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sábado, 29 de agosto de 2020

LA MUJER QUE ESCANDALIZÓ AL BUENOS AIRES VIRREINAL, por Alberto Lettieri



Por Alberto Lettieri 




La “Perichona”, Anita Perichón o Marie Anne Périchon de Vandeuilnació en 1775 en la Isla de Reunión, un dominio colonia francés en el Océano Indico. Su familia acomodada la casó, siendo muy joven con Thomas O’Gorman, un promisorio oficial irlandés al servicio de Francia. Poco después, en 1797, el matrimonio se estableció en Buenos Aires, donde el tío de su marido,  el médico Miguel O’Gormanya residía y había sido el creador del Protomedicato, institución que regulaba las prácticas de salubridadThomas –ahora devenido en Tomás- no perdió el tiempo, y compro tierras próximas a Buenos Aires. 

Las cosas marchaban muy bien para la feliz pareja, hasta que Tomás fue encarcelado en Luján tras la Reconquista de la Ciudad, para luego tener que exiliarse en Río de Janeiro. Su esposa decidió no acompañarlo y quedarse en Buenos Aires para convertirse en la amante de Santiago de Liniers, otro francés, héroe de la gesta, y designado Virrey por el Cabildo de la Ciudad. 

El historiador, también francés, Paul Groussac, relata que el 12 de agosto de 1806, mientras Liniers avanzaba al frente de su columna victoriosa por la calle San Nicolás –hoy Corrientes-, cayó a sus pies, en su homenaje, un pañuelo perfumado y bordado. Liniers lo recogió con su espada, y al mirar a la multitud para saber quién le había hecho el presente, se encontró con el rostro iluminado de Anita. Ese fue el origen mítico de una relación apasionada, que escandalizó y provocó toda clase de comentarios en esa Gran Aldea, moralista e hipócrita.  

Para los códigos de la época, una mujer de 31 años era considerada una mujer que debía respetar ciertas normas de urbanismo y recato, más aún estando casada y siendo extranjera, y que, según dejó trascender otro historiador, Vicente Fidel López, había sido amante del General invasor, Wiliamo Beresford, lo cual –accesoriamente- la había rodeado de sospechas sobre su condición de espía inglesa. 

La proximidad con la Perichona le permitió descubrir a Liniers un mundo de placeres y diversiones que hasta entonces había ignorado. Su amante administraba un burdel al que asistían los sectores más acomodados de la sociedad, tanto nativos como extranjeros, donde no sólo se practicaba una sexualidad “europea”, sino que también era generoso el consumo de alcohol, la práctica de juegos de naipes en los que se apostaban altas sumas y, naturalmente, la negociación política. 

Un poco en sorna y otro poco por envidia, Anita fue denominada por entonces “La Virreyna”. Habitaba en concubinato la casa del Virrey, y transitaba las calles porteñas a caballo, vestida con uniforme militar y rodeada de una escolta oficial. Mientras que para los sectores populares resultaba un factor de atracción, para la elite –y sobre todo para las mujeres de la élite-, la indignación no reconocía límites. 

Cuando Napoleón invadió España, en 1808, y por medio de la “Farsa de Bayona” terminó designando como Rey español a su hermano José Bonaparte –el simpático “Pepe Botella”, en atención a su afición permanente a la bebida-, tanto Liniers como la Perichona fueron sospechados como potenciales cómplices o aliados del Gran Corso. El Virrey siguió los consejos de Maquiavelo, sobre todo aquél que aseguraba que la moral y la política transitaban por caminos paralelos y, dispuesto a defender su “buen nombre y honor” rompió el vínculo con su amante y la acusó de organizar tertulias de conspiradores en su casa. Inmediatamente la deportó a Río de Janeiro, cual ángel de la guarda súbitamente interesado en la reunión de su amante con su marido Tomás O’Gorman. Pero Anita tenía un espíritu indomable y, una vez en territorio brasileño, reinició sus tertulias, plagadas de rioplatenses, portugueses y británicos que complotaban contra el héroe de la Reconquista. 

La Perichona, como siempre, combinaba el trabajo con el placer, por lo que lejos de restablecer el vínculo filial con su marido, convirtió en su protector y amante a Lord Strangford, el embajador británico en Río de Janeiro. 

Sin embargo, poco después comenzó a caer en desgracia, al perder la protección de Strangford, y fue deportada del Brasil en un buque inglés. Las autoridades de Montevideo y de Buenos Aires rechazaron su desembarco, y sólo pudo retornar a Buenos Aires una vez producida la Revolución de Mayo, gracias a un decreto de la Junta que dispuso que “madame O’Gorman podría bajar a tierra con la condición de que no se estableciera en el centro de la ciudad, sino en la chacra de La Matanza, donde debía guardar circunspección y retiro”.

Allí la frenética animadora de las tertulias porteñas y paulistas pasó los últimos treinta años de su vida prácticamente recluida. Las noticias que recibía no eran generalmente estimulantes, ya que desde su estancia de La Matanza debió tomar conocimiento de dos ajusticiamientos de personas de su proximidad: el ex Virrey Santiago de Liniers, su antiguo amante, y Camila O’Gorman, su nieta y heredera de su espíritu rebelde. Algo demasiado peligroso en una sociedad donde la libertad siempre supuso una cualidad que despierta sospechas y sanciones.    

jueves, 16 de julio de 2020

El renunciamiento de Evita, por Alberto Lettieri




Por Alberto Lettieri


Entre el 22 y el 31 de agosto de 1951 se produjo el célebre “renunciamiento” de Evita. Para los más de dos millones de participantes del Cabildo Abierto del Justicialismo organizado por la CGT el 22 de agosto, la velada renuncia de Evita a la candidatura a la vicepresidencia propuesta por la CGT, bajo el lema “Juan Domingo Perón-Eva Perón – 1952-1958, la fórmula de la patria” tuvo un efecto devastador.
Una especie de baño de realidad que revelaba con toda su crudeza a los ojos de las grandes mayorías populares que el poder de veto que conservaban aquellos sectores que tradicionalmente se habían auto-proclamado como dueños de la Argentina se mantenía intacto. Para Juan Domingo Perón, y para el régimen democrático, en cambio, el renunciamiento de Evita se presentaba como la prenda de paz que prometía aflojar las tensiones y garantizar la continuidad de la vida institucional en nuestro país. Aunque tales expectativas se revelarían como ingenuas rápidamente. 
Abrumada por la impotencia y la enfermedad, que soportaba heroicamente en silencio, para postergar el sufrimiento que inevitablemente invadiría a sus “descamisados”, Evita solicitó unos días más a la multitud anhelante para comunicar lo que finalmente sería su “irrevocable decisión” de renunciar al honor conferido por los trabajadores y el pueblo de su patria, en un sentido discurso transmitido por la cadena nacional de radiodifusión, el 31 de agosto de 1951:
“Ya en aquella misma tarde maravillosa que nunca olvidarán ni mis ojos y mi corazón yo advertí que no habría cambiado mi puesto de lucha en el Movimiento Peronista por ningún otro puesto.
Ahora quiero que el pueblo argentino conozca por mí misma las razones de mi renuncia indeclinable. En primer lugar declaro que esta determinación surge de lo más íntimo de mi conciencia y por eso es totalmente libre y tiene toda la fuerza de mi voluntad definitiva.
Porque el 17 de Octubre formulé mi voto permanente, ante mi propia conciencia: ponerme íntegramente al servicio de los descamisados, que son los humildes y los trabajadores; tenía una deuda casi infinita que saldar con ellos. Yo creo haber hecho todo lo que estuvo en mis manos para cumplir con mi voto y mi deuda. No tenía entonces, ni tengo en estos momentos, más que una sola ambición, una sola y gran ambición personal: que de mí se diga, cuando se escriba el capítulo maravilloso que la historia dedicará seguramente a Perón, que hubo al lado de Perón una mujer que se dedicó a llevar al presidente las esperanzas del pueblo y que, a esa mujer, el pueblo la llamaba cariñosamente Evita.”
Evita había ofrecido su tributo a su líder, a su compañero y a su hombre, respaldando una decisión antipática para el pueblo argentino, a los fines de evitar un baño de sangre.
Las circunstancias eran adversas y Perón había elegido el tiempo a la sangre para avanzar en el camino de la revolución nacional. ¿Cuál sería el precio a pagar por esa concesión, que podía ser leída tanto como una maniobra política efectiva y humanitaria cuanto como una demostración efectiva de los límites de la democracia y del modelo de justicia social en la Argentina de mediados del Siglo XX?
La respuesta sólo se conocería con el paso del tiempo. Pronto los sectores antipopulares demostrarían su desprecio por el pueblo argentino, a través del atentado en los subtes y el bombardeo de Plaza de Mayo. Claramente, el antiperonismo militante prefería la sangre antes que el tiempo. 
“Yo no soy más que una mujer del pueblo argentino –puntualizaba Evita ese 22 de agosto de 1951, una descamisada de la Patria, pero una descamisada de corazón, porque siempre he querido confundirme con los trabajadores, con los ancianos, con los niños, con los que sufren, trabajando codo a codo, corazón a corazón con ellos para lograr que lo quieran más a Perón y para ser un puente de paz entre el general Perón y los descamisados de la Patria.”
Para esas clases propietarias, Perón era la expresión de un orden peligroso, temido, pero orden institucional al fin. El referente de un Estado interventor y multiplicado que garantizaba la redistribución y la inclusión social de los desposeídos. Pero Evita… Evita era la esencia visceral de la revolución plebeya, de allí las pasiones enfrentadas que despertaba.  
“Ellos –la oligarquía, profetizaba Evita- no perdonarán jamás que el General Perón haya levantado el nivel de los trabajadores, que haya creado el Justicialismo, que haya establecido que en nuestra Patria la única dignidad es la de los que trabajan. Ellos no perdonarán jamás al general Perón por haber levantado todo lo que desprecian: los trabajadores, que ellos olvidaron; los niños y los ancianos y las mujeres, que ellos relegaron a un segundo plano.
Ellos, que mantuvieron al país en una noche eterna, no perdonarán jamás al general Perón por haber levantado las tres banderas que debieron haber levantado ellos hace un siglo: la justicia social, la independencia económica y la soberanía de la Patria.”
Para concluir: 
“Yo siempre haré lo que diga el pueblo, pero yo les digo a los compañeros trabajadores que así como hace cinco años dije que prefería ser Evita antes de ser la esposa del presidente, si ese Evita era dicho para calmar un dolor en algún hogar de mi Patria, hoy digo que prefiero ser Evita, porque siendo Evita sé que siempre me llevarán muy dentro de su corazón. ¡Qué gloria, qué honor, a qué más puede aspirar un ciudadano o una ciudadana que al amor del pueblo argentino!”
Evita y su renunciamiento. Una decisión excepcional en nuestra historia que terminó de instalarla, para siempre, en el corazón de su pueblo.

domingo, 5 de julio de 2020

Los orígenes de la prostitución en la Argentina moderna Por Alberto Lettieri



Por Alberto Lettieri 


Si bien la prostitución existió desde los tiempos coloniales en el Río de la Plata, su práctica se multiplicó en la segunda mitad del Siglo XIX, cuando se registró una inmigración masiva masculina que estableció una relación de 4 hombres por cada mujer mayores de 14 años. 
Este desequilibrio demográfico se combinó con la pre-existencia de una cultura sexual heterosexual, machista y conservadora, que confinó a las mujeres “decentes” al ámbito de lo privado.
La creciente demanda de servicios sexuales reclamada por los inmigrantes hacinados y sedientos de sexo favoreció la proliferación de cafishios, amparados por la institución policial y la justicia de la época. Los burdeles y explotadores de mujeres eran abastecidos por una red de trata de mujeres que conseguía a sus víctimas en diversos lugares de Europa, principalemente, a través de promesas de casamientos o matrimonios que celebraban los propios traficantes con nombres falsos. Una vez llegadas a destino, las mujeres –sin conocimiento del idioma ni amparo alguno-, eran obligadas a ejercer la prostitución, estableciéndose un circuito de rotación que incluía a todo la América Latina.
Si bien desde la moralina social se sacralizaba la familia nuclear y se condenaba el comercio sexual, en la práctica las condiciones de desequilibrio entre hombres y mujeres lo potenciaba constantemente. Eran pocos los matrimonios por entonces, sobre todo celebrados en los segmentos de las clases medias y altas. Buenos Aires era una especie de Nueva Babilonia, donde se escuchaba multiplicidad de lenguas y los vínculos sociales y afectivos eran subordinados a intereses económicos individuales. Los inmigrantes querían “Hacer la América” y ya tenían sus novias o esposas en sus lugares de origen, por lo que sólo aspiraban a obtener dinero para enviar a sus familias o bien ahorrarlo para el momento de su retorno. Aunque el éxito, a menudo, no los acompañara. 
En los ámbitos rurales, las mujeres indígenas a menudo estaban obligadas a su ejercicio y eran muy codiciadas por los consumidores blancos. A diferencia de sus congéneres blancas, las indígenas tenían un grado de libertad sexual mucho mayor, ya que no practicaban la monogamia ni existía, en general, un orden patriarcal estricto. Las mujeres indígenas actuaban por su cuenta, elegían a sus clientes y eran mucho más cuidadosas en su arreglo personal y la utilización de adornos que las prostitutas blancas urbanas, que eran sometidas a jornadas inagotables de trabajo por sus explotadores para incrementar sus beneficios. 
En el caso de las mujeres indígenas, era frecuente la práctica de la bisexualidad, y también contaban con mayor capacidad de decidir sobre el curso de sus embarazos, al no estar sometidas a los mandatos culturales de la Iglesia Católica. 
La situación de las mujeres blancas criollas y blancas que no pertenecían a las capas medias era desoladora. Sus posibilidades de trabajo se limitaban a tareas de limpieza doméstica o en fábricas hacinadas, que, por un magro salario, incluían a menudo la utilización sexual por parte de sus patrones o capataces. Esta situación llevó a menudo a las mujeres al suicidio, como única vida para escapar de las alienantes condiciones de maltrato, explotación, abusos y violaciones constantes que recibían, al no tener posibilidades de conseguir respaldo alguno.    
La oferta de servicios sexuales nunca resultaba suficiente para la demanda de los varones cebados. Sobre todo para los más pobres, que no alcanzaban a juntar los módicos dineros que cobraban las prostitutas más baratas. Por esta razón se difundieron otras formas de ejercicio de la prostitución, aún más sórdidas, consistentes en la prestación de servicios sexuales –oralidad, sexo anal- por parte de jóvenes varones desocupados o con empleos miserables. Estas formas de sexualidad se practicaban habitualmente en oscuros callejones o baños públicos, y a menudo iban acompañadas de golpizas o, incluso, de asesinatos de los denominados “maricas”.

domingo, 28 de junio de 2020

La peste, por Alberto Lettieri


Por Alberto Lettieri

En 1852, 1858, 1870 y 1871 se produjeron en Buenos Aires 4 epidemias de fiebre amarilla, transmitida por el mosquito Aedes Aegypti. La última fue la peor, ya que se llevó la vida de alrededor del 8% de los habitantes de la ciudad. Las muertes diarias pasaron de un promedio de 20 a más de 500. La Asociación Médica de Buenos Aires registró una cifra de 13.614 muertos, en una ciudad habitada por 187.000 habitantes. 
Sus principales víctimas fueron inmigrantes trabajadores pauperizados que vivían hacinados en conventillos, viviendas compartidas y colectivas, en condiciones higiénicas deplorables, en cuartos estrechos donde convivían mujeres, hombres, niños y animales. La contaminación, la mala alimentación, la falta de agua potable, la imposibilidad de eliminar los excrementos y residuos y el almacenamiento de la basura dentro de la propia construcción propiciaron la expansión del foco epidémico. 
En la epidemia de 1871 los primeros focos se detectaron el 27 de enero. Los pobres debieron quedarse a convivir con la amenaza de contagioLos sectores acomodados se mudaron al norte de la ciudad, estableciéndose en quintas en las que terminaron construyendo sus lujosas residencias definitivas.  
Los gobiernos de Nación y de Provincia fuero por detrás de la peste. Cuando se decidieron a intervenir, ya era demasiado tarde. El 10 de abril decretaron feriado hasta fin de mes, cuando el paro ya era un hecho. La sociedad lo había aplicado por su cuenta. Para entonces ya se habían producido 536 muertes. 
El presidente Domingo F. Sarmiento eligió desentenderse del problema y se trasladó a la zona de Belgrano para ponerse a resguardo. La administración pública ya prácticamente había dejado de funcionar antes del decreto de suspensión de actividades. Los diarios cerraron sus puertas, a excepción de La Prensa y La Nación que restringieron sus ediciones a publicaciones de emergencia. 
En contraste con la decisión del Presidente Sarmiento de poner pies en polvorosa, la mayoría de los enfermeros, médicos y vecinos se sumaron a las desordenadas iniciativas que la sociedad tomaba por sí misma para tratar de enfrentar la epidemia. Ángel Pizzorno contabilizó 60 sacerdotes, 12médicos, 5 farmacéuticos y 4 miembros de la Comisión Popular que se creó ad hoc, entre las víctimas fatales de la peste.
A la inversa, la ciudad quedó totalmente desprovista de seguridad pública, por lo que los robos y atentados contra las personas y la propiedad se multiplicaron, aunque no tengamos estadísticas confiables al respecto, ya que los poderes públicos dejaron prácticamente de funcionar, o siguieron haciéndolo de manera muy acotada
La fiebre amarilla no fue la única epidemia que debió soportar la Argentina por entonces. En 1867-1868 se había declarado una epidemia de cólera, transmitida por los combatientes que regresaban del frente paraguayo en la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870). Una de sus víctimas fue el propio vicepresidente, Marcos Paz, lo que obligó –entre otras razones- a que el presidente Bartolomé Mitre debiera abandonar la conducción de las tropas aliadas.
La ciudad sólo contaba con 40 coches fúnebres, por lo que los cadáveres se apilaban en las esquinas en espera de su traslado, multiplicando los focos infecciososLos medicamentos –en su mayoría ineficaces- multiplicaron sus precios producto del incremento de la demanda. Como los carpinteros no daban abasto para fabricar ataúdes de madera, los cadáveres comenzaron a envolverse en traposSe utilizaron carros de basura y coches de paseo para contribuir a los traslados fúnebres, pero el Cementerio del Sur –actualmente Parque Ameghino- vió colmada su capacidad, por lo que los cadáveres comenzaron a enterrarse en fosas comunes de manera desordenada. 
Ante la absoluta prescindencia del Presidente Sarmiento, el gobierno municipal adquirió 7 hectáreas en la zona de la Chacarita de los Colegiales y creó el Cementerio del Oeste. También se dispuso el tendido de vías para que, todas las noches una formación nocturna trasladara hasta allí los cadáveres. Los porteños bautizaron a esta formación como el “Tren de la Muerte”.
La epidemia siguió multiplicándose sin cesar, hasta que la llegada de los primeros fríos del invierno comenzó a provocar la disminución del foco infeccioso. Pero no duró mucho, ya que el retorno de muchos autoevacuados provocó un nuevo pico infeccioso. 
A partir del mes de mayo, la epidemia entró en fase de descenso, y el 2 de junio no hubo ningún caso nuevo. 
El relato de Paul Groussac es muy ilustrativo sobre lo sucedido. “Por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro.
El higienista Guillermo Rawson afirmaba haber visto “al hijo abandonado por el padre; he visto a la esposa abandonada por el esposo; he visto al hermano moribundo abandonado por el hermano.
A consecuencia del terrible impacto que causó esta epidemia, a partir de 1874 comenzó a construirse en Buenos Aires la red de aguas corrientes y en 1875 se organizó la recolección de residuos. Los casi 14.000 muertos, en una ciudad de 187.000 habitantes, lo habían propiciado.
Como enseñanzas quedaban que el Estado había marchado a la zaga de los acontecimientos. Su acción fue escasa y generalmente tardía, atacando a veces las causas y no las consecuencias. El gobierno del Presidente Sarmiento sólo se preocupó por su propia seguridad personal, y se desentendió de la crisis. Fue la sociedad civil la que se hizo cargo de la catástrofe, y la que pagó los costos de la falta de previsión y de la prescindencia del sector público.
La historia ha sido definida como Magister Vitae, o Maestra de la Vida. Nunca debemos desatender sus enseñanzas.

lunes, 22 de junio de 2020

Juan Bautista Cabral, soldado, zambo y heroico Por Alberto Lettieri






Por Alberto Lettieri


El 3 de febrero tuvo lugar el célebre Combate de San Lorenzo, que significó el debut del General San Martín y de los Granaderos a Caballo en las lides por la Independencia Argentina. Fue la única confrontación que nuestro Libertador y el Regimiento que creó afrontaron en suelo argentino.
La historia argentina ha inmortalizado este combate, más que por su importancia real en términos de confrontación bélica -apenas duró 15 minutos y enfrentó a escasos 400 hombres entre ambos bandos-, por la acción de arrojo que convirtió en mártir a Juan Bautista Cabral, quien cubrió con su cuerpo al entonces Coronel José de San Martín, que había quedado aprisionado bajo su caballo en el campo de batalla.
Las controversias pasan por otro lado. ¿Quién era realmente Cabral? ¿Detentaba realmente el grado de Sargento, con que lo recordó la memoria oficial de la Nación? ¿Fueron realmente sus últimas palabras las que todos conocemos?
Poco es lo que se sabe sobre este mártir argentino. Nació en el municipio de Saladas, en la provincia de Corrientes, alrededor de 1789. De origen zambo – combinación entre negro africano e indígena americano, se ubicaba dentro de las castas más postergadas dentro de un sistema racista y discriminatorio. Su padre era un indígena guaraní, llamado José Jacinto, y su madre era una esclava de origen angoleño, Carmen Robledo. Al estar al servicio del estanciero Luis Cabral, adoptaron su apellido como mácula de pertenencia.
Cuando promediaba los 23 años fue incorporado a la fuerza al Ejército, por orden del Gobernador de Corrientes, Toribio de Luzuriaga. Más tarde fue enviado a Buenos Aires, y en 1813 se sumó al Segundo Escuadrón del naciente Regimiento de Granaderos a Caballo.
Según Pastor Obligado, un historiador del Siglo XIX, sus dotes le habrían permitido su ascenso a Cabo, y poco después al grado de Sargento. Bartolomé Mitre, en cambio, en su Historia de San Martín y de la Emancipación Americana, lo presenta como soldado raso, lo cual reviste mayor grado de credibilidad, ya que difícilmente un zambo podría conseguir algún tipo de ascenso en esa época, y mucho menos sin obtenerlo en el campo de batalla.
El momento culminante de su vida transcurrió durante los breves instantes en que protegió con su cuerpo a un Coronel San Martín que había quedado aprisionado bajo su caballo, que había sido impactado por el enemigo. La iconografía histórica hizo el resto, ya que no queda claro cómo se desarrolló la acción. Lo que sí sabemos es que no murió en el campo de batalla, sino poco después, en el Refectorio del Convento de San Lorenzo, utilizado a la sazón como hospital de campaña, a consecuencia de las graves heridas recibidas.
El mito sobre el Cabral se origina en una carta enviada por San Martín a la Asamblea del Año XIII, en la que destaca el arrojo de este héroe rioplatense, asignándole como palabras de despedida la frase: “Muero contento, mi General, hemos batido al enemigo”.
“No puedo prescindir de recomendar particularmente a la familia del granadero Juan Bautista Cabral natural de Corrientes, que atravesado el cuerpo por dos heridas no se le oyeron otros ayes que los de viva la patria, muero contento por haber batido a los enemigos.”-relataba la misiva de San Martín.
La historia oficial no dudó en convertirlo en ícono del patriotismo. Bartolomé Mitre asegura -varias décadas después- que el grado de Sargento le habría sido otorgado post mortem, por su desempeño en el combate que le costó la vida. Pero para entonces esa clase de ascensos aún no se concedían, por lo que murió como nació: pobre, sin grado militar y discriminado por la sociedad de castas.
Ahora bien, si bien la historiografía liberal estuvo dispuesta a reconocer su arrojo, lo hizo a condición de disfrazar su aspecto. La generosa iconografía que se le dedicó a Cabral lo presenta como blanco, o bien con piel oscura pero con rasgos occidentales, en lugar de respetar su color moreno y su aspecto guaranítico, ya que hubiera sido todo un contrasentido en pleno proceso de construcción del mito de la Nación blanca y occidental. Habitualmente, también, se lo presenta falleciendo en el campo de batalla, en lugar del lecho del hospital donde realmente murió. Finalmente, sobre las últimas palabras de Cabral que transmite San Martín -que sí dominaba el idioma guaraní-, no se aclara en que lengua habrían sido pronunciadas. Pero es altamente improbable que manejara el español.
Por el contrario, la Marcha de San Lorenzo, compuesta en su homenaje por Carlos Javier Benielli y Cayetano Alberto Silva es más respetuosa de la verdad histórica, al referirse a Cabral como “soldado heroico”.
La Escuela de Suboficiales del Ejército Argentino lleva el nombre de “Sargento Cabral”, tomando por ciertas las afirmaciones de Mitre sobre su ascenso post mortem. A la postre, un sargento que nunca lo fue. Un capítulo más de una historia oficial caracterizada por las falacias e imprecisiones para dar vida a un relato legitimador de un orden occidental y colonial para nuestro país.
Ni blanco, ni sargento, ni hablaba español, ni murió en el campo de batalla. Pero si un héroe criollo que entregó la vida por la causa de la Patria que anidó muy temprano en los corazones del pueblo argentino.


sábado, 13 de junio de 2020

Siempre es difícil regresar al llano. Mitre, Sarmiento y la sucesión presidencial de 1868 Por Alberto Lettieri




Por Alberto Lettieri


La virtud republicana ha sido una componente poco común en la sociedad argentina. Muchos han intentado explicar y hasta justificar esta carencia aludiendo al espíritu levantisco de las clases dirigentes, por lo que cada renovación de autoridades o cada gobierno que no concentraba una significativa dosis de poder expondría a la amenaza de la anarquía y la guerra civil. Otros lo atribuyeron a la extensa diversa geografía del territorio nacional, a las diferencias sociales y culturales inter-regionales, que luego serían potenciadas por el tamiz de inmigración masiva. Algunos más denunciaron una voraz y continua pretensión hegemónica de Buenos Aires, siempre dispuesta a convertirse en metrópoli del resto de las provincias, más allá del signo político que caracterizara ocasionalmente a su dirigencia. No faltaron tampoco quienes adjudicaron un papel preponderante a los profundos desequilibrios socio-económico entre las partes. Pese a las objeciones y lamentos ensayados en muchos casos, tales caracterizaciones concluyeron finalmente en la aceptación pragmática de que centralización, gobernabilidad y estabilidad eran los elementos indispensables tríada del orden, a costas de resignar calidad republicana y federalismo.
Este pragmatismo fue el que llevó a Juan Bautista Alberdi a proponer una proyecto secuencial: la “república posible” –la que podría construirse en las condiciones existentes a mediados del Siglo XIX-, que debería dejar paso a la “república verdadera”, una vez operado el profundo proceso de transformación política, cultural, económica y social postulado. La clave estaba, a su juicio, en la centralización de la autoridad como garantía para el orden. A juicio del intelectual tucumano, estas tierras sólo habían conocido la estabilidad en el marco de un ejercicio de la autoridad asociado a una figura concreta: el Inca, el Rey de España y Juan Manuel de Rosas. Pero mientras que en los dos primeros casos legalidad y autoridad se retroalimentaban, Alberdi objetaba que Rosas habría impuesto su voluntad por sobre la ley, y se preguntaba cómo sería posible desplazar a Rosas sin que cayera consigo el orden trabajosamente alcanzado.
Atendiendo a esa experiencia, Alberdi concluía en la necesidad de ungir a “reyes con el nombre de presidentes”, pero diseñaba una piedra de toque para evitar el autoritarismo: la imposibilidad de ser reelegidos. “Alguien que después de haber sido todo, es nada”. Con este condicionante, Alberdi suponía que los mandatarios serían templados en su gestión, a los fines de evitar el triste espectáculo que ofrecían las “republiquetas”  latinoamericanas, esto era, que los presidentes abandonaban sus funciones para ir a la cárcel, al perder los fueros que los protegían de las acusaciones judiciales.
Quizá Alberdi pecaba de exceso de optimismo, ya que una concentración de poder de tal magnitud era capaz de seducir a las almas más templadas, al no definirse mecanismos efectivos de control sobre la autoridad presidencial, ante el temor de que eso debilitaría al régimen político, exponiendo al país a la amenaza de la guerra civil o la anarquía. En efecto, no tardó mucho tiempo el autor de Las Bases para manifestar sus dudas respecto de la disposición del General Urquiza a respetar los plazos de su mandato y, si bien sus temores no resultaron confirmados, el presidente saliente se ocupó de pergeñar un sucesor carente de liderazgo propio y, en apariencia, susceptible a las indicaciones del entrerriano, como Santiago Derqui. Sin embargo, la jugada no tuvo el efecto esperado, ya que la precariedad de Derqui lo indujo a pivotear entre su gestor y el Gobernador porteño Bartolomé Mitre, que concluyó en la Batalla de Pavón (1861) y el consabido acuerdo de gobernabilidad entre Mitre y Urquiza, propiciado por la Sociedad Masónica recientemente fundada. 
De este modo, y ya desde un primer momento, quedó claro que un régimen articulado en torno a un “rey con el nombre de presidente”  no constituía una garantía de orden ni estimulaba el desarrollo de la virtus republicana. Como es sabido, a partir de entonces nuestra historia ha sido generosa en los ejemplos de presidentes que han insistido en modificar el texto constitucional para obtener su reelección, o que han designado sucesores a través de los cuales pretendieron ingenuamente mantener su poder desde las sombras, y hasta algunos de ellos se han visto expuestos a aquello que Alberdi explícitamente quería evitar: terminar en la cárcel el día después.
La situación traumática de pasar de “ser todo a no ser nada” a la que refería el tucumano, afectó a la mayoría de quienes desempeñaron la primera magistratura. Como ejemplo voy a tomar un proceso de sucesión presidencial que, pese a haber ocurrido en la década de 1860, reconoce algunos rasgos de llamativa actualidad.  Corría el año 1867, y Bartolomé Mitre concluía trabajosamente su último tramo como Presidente de la Nación. La Guerra de la Triple Alianza había ocupado buena parte de sus esfuerzos, y los resultados distaban de ser satisfactorios. Una verdadera carnicería había hecho presa de quienes habían sido llevados a la fuerza al frente de batalla, y también de buena parte de una juventud porteña que había trocado su entusiasmo inicial en decepción y masacre. La excursión a Asunción en tres meses que había prometido Mitre se extendía ya por interminables cuatro años, y nada aseguraba que el final se aproximase. Para peor, las denuncias sobre negociados sobre el aprovisionamiento del Ejército Aliado golpeaba frontalmente a sus dos principales proveedores: el ex presidente Urquiza, quien actuaba a título personal, y el presidente en funciones, quien lo hacía a través de testaferros, tal como lo explicitaría su sucesor, Domingo Faustino Sarmiento.
Tal como suele suceder con los líderes carismáticos, no había podido surgir ninguna figura con aspiraciones sólidas en el entorno del inminente fundador de La Nación. Tampoco estaba en sus manos designar a su sucesor, habida cuenta de la declinación de su liderazgo en sólo seis años de gestión. Quienes se postulaban para sucederlo estaban muy lejos de entorno, y sólo merecían objeciones de su parte. Esto quedaba evidenciado en la carta que Mitre le escribió a José María Gutiérrez desde el Campamento de Tuyú-Cué, en Paraguay, el 28 de noviembre de 1867, que ha sido considerada como su “testamento político” como presidente. Tras aclarar que mantendría su prescindencia e imparcialidad en el proceso electoral que se avecinaba, Mitre descalificaba la candidatura de Urquiza tildándola de “reaccionaria”, a la de Adolfo Alsina –quien le había arrebatado el liderazgo porteño con su Partido Autonomista-, denominándola “de contrabando”, levantada por una Liga de Gobernadores sin respaldo popular. La candidatura de su compadre Sarmiento –que por entonces estaba en los Estados Unidos-, sostenida por el Ejército Nacional a instancias del Cnel. Lucio V. Mansilla, y que sumaba el poderoso respaldo de La Tribuna de los hermanos Héctor y Mariano Varela y la incansable promoción social que le agregaba Amalia Vélez, sólo le provocaba desagrado y malestar. También eran de su desagrado el Gobernador de Santiago del Estero, Manuel Taboada, y Juan Bautista Alberdi, y sólo manifestaba cierto aprecio por su Ministro y amigo Rufino de Elizalde, aunque destacaba que no contaría con el apoyo del aparto oficial.
Los términos de la carta evidencian cierta desazón respecto de los logros de su gestión, y su angustia respecto del próximo descenso de la primera magistratura. Sin embargo, a poco de andar, y en vistas de lo inevitable, Mitre trató de respaldar a todos los candidatos, con excepción de Urquiza, a quien deseaba cerrarle a toda costa el camino de regreso a la Presidencia.
La debilidad de Mitre propició un agresiva campaña electoral, en la que los partidarios de Elizalde, Alsina y Sarmiento intercambiaron agresivas intervenciones en la prensa y la tribuna pública, sin que faltaran los inevitables encontronazos callejeros. Sin embargo, con el correr de las semanas la candidatura de Sarmiento comenzó a despegarse del resto,  beneficiada por la acción del General Arredondo, quien aportó la capacidad de convencimiento de sus tropas para sumar el apoyo de Santiago del Estero y la Rioja, y pronto consiguió sumar a los apoyos ya mencionados el  del Partido Liberal en seis provincias. También llamó la atención el crecimiento de la candidatura de Urquiza, considerada como “peligrosa” por la dirigencia porteña en su conjunto. Esta situación terminó de decidir a Adolfo Alsina a desistir de su candidatura presidencial, para acordar su postulación como Vicepresidente, acompañando al sanjuanino.
 Finalmente, las elecciones tuvieron lugar el 12 de abril de 1868, verificándose irregularidades en Provincias que no apoyaban a Sarmiento, entre las que se destacaron la sugestiva pérdida de las actas electorales de Tucumán, y la inexistencia de acto electoral en Corrientes. El Colegio Electoral permitió consagrar su candidatura con el 60% de los votos, contra el 26% de Urquiza y el 22% de Elizalde.  Tal como estaba dispuesto, el 12 de octubre de 1868 se produjo el recambio de autoridades.  Sin embargo, la candidatura de Sarmiento no era precisamente popular, por lo que la Plaza de Mayo tenía una asistencia muy raleada. Frente a ella, en el Congreso Nacional, la situación era muy diferente. Las barras estaban atestadas de activos participantes de la política porteña, en su mayoría mitristas. Una vez concretado el juramento de la fórmula presidencial, Sarmiento inició su discurso, que incluía algunas críticas a su predecesor. Esto motivó una rechifla infernal de los asistentes, que a partir de entonces provocaron intensos ruidos, para evitar que se escucharan las palabras del sanjuanino que, aguijoneado por la reacción del público, abandonó el tono velado de sus conceptos para atacar explícitamente al ex Presidente Mitre, y la “herencia” recibida:  “Hemos recibido en herencia  -denunciaba- masas populares ignorantes… Una mayoría dotada con la libertad de ser ignorante y miserable, no constituye un privilegio envidiable para la minoría educada de una nación que se enorgullece llamándose república y demócrata”.
Una vez concluido su discurso, el sanjuanino debió el breve trayecto que lo separaba de la Casa de Gobierno. En la puerta lo esperaban 3.000 personas que le dificultaban el paso, esgrimiendo la consigna “¡Viva Mitre!”. No le fue mejor la ingresar al edificio de gobierno. El Salón donde lo aguardaba Bartolomé Mitre para entregarle los atributos presidenciales se encontraba repleto de jóvenes que le impedían el paso, subidos a las mesas, sillas y hasta a la chimenea. La calurosa recepción se completaba con otro detalle que apuntaba a que el nuevo presidente supiera que no era bienvenido: habían sido retirados los guardias y los policías, por lo que debía afrontar la situación librado prácticamente a sus fuerzas.
Manuel Gálvez comentaba que los jóvenes “Hablan y gritan. A cada rato se oye un estrépito de vidrios rotos, que algunos festejan con risotadas, aplausos o dicharachos.” Finalmente, luego de un largo momento de tensión, el presidente Mitre solicita a los asistentes que el abran paso al nuevo Presidente. Finalmente,
 “después de mucho bregar –concluía Gálvez-, de recibir pisotones, codazos y empujones, logra acercarse a Mitre”, quien le entrega la banda y el bastón. Temiendo por su seguridad personal, el sanjuanino se retira casi a la disparada. 
Más adelante, Sarmiento dará su propia versión de los sucesos: “Jamás se ha presentado espectáculo más innoble y vergonzoso”, herencia de “seis años de populacherío, de indolencia, de laxitud, de renuncia voluntaria a toda práctica, a toda forma”. Todo ha sido “pisoteado, atropellado, puesto en ridículo”, incluso la autoridad presidencial, que le tocó recibir “vejada y menospreciada”. “En país alguno –concluye- el derecho y la dignidad del Gobierno han sido más ajados que en aquel acto solemne, si no en la Revolución Francesa.”



jueves, 4 de junio de 2020

Contexto internacional de la acción de Manuel Belgrano, 1800- 1820, por Alberto Lettieri


Contexto 1800-1820

Por Alberto Lettieri
N

Entre 1800 y 1820 el contexto político internacional dio un giro decisivo. En los inicios del período, la expansión napoleónica estaba en pleno auge, provocando profundos cambios en el contexto europeo. Varias monarquías y principados cambiaron de manos, en beneficio de parientes o de actores que contaban con el favor de Napoleón. Europa se asemejaba a una coctelera, con Estados que sufrían redefiniciones territoriales, cambios en sus autoridades o, directamente, eran borrados del mapa.

Las consecuencias de este arrebatador proceso excedieron largamente al continente europeo, ya que varias de sus naciones eran importantes imperios coloniales que extendían sus dominios a lo largo del planeta. La centralidad de la guerra europea obligó a la mayoría a descuidar esos dominios, permitiendo así dar rienda suelta a los sentimientos independentistas que afloraban en la mayoría de ellos. Cuando la deposición de los reyes y príncipes propiciada por el Imperio Napoleónico se concretaba, a menudo se ponían en cuestión los Pactos Coloniales respectivos, que asociaban la fidelidad de los pueblos a una dinastía determinada. “¿Debe seguirse la suerte de España o resistir en América? -se preguntaba Monteagudo en 1808-. Las Indias son un dominio personal del rey de España; el rey está impedido de reinar; luego las Indias deben gobernarse a sí mismas.”
Pese a su supremacía en la confrontación terrestre, el mundo ultramarino le quedó definitivamente negado a Napoleón en 1805, cuando el Almirante Nelson hizo añicos a la flota franco-española. Como represalia, impuso un bloqueo económico al comercio inglés en el continente europeo, que tuvo un efecto inverso al buscado, ya que liberó los mares para los británicos y propició el contrabando. En los dos años subsiguientes, los ingleses intentaron sin éxito apoderarse del Río de la Plata. Los criollos tomaron conciencia allí de que los sentimientos independentistas no eran una utopía.
En 1807 Napoleón tomó Lisboa y la monarquía portuguesa huyó al Brasil. En 1808 depuso al Rey Alfonso XII de España, para reemplazarlo por su hermano Luis Bonaparte. España era uno de los grandes centros de contrabando británico, que contrloaba el Puerto de Cádiz y el paso estratégico de Gibraltar. La rebelión anti-francesa estallò inmediatamente, organizara por Juntas de Gobierno que, además, mantuvieron los lazos políticos con el mundo colonial.
Los británicos, encantados con las políticas de Napoleón, explotaban el comercio internacional sin competencia y aceleraban su revolución industrial. Si bien lideraban la lucha contra Napoleón, les resultaba conveniente que Europa no pudiera resolver su propio laberinto. Por esto enviaban armas, dinero y tropas a los españoles, y hasta obtuvieron algunas victorias militares importantes en 1808 que obligaron intervenir personalmente a Napoleón.  
Mientras tanto, el frente oriental europeo le estallaba. Austríacos y rusos obligaron a que Napoleón abandonara España en 1809. Finalmente, tomó la decisión de invadir Rusia en 1812. Fue su peor decisión estratégica. Si bien conquistó Moscú, sólo se encontró con una ciudad abandonada, sin alimentos para abastecer a sus tropas, agobiadas por el frío y los ataques relámpago de guerrillas.
En el Río de la Plata, la deposición de los Borbones españoles había favorecido el incremento  del contrabando entre porteños, portugueses e ingleses, ante la vista gorda que hacían los Virreyes designados por las Juntas Españolas. Pero la caída de la última Junta que subsistía en España planteó un problema de legitimidad del lazo colonial. El Cabildo  Abierto del 25 de mayo de 1810 dispuso la creación de un gobierno propio, aunque se evitó sancionar la independencia. Todo el mundo colonial español estalló por entonces, aunque con suerte diversa, ya que privilegios de las clases propietarias estaban asociados a la continuidad del vínculo colonial.  
Los criollos americanos jugaban el juego de la independencia con un ojo puesto en Europa. La continuidad de la gesta napoleónica favorecía las emancipaciones americanas, pero las señales eran muy preocupantes. En Buenos Aires, la Asamblea del Año XIII, terminó naufragando luego de un inicio auspicioso. Tras la derrota de Napoleón en Leipzig en 1813 las tropas francesas evacuaron España. El 11 de abril de 1814 Napoleón abdicó, amenazado por todos los flancos.
Sus vencedores se reunieron en el Congreso de Viena para recomponer las fronteras europeas, reponer a las monarquías desplazadas y resolver controversias sobre sus dominios. La ofensiva de potencias europeas para recuperar sus dominios era inminente. Algunos proponían convertir al Río de la Plata en Protectorado Británico, aunque se optó por enviar a Europa a Sarratea, Belgrano y Rivadavia, con instrucciones de garantizar la “independencia política de este Continente, o a lo menos la libertad civil de estas Provincias”, negociando una monarquía constitucional con Fernando VII o con otro príncipe o princesa europeo o norteamericano, sin descartarse la opción republicana.
El 20 de marzo de 1815 Napoleón recuperó el control de Francia. Fue una ilusión de 100 días que terminó en Waterloo. Los tiempos apremiaban. El 29 de junio de 1815, las provincias del Litoral proclamaron la Independencia en el Congreso de los Pueblos Libres. Un año después el Congreso de Tucumán, que incluyó al resto de las provincias del Río de la Plata, sancionar la Independencia de España y de toda dominación extranjera, tras escuchar atentamente el informe de la situación que aportó un Belgrano que retornó de Europa sobre la fecha de inicio.
Si bien las pretensiones españolas continuaron, las acciones lideradas por José de San Martín y por Simón Bolívar cerrarían el ciclo de las independencias unos años más tarde. Pero la América emancipada continuaría atravesada por las guerras civiles durante muchísimo tiempo. En el plano internacional, Inglaterra se llevó la parte del león de la derrota de Napoleón, con manos libres para profundizar su revolución industrial y explotar la supremacía que ejercía en el comercio internacional. Y así, mientras Europa continuaba con sus disputas tradicionales y su reordenamiento político, los Estados Unidos comenzaban a aparecer en el horizonte como el gigante en formación dispuesto a extender sus dominios sobre el resto del continente y más allá de sus mares. En 1823 la Doctrina Monroe –“América para los Americanos”-, dejó en claro estas pretensiones.