Por Alberto Lettieri
La “Perichona”, Anita Perichón o Marie Anne Périchon de Vandeuil, nació en 1775 en la Isla de Reunión, un dominio colonia francés en el Océano Indico. Su familia acomodada la casó, siendo muy joven con Thomas O’Gorman, un promisorio oficial irlandés al servicio de Francia. Poco después, en 1797, el matrimonio se estableció en Buenos Aires, donde el tío de su marido, el médico Miguel O’Gorman, ya residía y había sido el creador del Protomedicato, institución que regulaba las prácticas de salubridad. Thomas –ahora devenido en Tomás- no perdió el tiempo, y compro tierras próximas a Buenos Aires.
Las cosas marchaban muy bien para la feliz pareja, hasta que Tomás fue encarcelado en Luján tras la Reconquista de la Ciudad, para luego tener que exiliarse en Río de Janeiro. Su esposa decidió no acompañarlo y quedarse en Buenos Aires para convertirse en la amante de Santiago de Liniers, otro francés, héroe de la gesta, y designado Virrey por el Cabildo de la Ciudad.
El historiador, también francés, Paul Groussac, relata que el 12 de agosto de 1806, mientras Liniers avanzaba al frente de su columna victoriosa por la calle San Nicolás –hoy Corrientes-, cayó a sus pies, en su homenaje, un pañuelo perfumado y bordado. Liniers lo recogió con su espada, y al mirar a la multitud para saber quién le había hecho el presente, se encontró con el rostro iluminado de Anita. Ese fue el origen mítico de una relación apasionada, que escandalizó y provocó toda clase de comentarios en esa Gran Aldea, moralista e hipócrita.
Para los códigos de la época, una mujer de 31 años era considerada una mujer que debía respetar ciertas normas de urbanismo y recato, más aún estando casada y siendo extranjera, y que, según dejó trascender otro historiador, Vicente Fidel López, había sido amante del General invasor, Wiliamo Beresford, lo cual –accesoriamente- la había rodeado de sospechas sobre su condición de espía inglesa.
La proximidad con la Perichona le permitió descubrir a Liniers un mundo de placeres y diversiones que hasta entonces había ignorado. Su amante administraba un burdel al que asistían los sectores más acomodados de la sociedad, tanto nativos como extranjeros, donde no sólo se practicaba una sexualidad “europea”, sino que también era generoso el consumo de alcohol, la práctica de juegos de naipes en los que se apostaban altas sumas y, naturalmente, la negociación política.
Un poco en sorna y otro poco por envidia, Anita fue denominada por entonces “La Virreyna”. Habitaba en concubinato la casa del Virrey, y transitaba las calles porteñas a caballo, vestida con uniforme militar y rodeada de una escolta oficial. Mientras que para los sectores populares resultaba un factor de atracción, para la elite –y sobre todo para las mujeres de la élite-, la indignación no reconocía límites.
Cuando Napoleón invadió España, en 1808, y por medio de la “Farsa de Bayona” terminó designando como Rey español a su hermano José Bonaparte –el simpático “Pepe Botella”, en atención a su afición permanente a la bebida-, tanto Liniers como la Perichona fueron sospechados como potenciales cómplices o aliados del Gran Corso. El Virrey siguió los consejos de Maquiavelo, sobre todo aquél que aseguraba que la moral y la política transitaban por caminos paralelos y, dispuesto a defender su “buen nombre y honor” rompió el vínculo con su amante y la acusó de organizar tertulias de conspiradores en su casa. Inmediatamente la deportó a Río de Janeiro, cual ángel de la guarda súbitamente interesado en la reunión de su amante con su marido Tomás O’Gorman. Pero Anita tenía un espíritu indomable y, una vez en territorio brasileño, reinició sus tertulias, plagadas de rioplatenses, portugueses y británicos que complotaban contra el héroe de la Reconquista.
La Perichona, como siempre, combinaba el trabajo con el placer, por lo que lejos de restablecer el vínculo filial con su marido, convirtió en su protector y amante a Lord Strangford, el embajador británico en Río de Janeiro.
Sin embargo, poco después comenzó a caer en desgracia, al perder la protección de Strangford, y fue deportada del Brasil en un buque inglés. Las autoridades de Montevideo y de Buenos Aires rechazaron su desembarco, y sólo pudo retornar a Buenos Aires una vez producida la Revolución de Mayo, gracias a un decreto de la Junta que dispuso que “madame O’Gorman podría bajar a tierra con la condición de que no se estableciera en el centro de la ciudad, sino en la chacra de La Matanza, donde debía guardar circunspección y retiro”.
Allí la frenética animadora de las tertulias porteñas y paulistas pasó los últimos treinta años de su vida prácticamente recluida. Las noticias que recibía no eran generalmente estimulantes, ya que desde su estancia de La Matanza debió tomar conocimiento de dos ajusticiamientos de personas de su proximidad: el ex Virrey Santiago de Liniers, su antiguo amante, y Camila O’Gorman, su nieta y heredera de su espíritu rebelde. Algo demasiado peligroso en una sociedad donde la libertad siempre supuso una cualidad que despierta sospechas y sanciones.
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