia del antiguo Israel se encuentra marcada por la tensión entre
nacionalismo y universalismo.
Estas dos
orientaciones antagónicas del espíritu judío impregnan las sagradas escrituras,
plagadas de textos contradictorios que confrontan entre sí.
El
antiguo nacionalismo judío, de naturaleza político-religiosa, pero también con
una fuerte base racial, es un fenómeno tan notable que no exageraríamos si atribuyéramos a los judíos la partida de nacimiento
del nacionalismo fanático que ha infestado el mundo con sus guerras,
crueldades y atrocidades hasta el presente.
No es
casual que la aparición de los Estados nacionales en Europa se haya producido
en consonancia con el redescubrimiento y revalorización del Antiguo Testamento
gracias a Lutero y los protestantes.
El
nacionalismo exclusivista de base racial del judaísmo antiguo -que proclama a
Israel el pueblo elegido, que recibe de Dios terribles mandatos de exterminio contra
los pueblos enemigos, a los cuales se debe pasar a degüello inmisericorde, que
prohíbe el matrimonio con no judíos y que adopta toda clase de normas para
asegurarse mantener a los judíos aparte de los otros pueblos en sus costumbres,
sus hábitos alimentarios, sus rituales de circuncisión, sus prohibiciones de
contaminación, etc.- tiene orígenes históricos precisos y comprensibles, en los
que se trasuntan las fantasías
compensatorias de un pueblo pobre, amenazado y con frecuencia sometido por
imperios vecinos mucho más poderosos.
A su vez,
el universalismo judío aparece también como una reacción frente a la situación
de precariedad y amenaza permanente en que sobrevivía el pueblo judío,
vinculado a la dispersión geográfica y a la necesidad de insertarse en el mundo.
Desde la
invasión asiria, una parte del pueblo judío dejó de habitar la tierra de David,
y en la época de Jesús, la mitad aproximada de la población judía mundial vivía
fuera de Israel, formando colonias en Persia, Siria, el Asia Menor, las islas
del mar Egeo, Chipre, Alejandría y Roma. Los judíos fuera de Judea estaban más
o menos integrados a las sociedades en que vivían; tenían sus sinagogas y
acogían en ellas a muchos paganos incircuncisos, a quienes se conocía con el
nombre de “hombres temerosos de Dios”,
porque se acercaban a Jehová sin ser judíos y sin convertirse plenamente.
Había, pues, ya antes del cristianismo, un proselitismo judío muy intenso entre
los paganos.
La lamentación permanente por las “diez
tribus perdidas de Israel”, el exilio babilónico, la invasión helenística y
luego romana, la fundación del reino nacionalista de los Macabeos, la erección
del Segundo Templo por Herodes el Grande con la finalidad de restablecer en Jerusalén
el centro del judaísmo, las tentativas de diversos gobernantes por quebrantar
la identidad judía para someterlos, desde Antíoco IV Epífanes -que pretendió
erradicar sin éxito la religión judía- hasta el propio Herodes- quien a la par
que reedificaba el templo intentaba “helenizar” a los judíos para hacerlos más
manejables-: todo ello constituye el marco en que se desarrolla un judaísmo tensionado
entre la reivindicación nacionalista y la aspiración de universalidad.
Los
otros pueblos reconocían a los judíos una espiritualidad profunda, y varios
historiadores romanos dan cuenta de que éstos habían conseguido convencer a las
otras naciones del Mediterráneo oriental de que tenían una comunicación
especial con Divinidad y una misión mesiánica. Dice Tácito: en su “Historia, 1;
V, número 13: “Era universal la creencia en antiguas profecías, según las
cuales el Oriente iba a prevalecer, y que de la Judea saldrían los señores del
mundo”. Suetonio, en la “Historia de Vespasiano”, IV, afirmaba: “ Todo el
Oriente resonaba con la antigua y constante opinión de que el destino había
decretado que, en esta época, la Judea daría señores al Universo.”
Para los nacionalistas judíos, Dios había prometido un Mesías nacionalista que no sólo liberaría a Israel del yugo extranjero sino que sometería a todas las otras naciones a la dominación israelí, poniendo a sus enemigos como "estrado de sus pies". Para los universalistas judíos de la escuela de Hilel o de las sinagogas fundadas en ciudades paganas y acostumbradas a convivir con los no judíos, la idea era muy diferente: el Mesías redimiría a los judíos y a toda la Humanidad, y la misión mesiánica del pueblo de Israel no consistía en dominar a los otros pueblos, sino en revelarles el conocimiento del único Dios verdadero. Jesús pertenecía a esta tendencia antinacionalista y universalista, y sus seguidores así lo pusieron de manifiesto al adoptar, mucho tiempo después, la palabra católico, que significa universal.
2)
Las “cuatro
sectas filosóficas” según Flavio Josefo.
Esta
tensión atraviesa toda la sociedad judía en tiempos de Jesús y se expresa
también en lo que Flavio Josefo, en “Antigüedades judías”, ha llamado las
“escuelas o sectas filosóficas” de pensamiento judío.
No se
trata de verdaderas corrientes de pensamiento, como las había en el mundo
grecorromano, sino de expresiones del fenómeno sectario y de la aguda lucha de
clases que corroía una sociedad profundamente dividida.
La contienda
política y social, dado el carácter profundamente religioso del pueblo judío, y
su constitución como teocracia, debía forzosamente expresarse como pelea de
sectas e interpretaciones religiosas.
Nos dice Flavio Josefo al respecto: “Desde muy antiguo había entre los judíos tres sectas filosóficas
nacionales: la de los esenios, la de los saduceos y la tercera que se
denominaba de los fariseos.”
La
clase alta sacerdotal y oligárquica, en estrecha alianza con la monarquía
herodiana y con el dominador romano, eran los saduceos. Flavio Josefo los
define así:
“Los
saduceos enseñan que el alma perece con el cuerpo; y se limitan a la
observancia de la ley. A su juicio es una virtud discutir con los maestros que
se consideran sabios. Su doctrina sólo es seguida por un pequeño número, aunque
son los primeros en dignidad. No realizan acto especial ninguno; si alguna vez
llegan a la magistratura, contra su voluntad, y por necesidad, se atienen a las
opiniones de los fariseos, ya que el pueblo no toleraría otra cosa.”
Los Sumos
Sacerdotes se pretendían descendientes de Sadoc, que fue el primero de ellos.
Poco a poco, después del exilio de Babilonia, el Sumo Sacerdote fue adquiriendo
mayor relevancia política. Bajo el reinado de Herodes y de los romanos, el Sumo
Sacerdote era nombrado y destituido por el rey o el gobernador romano, y para
asegurarse su sujeción, las vestiduras ceremoniales eran guardadas por la
autoridad política. Hubo 28 Sumos Sacerdotes entre los años 37 a C y 70 dC.,
que conformaban una rígida aristocracia sacerdotal, la cual, además de poseer
poder y riquezas, ejercía sus funciones litúrgicas y su control sobre el Templo
de Jerusalén. El Sumo Sacerdote, cuyo cargo era de duración anual, pero renovable, era el único que podía acceder al Sancta
Sanctorum del Templo una vez al año para el Yom Kippur. Así como las sinagogas eran la sede del poder de los fariseos, el Templo de Jerusalen lo era de los saduceos. La familia de Anás, suegro de Caifás, ocupó el sumo sacerdocio durante buena parte de los años precedentes a la destrucción del Templo.
Los saduceos aprovechaban su elevada posición para acaparar negocios y acumular riquezas. Todas las actividades del Templo con sus complejos rituales, sus sacrificios de animales que eran vendidos en las inmediaciones del mismo Templo, les eran provechosas. El impuesto que se debía pagar para acceder a los beneficios del Templo no sólo proveía de recursos directos sino también indirectos, pues los judíos venidos de todas partes del mundo, con multiplicidad de monedas, debían cambiarlas con los cambistas que tenían sus mesas de dinero junto a los vendedores de animales sacrificiales. Sin duda, para acceder a convertirse en uno de los mercaderes del Templo a que aluden los Evangelios era indispensable tener una buena “palanca” saducea: tales comerciantes eran invariablemente parientes y protegidos de las familias saduceas, y proveían, en calidad de coimas o contribuciones, cuantiosos aportes con los cuales el aspirante a Sumo Sacerdote podía comprar su cargo anual a las autoridades romanas. Además, a ellos les estaban confiadas actividades muy lucrativas, como la percepción de los tributos, actividad que delegaban en los repudiados y miserables “publicanos”, de baja condición.
Esta
confusión entre los intereses privados de los saduceos y el manejo público del
Templo y de importantes resortes del Estado, como el tribunal del Sanedrín –cuyo
control compartían con los fariseos-, aparece expresada por el hecho de que el
Sumo Sacerdote emérito y presidente del Sanedrín, Anás, suegro de Caifás, tenía una cárcel en su casa, adonde llevaba a los
revoltosos, y en la que fue encerrado Jesús mientras él terminaba de cenar.
Allí mismo los prisioneros eran interrogados y sometidos a torturas, pared de
por medio de la residencia familiar de Anás.
Se
comprende, entonces, que la intervención de Jesús echando a los mercaderes a
latigazos y arrojando sus mercaderías y monedas al suelo, no fue un simple acto
de enojo ante un ultraje religioso, sino un ataque directo a la clase de los
saduceos, al cuestionar su manejo del Templo y perjudicar los negocios de sus comerciantes
protegidos.
El
principal interés de los saduceos era la conservación del orden religioso,
político y social. Sus riquezas, privilegios y hasta su misma existencia,
dependían del favor de los romanos. Y para merecer ese favor necesitaban
ofrecer a los romanos un ambiente de tranquilidad social y estabilidad, toda
vez que la Tierra Prometida era desde siempre un territorio de abundantes y
frecuentes convulsiones.
Cuando el
Sumo Sacerdote Caifás, cerebro de la captura y posterior ejecución de Jesús, sostiene
su tesis –harto repetida por gobiernos y oligarquías de todos los tiempos- de
que “es preferible que muera un hombre y no que perezca el pueblo” - argumento conocido
como “la razón de estado”-, en realidad está expresando que la actividad
proselitista de Jesús podría llegar a comprometer, en algún momento, si no se
lo detenía a tiempo, la tambaleante estabilidad de la sociedad judaica, lo que,
en su visión, traería aparejada la represión romana contra los judíos, o cuando
menos –pero no por eso menos importante- la pérdida de los privilegios saduceos
por su inoperancia en garantizar el único servicio que el Imperio romano
esperaba de ellos: la paz social.
Los
saduceos no creían en la inmortalidad del alma, ni en resurrección ni en ángeles,
y ello se debe a que eran seguidores literales de la Torá y no admitían la
autoridad de los profetas ni ninguna de las adiciones de la evolución posterior
de la religión judía. Desdeñaban las enseñanzas y reglas instituidas por los
fariseos y atribuidas a la “tradición”, pues reconocer estas fuentes de fe y de
derecho equivalía a dar a los fariseos un poder que ellos pretendían reservado a
sí mismos. No obstante, estaban obligados a contemporizar con los fariseos,
debido a la enorme popularidad de estos últimos. Además de estas razones
políticas, existían razones meramente sociales para sus posturas religiosas.
Como dominantes oligárquicos con acceso a bienes y los goces de la vida mundana,
los saduceos habían adoptado una visión epicúrea; pensaban que los placeres
deben disfrutarse en esta vida, pues no hay otra, y desdeñaban toda forma de
ascetismo.
Los Fariseos
eran, por el contrario, la secta de mayor arraigo y simpatía entre la población.
Con el tiempo pasarían a constituir todo el judaísmo, pues los rabinos del
Talmud se reconocen como sus descendientes. Pero en aquellos años no expresaban
más que una parte del pueblo judío, si bien la más numerosa. No constituían una
masa uniforme: estaban divididos en escuelas y corrientes diversas, aunque sin
duda no eran el conjunto de hipócritas, mentirosos y ladinos personajes que nos
pintan los Evangelios, escritos cuando ya estaba avanzado el proceso de
separación del cristianismo respecto del judaísmo. Que el principal blanco de los ataques de
Jesús resulten ser precisamente los fariseos, no debe llamarnos a engaño, pues la confección de los Evangelios coincide
con la puja creciente entre los judíos seguidores de Jesús –llamados
“judeocristianos”- y los fariseos anticristianos que pronto darían lugar al
judaísmo rabínico.
De hecho, Pablo se declaraba
abiertamente fariseo, y muchos estudiosos opinan que Juan el Bautista y Jesús
formaban parte de un movimiento renovador dentro del fariseísmo, cercano a las enseñanzas
del gran maestro fariseo Hilel. Hace muchas décadas ha quedado descartada la
hipótesis, popular en el siglo XIX, de que Jesús hubiese pertenecido a la secta
esenia. Hoy parece indudable para muchos estudiosos, que por su formación y
pensamiento habría sido un reformador fariseo, opinión que no compartimos.
Dice
Flavio Josefo: “Los fariseos viven parcamente, sin acceder en nada a los
placeres. Se atienen como regla a las prescripciones que la razón ha enseñado y
transmitido como buenas, esforzándose en practicarlas. Honran a los de más
edad, ajenos a aquella arrogancia que contradice lo que ellos introdujeron. A
pesar de que enseñan que todo se realiza por la fatalidad, sin embargo no
privan a la voluntad del hombre de impulso propio. Creen que Dios ha templado
las decisiones de la fatalidad con la voluntad del hombre, para que éste se
incline por la virtud o por el vicio. Creen también que al alma le pertenece un
poder inmortal, de tal modo que, más allá de esta tierra, tendrá premios o
castigos, según que se haya consagrado a la virtud o al vicio; en cuanto a los
que practiquen lo último, eternamente estarán encerrados en una cárcel pero los
primeros gozarán de la facultad de volver a esta vida. A causa de todo esto
disfrutan de tanta autoridad ante el pueblo que todo lo perteneciente a la
religión, súplicas y sacrificios, se lleva a cabo según su interpretación. Los
pueblos han dado testimonio de sus muchas virtudes, rindiendo homenaje a sus
esfuerzos, tanto por la vida que llevan como por sus doctrinas.”
Como
puede notarse a simple vista, sus doctrinas eran muy semejantes a las
sostenidas por Jesús y los cristianos primitivos. Jesús aparece como cuestionador
de ciertos aspectos del fariseísmo dominante, como el rígidos formalismo, el legalismo
y el cumplimiento compulsivo de rituales de todo orden, pero no aparece como un
enemigo de todas las doctrinas fariseas ni mucho menos. Una de las críticas de
Jesús contra los fariseos coincide curiosamente con los reproches que hacían
los saduceos: que aquellos, con su tradición y sus reglas interpretativas,
habían distorsionado la Ley. Dice Jesús que el fariseísmo
introdujo mandamientos de hombres en vez de los mandamientos de Dios.
Dentro
del fariseísmo había dos escuelas de gran vigor contemporáneas a Jesus: la Casa de Hilel y la Casa de Shamai, que seguian
a dos rabinos rivales. Ambas escuelas compartían la fe en la Torá, los preceptos
relacionados al Templo y los sacrificios, la forma de fijar las festividades
del calendario y la creencia en la
inmortalidad del alma y en la resurrección de los muertos, pero diferían en
muchas interpretaciones de la Halajá, es decir, del conjunto de reglas judías elaboradas
por el movimiento fariseo a partir de la Torá (escrita) y de la tradición oral,
que incluye 613 minuciosos “mitzvot” o mandamientos. Se puede caracterizar a
estas dos Casas o escuelas como dos partidos dentro del fariseísmo: Hilel
representaba los sectores más liberales, compasivos y dispuestos a una apertura; Shamai era
el preferido de los conservadores, ortodoxos y cerrados.
Es de señalar que entre los saduceos y los fariseos existía una pugna sorda que en algunos momentos de la historia anterior había sido tremendamente sangrienta. Bajo el reinado de a Alejandro Janneo, éste, apoyado por los saduceos, reprimió cruelmente las sublevaciones fariseas, matando a dos mil en una sublevación, ocho mil en otra y cincuenta mil en una tercera. Finalmente, crucificó a tres mil fariseos después de haberlos obligado a ver cómo degollaba a sus mujeres y sus hijos. Los reyes posteriores restablecieron a los fariseos, y los que eran particularmente inteligentes, como Herodes, aprovechaban la rivalidad entre saduceos y fariseos para fortalecer a un grupo y debilitar al otro según les conviniera. En tiempos de Jesús, saduceos y fariseos de clase alta habían arribado a un modus vivendi mutuamente conveniente, pero los fariseos pobres odiaban yd espreciaban furiosamente a los saduceos.
El
tercer grupo mencionado por Flavio Josefo no era numéricamente importante,
constituía una ínfima minoría, pero se hacía notar por su fuerte valor
simbólico y su fama de santidad: los esenios. Entre las muchas objeciones que
pueden plantearse al intento decimonónico de emparentar a Jesús con esta secta,
resalta el hecho de que Jesús defendía la importancia de la participación en la
vida social mientras que los esenios se consideraban a sí mismos por completo
apartados del mundo. Mientras Jesús se mezclaba con los pecadores, los esenios
se autosegregaban para evitar toda contaminación; mientras Jesús defendía
el matrimonio y reivindicaba a las mujeres, los esenios practicaban el celibato
y eran profundamente misóginos. Más bien se asemejan a los posteriores
anacoretas y monjes medievales y no al Jesús predicante que recorre los caminos
llevando la buena nueva entre publicanos y prostitutas.
“Los
esenios –dice Flavio Josefo- consideran que todo debe dejarse en las manos de
Dios. Enseñan que las almas son inmortales y estiman que se debe luchar para
obtener los frutos de la justicia. Envían ofrendas al Templo, pero no hacen
sacrificios, pues practican otros medios de purificación. Por este motivo se
alejan del recinto sagrado, para hacer aparte sus sacrificios. Por otra parte
son hombres muy virtuosos y se entregan por completo a la agricultura. Hay que
admirarlos por encima de todos los que practican la virtud, por su apego a la
justicia, que no la practicaron nunca los griegos ni los bárbaros, y que no es
una novedad entre ellos, sino cosa antigua. Los bienes entre ellos son comunes,
de tal manera que los ricos no disfrutan de sus propiedades más que los que no
poseen nada. Hay más de cuatro mil hombres que viven así. No se casan, ni
tienen esclavos, pues creen que lo último es inicuo, y lo primero conduce a la
discordia; viven en común y se ayudan mutuamente. Eligen a hombres justos
encargados de percibir los réditos y los productos de la tierra, y seleccionan
sacerdotes para la preparación de la comida y la bebida.”
El
descubrimiento de los Rollos del Mar Muerto y las excavaciones arqueológicas
del sitio de Qunram, que se considera un asentamiento de la comunidad esenia,
consolidan la idea de que se trataba de comunidades de fieles varones, misóginos,
apartados del mundo, seguidores de un antiguo "Maestro de Justicia", profesantes del desprecio del cuerpo y precursores de las órdenes monásticas.
En tiempos en que Jesús y su pariente Juan el Bautista eran niños, cobró
ímpetu un cuarto grupo, que es en realidad una corriente dentro del fariseísmo:
los zelotes. El primer líder destacado de este grupo, Judas, era también de
Galilea y provocó serias convulsiones sociales. Dice Flavio Josefo: “Sus
seguidores imitan a los fariseos, pero aman de tal manera la libertad que la
defienden violentamente, considerando que sólo Dios es su gobernante y señor.
No les importa que se produzcan muchas muertes o suplicios de parientes y
amigos, con tal de no admitir a ningún hombre como amo. Puesto que se trata de
hechos que muchos han comprobado, he considerado conveniente no agregar nada
más sobre su inquebrantable firmeza frente a la adversidad; no temo que mis
explicaciones sean puestas en duda, sino que al contrario temo que mis
expresiones den una idea demasiado débil de su gran resistencia y su
menosprecio del dolor. Esta locura empezó a manifestarse en nuestro pueblo bajo
el gobierno de Gesio Floro, durante el cual, por los excesos de sus violencias,
determinaron rebelarse contra los romanos.”
Eran
rebeldes nacionalistas, expresión renovada del antiquísimo nacionalismo judío,
y se distinguían por la apelación al uso de la violencia. Aunque el fundador de
este movimiento, Judas el Galileo, logró sacudir la región con una prédica
subversiva -que reclamaba la soberanía de Dios, rechazaba el Imperio Romano y
negaba el pago de tributos-, ese primer alzamiento terminó con dos mil judíos crucificados,
preanunciando todos los fracasos posteriores de los zelotes, que llevarían al
pueblo de Israel al precipicio. Flavio Josefo es especialmente duro con este grupo
ya que los responsabiliza del fatal alzamiento judío que culminó con la destrucción
del Templo por los romanos en el año 70 de nuestra era. Entre sus prácticas se
contaban los atentados de diversa índole, incluyendo los asesinatos individuales
de romanos llevados adelante por expertos manejadores de la “sica”, una pequeña
daga de la que se deriva el nombre de sicario.
Un punto en
que el movimiento zelote se aproxima a Jesús es su reivindicación de los pobres
y humillados. Entre los seguidores de Jesús hubo zelotes y también se nos
cuenta en los propios Evangelios que algunos de los discípulos., como Pedro en
el huerto de los Olivos, estaban armados. Sin embargo, Jesús no predicó jamás
el nacionalismo estrecho de los zelotes ni propugnó el uso de la fuerza. La trágica experiencia de su paisano Judas el
Galileo debió impresionar fuertemente a Jesús, convenciéndolos de la inutilidad
e inconveniencia de la lucha violenta e inclinándolo a abrazar un acendrado
pacifismo.
Constantemente los adversarios de Jesús intentaban emparentarlo con Judas el Galileo, y pretendían comprometerlo en el rechazo de la autoridad romana y del pago de los tributos: trampas que Jesús habitualmente eludía con éxito.
Por fuera
de estos grupos políticos, sociales y religiosos más o menos organizados, una
parte del pueblo vivía sumida en la miseria y la ignorancia, producto de su
profundo sometimiento: se los llamaba “Am haaretz”, “la gente de la tierra”, y
eran campesinos pobres, esclavos y proletarios. Hacia ellos se dirigen algunas
de las prédicas de los primitivos cristianos, como lo muestra la Epístola de
Santiago, el hermano de Jesús.
3)
Juan
el Bautista, Jesús y la quinta secta judía
Aunque
Flavio Josefo no menciona a los seguidores de Jesús como una secta judía
diferenciada de las restantes, hay razones para afirmar que Jesús no pertenecía
a ninguna de las cuatro sectas existentes, sino que se propuso fundar un
movimiento diferenciado dentro del judaísmo de su tiempo.
Los
argumentos de quienes aseveran que Jesús no quiso fundar ninguna nueva religión
sino reformar el judaísmo parecen sólidos y se sustentan en claros pasajes
evangélicos, teniendo a su favor la interpretación misma de los primeros
cristianos, a quienes más tarde se denominaría “judeocristianos”.
No
obstante, es indudable que, sin romper con el judaísmo de que era fiel
creyente, Jesús sí se propuso constituir una secta o escuela independiente, que
cuestionaba y controvertía algunas de las creencias sustentadas por las
restantes sectas. Seguía en esto los pasos de Juan el Bautista, de quien
podemos legítimamente considerarlo un discípulo superador.
Como los
zelotes, reivindicaba a los pobres contra los ricos, y en ello se distinguía
claramente de los saduceos libertinos y de los fariseos opulentos. Como los
fariseos, creían en la inmortalidad del alma y la resurrección, y rechazaba el
materialismo epicúreo de los saduceos. Como los saduceos, cuestionaba el obsesivo
ritualismo fariseo y su tendencia a instituir “mandamientos de hombres”. Como
los esenios, veía con buenos ojos la comunidad de bienes y el desprecio de las
riquezas. Pero las diferencias que mantenía con cada uno de estos grupos son
tantas y tan profundas que es lícito sostener que formaba parte de un quinto
movimiento naciente, cuyas características principales eran: la creencia en la
inmortalidad del alma, la esperanza mesiánica, la visión apocalíptica, el
rechazo de las riquezas, la reivindicación de las mujeres, la exaltación de los
pobres, el rechazo del mercantilismo del templo, la defensa del matrimonio, la
inserción social plena en vez del apartamiento, la prédica utópica del reino de
los cielos, la condenación de la violencia, el desprecio por el poder temporal. Las doctrinas de Jesús aparecen como expresión de un espiritualismo que no obstante no
rechaza ni contrapone lo corporal, y una religiosidad que no renuncia a
modificar la realidad social pero desconfía profundamente del Estado, una
suerte de anarquismo que busca liberar al hombre de las cadenas de las falsas
creencias, la idolatría y el culto al dinero y al poder.