Por Alberto Lettieri
La virtud republicana ha sido una componente poco
común en la sociedad argentina. Muchos han intentado explicar y hasta
justificar esta carencia aludiendo al espíritu levantisco de las clases
dirigentes, por lo que cada renovación de autoridades o cada gobierno que no
concentraba una significativa dosis de poder expondría a la amenaza de la anarquía
y la guerra civil. Otros lo atribuyeron a la extensa diversa geografía del
territorio nacional, a las diferencias sociales y culturales inter-regionales,
que luego serían potenciadas por el tamiz de inmigración masiva. Algunos más
denunciaron una voraz y continua pretensión hegemónica de Buenos Aires, siempre
dispuesta a convertirse en metrópoli del resto de las provincias, más allá del
signo político que caracterizara ocasionalmente a su dirigencia. No faltaron
tampoco quienes adjudicaron un papel preponderante a los profundos
desequilibrios socio-económico entre las partes. Pese a las objeciones y
lamentos ensayados en muchos casos, tales caracterizaciones concluyeron
finalmente en la aceptación pragmática de que centralización, gobernabilidad y
estabilidad eran los elementos indispensables tríada del orden, a costas de
resignar calidad republicana y federalismo.
Este pragmatismo fue el que llevó a Juan Bautista
Alberdi a proponer una proyecto secuencial: la “república posible” –la que
podría construirse en las condiciones existentes a mediados del Siglo XIX-, que
debería dejar paso a la “república verdadera”, una vez operado el profundo
proceso de transformación política, cultural, económica y social postulado. La
clave estaba, a su juicio, en la centralización de la autoridad como garantía
para el orden. A juicio del intelectual tucumano, estas tierras sólo habían
conocido la estabilidad en el marco de un ejercicio de la autoridad asociado a
una figura concreta: el Inca, el Rey de España y Juan Manuel de Rosas. Pero
mientras que en los dos primeros casos legalidad y autoridad se
retroalimentaban, Alberdi objetaba que Rosas habría impuesto su voluntad por
sobre la ley, y se preguntaba cómo sería posible desplazar a Rosas sin que
cayera consigo el orden trabajosamente alcanzado.
Atendiendo a esa experiencia, Alberdi concluía en la
necesidad de ungir a “reyes con el nombre de presidentes”, pero diseñaba una
piedra de toque para evitar el autoritarismo: la imposibilidad de ser
reelegidos. “Alguien que después de haber sido todo, es nada”. Con este
condicionante, Alberdi suponía que los mandatarios serían templados en su
gestión, a los fines de evitar el triste espectáculo que ofrecían las
“republiquetas” latinoamericanas, esto
era, que los presidentes abandonaban sus funciones para ir a la cárcel, al
perder los fueros que los protegían de las acusaciones judiciales.
Quizá Alberdi pecaba de exceso de optimismo, ya que
una concentración de poder de tal magnitud era capaz de seducir a las almas más
templadas, al no definirse mecanismos efectivos de control sobre la autoridad
presidencial, ante el temor de que eso debilitaría al régimen político,
exponiendo al país a la amenaza de la guerra civil o la anarquía. En efecto, no
tardó mucho tiempo el autor de Las Bases para manifestar sus dudas
respecto de la disposición del General Urquiza a respetar los plazos de su
mandato y, si bien sus temores no resultaron confirmados, el presidente
saliente se ocupó de pergeñar un sucesor carente de liderazgo propio y, en
apariencia, susceptible a las indicaciones del entrerriano, como Santiago
Derqui. Sin embargo, la jugada no tuvo el efecto esperado, ya que la
precariedad de Derqui lo indujo a pivotear entre su gestor y el Gobernador
porteño Bartolomé Mitre, que concluyó en la Batalla de Pavón (1861) y el
consabido acuerdo de gobernabilidad entre Mitre y Urquiza, propiciado por la
Sociedad Masónica recientemente fundada.
De este modo, y ya desde un primer momento, quedó
claro que un régimen articulado en torno a un “rey con el nombre de
presidente” no constituía una garantía
de orden ni estimulaba el desarrollo de la virtus republicana. Como es sabido,
a partir de entonces nuestra historia ha sido generosa en los ejemplos de
presidentes que han insistido en modificar el texto constitucional para obtener
su reelección, o que han designado sucesores a través de los cuales
pretendieron ingenuamente mantener su poder desde las sombras, y hasta algunos
de ellos se han visto expuestos a aquello que Alberdi explícitamente quería
evitar: terminar en la cárcel el día después.
La situación traumática de pasar de “ser todo a no
ser nada” a la que refería el tucumano, afectó a la mayoría de quienes
desempeñaron la primera magistratura. Como ejemplo voy a tomar un proceso de
sucesión presidencial que, pese a haber ocurrido en la década de 1860, reconoce
algunos rasgos de llamativa actualidad.
Corría el año 1867, y Bartolomé Mitre concluía trabajosamente su último
tramo como Presidente de la Nación. La Guerra de la Triple Alianza había ocupado
buena parte de sus esfuerzos, y los resultados distaban de ser satisfactorios.
Una verdadera carnicería había hecho presa de quienes habían sido llevados a la
fuerza al frente de batalla, y también de buena parte de una juventud porteña
que había trocado su entusiasmo inicial en decepción y masacre. La excursión a
Asunción en tres meses que había prometido Mitre se extendía ya por
interminables cuatro años, y nada aseguraba que el final se aproximase. Para
peor, las denuncias sobre negociados sobre el aprovisionamiento del Ejército
Aliado golpeaba frontalmente a sus dos principales proveedores: el ex
presidente Urquiza, quien actuaba a título personal, y el presidente en
funciones, quien lo hacía a través de testaferros, tal como lo explicitaría su
sucesor, Domingo Faustino Sarmiento.
Tal como suele suceder con los líderes carismáticos,
no había podido surgir ninguna figura con aspiraciones sólidas en el entorno
del inminente fundador de La Nación. Tampoco estaba en sus manos
designar a su sucesor, habida cuenta de la declinación de su liderazgo en sólo
seis años de gestión. Quienes se postulaban para sucederlo estaban muy lejos de
entorno, y sólo merecían objeciones de su parte. Esto quedaba evidenciado en la
carta que Mitre le escribió a José María Gutiérrez desde el Campamento de
Tuyú-Cué, en Paraguay, el 28 de noviembre de 1867, que ha sido considerada como
su “testamento político” como presidente. Tras aclarar que mantendría su
prescindencia e imparcialidad en el proceso electoral que se avecinaba, Mitre
descalificaba la candidatura de Urquiza tildándola de “reaccionaria”, a la de
Adolfo Alsina –quien le había arrebatado el liderazgo porteño con su Partido
Autonomista-, denominándola “de contrabando”, levantada por una Liga de
Gobernadores sin respaldo popular. La candidatura de su compadre Sarmiento –que
por entonces estaba en los Estados Unidos-, sostenida por el Ejército Nacional
a instancias del Cnel. Lucio V. Mansilla, y que sumaba el poderoso respaldo de
La Tribuna de los hermanos Héctor y Mariano Varela y la incansable promoción
social que le agregaba Amalia Vélez, sólo le provocaba desagrado y malestar.
También eran de su desagrado el Gobernador de Santiago del Estero, Manuel
Taboada, y Juan Bautista Alberdi, y sólo manifestaba cierto aprecio por su
Ministro y amigo Rufino de Elizalde, aunque destacaba que no contaría con el
apoyo del aparto oficial.
Los términos de la carta evidencian cierta desazón
respecto de los logros de su gestión, y su angustia respecto del próximo
descenso de la primera magistratura. Sin embargo, a poco de andar, y en vistas
de lo inevitable, Mitre trató de respaldar a todos los candidatos, con
excepción de Urquiza, a quien deseaba cerrarle a toda costa el camino de
regreso a la Presidencia.
La debilidad de Mitre propició un agresiva campaña
electoral, en la que los partidarios de Elizalde, Alsina y Sarmiento
intercambiaron agresivas intervenciones en la prensa y la tribuna pública, sin
que faltaran los inevitables encontronazos callejeros. Sin embargo, con el
correr de las semanas la candidatura de Sarmiento comenzó a despegarse del
resto, beneficiada por la acción del
General Arredondo, quien aportó la capacidad de convencimiento de sus tropas
para sumar el apoyo de Santiago del Estero y la Rioja, y pronto consiguió sumar
a los apoyos ya mencionados el del
Partido Liberal en seis provincias. También llamó la atención el crecimiento de
la candidatura de Urquiza, considerada como “peligrosa” por la dirigencia
porteña en su conjunto. Esta situación terminó de decidir a Adolfo Alsina a
desistir de su candidatura presidencial, para acordar su postulación como
Vicepresidente, acompañando al sanjuanino.
Finalmente,
las elecciones tuvieron lugar el 12 de abril de 1868, verificándose
irregularidades en Provincias que no apoyaban a Sarmiento, entre las que se
destacaron la sugestiva pérdida de las actas electorales de Tucumán, y la
inexistencia de acto electoral en Corrientes. El Colegio Electoral permitió
consagrar su candidatura con el 60% de los votos, contra el 26% de Urquiza y el
22% de Elizalde. Tal como estaba
dispuesto, el 12 de octubre de 1868 se produjo el recambio de autoridades. Sin embargo, la candidatura de Sarmiento no
era precisamente popular, por lo que la Plaza de Mayo tenía una asistencia muy
raleada. Frente a ella, en el Congreso Nacional, la situación era muy
diferente. Las barras estaban atestadas de activos participantes de la política
porteña, en su mayoría mitristas. Una vez concretado el juramento de la fórmula
presidencial, Sarmiento inició su discurso, que incluía algunas críticas a su
predecesor. Esto motivó una rechifla infernal de los asistentes, que a partir
de entonces provocaron intensos ruidos, para evitar que se escucharan las
palabras del sanjuanino que, aguijoneado por la reacción del público, abandonó
el tono velado de sus conceptos para atacar explícitamente al ex Presidente
Mitre, y la “herencia” recibida: “Hemos recibido en herencia
-denunciaba- masas populares ignorantes… Una mayoría dotada con la
libertad de ser ignorante y miserable, no constituye un privilegio envidiable
para la minoría educada de una nación que se enorgullece llamándose república y
demócrata”.
Una vez concluido su discurso, el sanjuanino debió el breve trayecto que lo
separaba de la Casa de Gobierno. En la puerta lo esperaban 3.000 personas que
le dificultaban el paso, esgrimiendo la consigna “¡Viva Mitre!”. No le fue
mejor la ingresar al edificio de gobierno. El Salón donde lo aguardaba
Bartolomé Mitre para entregarle los atributos presidenciales se encontraba
repleto de jóvenes que le impedían el paso, subidos a las mesas, sillas y hasta
a la chimenea. La calurosa recepción se completaba con otro detalle que
apuntaba a que el nuevo presidente supiera que no era bienvenido: habían sido
retirados los guardias y los policías, por lo que debía afrontar la situación
librado prácticamente a sus fuerzas.
Manuel Gálvez comentaba que los jóvenes “Hablan y gritan. A cada rato se
oye un estrépito de vidrios rotos, que algunos festejan con risotadas, aplausos
o dicharachos.” Finalmente, luego de un largo momento de tensión, el presidente
Mitre solicita a los asistentes que el abran paso al nuevo Presidente.
Finalmente,
“después de mucho bregar –concluía
Gálvez-, de recibir pisotones, codazos y empujones, logra acercarse a Mitre”,
quien le entrega la banda y el bastón. Temiendo por su seguridad personal, el
sanjuanino se retira casi a la disparada.
Más adelante, Sarmiento dará su propia versión de los sucesos: “Jamás se
ha presentado espectáculo más innoble y vergonzoso”, herencia de “seis años de
populacherío, de indolencia, de laxitud, de renuncia voluntaria a toda
práctica, a toda forma”. Todo ha sido “pisoteado, atropellado, puesto en
ridículo”, incluso la autoridad presidencial, que le tocó recibir “vejada y
menospreciada”. “En país alguno –concluye- el derecho y la dignidad del
Gobierno han sido más ajados que en aquel acto solemne, si no en la Revolución
Francesa.”