por Javier Garin
Una
metáfora de Cándido López y una reflexión de Alberdi
Los notables cuadros del veterano de la Guerra
del Paraguay Cándido López, describiendo minuciosamente desembarcos, cruces de
ríos, campamentos, batallas, tienen características compositivas uniformes: un
punto de vista elevado sobre el horizonte que toma distancia de la escena, una
intención panorámica, una descripción de la naturaleza presentada como
imponente, y las masas humanas que aparecen perdidas en el conjunto.
No es, como se ha pretendido, que Cándido
minimice la presencia humana por una presunta indiferencia hacia los hombres,
pues los detalles de las escenas humanas evidencian una simpatía ingenua del
pintor-soldado por sus camaradas. Roa Bastos llega a atribuirle ficcionalmente
una tesitura crítica de la guerra, que tampoco surge en forma expresa de los
lienzos. Propongo interpretarlos como una metáfora simbólica de lo que sucedió
en la Guerra del Paraguay, y lo que sucede en casi toda guerra. En el
panorama general de los estadistas, generales y estrategas, los hombres no
interesan, no son nada, son apenas detalles, insectos que pululan y que serán
aplastados si resulta necesario, como las multitudes hormigueantes de Cándido
López.
Como somos tan propensos a maniqueísmos y
grietas de distinto tipo, en que los buenos están de un lado y los malos del
otro (ya sea que creamos el mito liberal de que Mitre y compañía eran el
progreso, o el mito nacionalista según el cual el bueno el Mariscal Lopez era
la encarnación de la tierra), me gustaría plantear un maniqueísmo diferente,
herencia de mis ancestros anarquistas. En toda guerra hay el bando de los que
mandan (presidentes, emperadores, generales, congresos, estrategas, etc.) y el
bando de los que no tienen poder y terminan siendo la carne de cañón de las
batallas, la soldadesca. Esta no es una grieta tan seductora ni tan útil
a las ideologías del poder, pero es muchísimo más real.
Los cuadros de Cándido Lopez reflejan de manera
irónica y metafórica, lo pequeños que son y lo poco que interesan los hombres
de carne y hueso a las elites que disputan sus objetivos geoestratégicos. Pero
al mismo tiempo, al examinar el detalle de los lienzos por debajo de la línea
separatriz (también simbólica) del horizonte, se ve la vida del soldado, sus
pasiones y costumbres, sus entretenimientos, sus agonías y su muerte.
Justamente aquello que los que mandan no ven ni quieren que se vea.
El Evangelio de San Juan pone en
boca de Caifás el paradigma perverso de la razón de Estado: “es mejor que muera
un hombre a que muera el pueblo”. Pero en las guerras este
paradigma se invierte aún más trágicamente: el pueblo debe morir para que los
gobernantes y las elites se salven o realicen sus propósitos de poder o
enriquecimiento. En la guerra del Paraguay esto es muy visible, porque los
combatientes -incluso niños, como en la oprobiosa matanza de Acosta Nú (16 de
agosto de 1869), ¡y perdón si no considero heroico el holocausto de niños!- son
sacrificados de una manera tan brutal que las historias oficiales siempre han preferido
ocultar ese “detalle” del sufrimiento humano.
La filosofía de la historia hegeliana ha
intentado dar un sentido a estas tragedias, al dictaminar el curso progresivo
de la historia. Todo ocurre por una razón final que es el progreso de la
humanidad. Llevado torpemente al terreno de la economía por el marxismo vulgar,
ese progreso está representado por el avance del capitalismo y el reemplazo a
sangre y fuego de las economías precapitalistas. Releyendo la biografía de Alem,
veterano de la Guerra del Paraguay, escrita por el marxista Alvaro Yunque, leí
sin sorpresa el consabido párrafo marxista vulgar: la Guerra del Paraguay era
inevitable (nos dice) porque era inevitable el avance progresivo del
capitalismo internacional. La actitud inflexible de Mitre frente al mariscal
paraguayo en la entrevista de Tayaiytí Corá (12 de septiembre de 1866) no es,
para el autor citado, la actitud de un canalla apegado al libreto del Tratado
de la Triple Alianza, sino que “representaba la industria en gran escala, el
comercio del mundo, y López sólo la artesanía, el comercio primitivo”. ¿Se entiende aquí también
la metáfora de Cándido López? Los hombres concretos nunca importan para estas
visiones deshumanizantes, las mismas que justificaron los genocidios de Stalin por
el triunfo del comunismo, etapa final de la humanidad. Más realista, el
antihegeliano Schopenauer creía que la historia no tiene ningún propósito ni se
justifica por ningún progreso: no es más que una sucesión interminable de
matanzas sin redención posible.
Por eso, hemos de arrancar esta reflexión con
una cita de quien será uno de los protagonistas de esta exposición: Juan
Bautista Alberdi. Proponiendo una educación “para la Paz”, Alberdi
combatía la “idolatría militar” y el “culto de los guerreros” que falsea la
historia para presentar las conquistas de los pueblos como el producto de algún
aventurero militar más o menos afortunado. Se oponía a la glorificación de los
generales y reclamaba la glorificación de los héroes civiles, de los
civilizadores y los benefactores de la Humanidad. “Los pueblos son los árbitros
de la gloria, ellos la dispensan, no los reyes”, sostiene, y agrega que, en vez
de las estatuas “con que los reyes glorifican a los cómplices de sus
devastaciones, los pueblos tienen el derecho de erigir estatuas de los
gloriosos vencedores de la oscuridad, del espacio, del abismo, de los mares, de
la pobreza, de las fuerzas naturales puestas al servicio del hombre”; los
“nobles héroes de la ciencia, en lugar de los bárbaros héroes del sable”; “los
que extienden, ayudan, realizan, dignifican la vida, no los que la suprimen so
pretexto de servirla; los que cubren de alegría, de abundancia, de felicidad a
las naciones, no los que las incendian, destruyen, empobrecen, enlutan y
sepultan.”
LA
GUERRA PERPETUA DEL BRASIL CONTRA EL RIO DE LA PLATA
Ahora bien: esto que sucede en toda Guerra, ¿por
qué en el caso del Paraguay fue especialmente irritativo para la población del
Río de la Plata?
Hay una razón histórica y cultural profunda.
Una razón que no siempre nos resulta comprensible a primera vista hoy, en que
la historiografía y la educación escolar han oscurecido hasta borrarlas
nociones que entonces eran muy claras.
Para la conciencia común del pueblo
rioplatense, distinta de la de las elites, Paraguay no era una nación ajena a
la argentina, como no lo era Uruguay. Entre los pueblos que habitaban las
antiguas colonias españolas, lo que hoy consideramos naciones separadas por
fronteras, Estados e idiosincrasias, hasta bien entrada la segunda mitad del
siglo diecinueve era una sola nación continental. Los Estados nacionales
debieron hacer ingentes esfuerzos para descuartizarla en la conciencia común de
la gente, como recuerdo en mi libro “El discípulo del
Diablo, Vida de Monteagudo”. Y si esto es cierto para todo el continente, lo es
aún más para el Río de la Plata, para los habitantes del ex Virreinato. Compartían
una identidad profunda que se había afianzado en la lucha contra un enemigo
histórico: el Brasil.
Los portugueses habían expandido sus dominios hacia
el oeste y hacia el sur, más allá de la línea meridional del Tratado de
Tordesillas (7 de junio de 1494), a costa de hostilizar y hacer una guerra
permanente y solapada. Esta guerra nunca cesó, ni siquiera con el Tratado de
Madrid (13 de enero de 1750), en que Portugal consolidó sus transgresiones
territoriales. Prosiguió en forma subterránea contra las poblaciones que alguna
vez conformaron el Virreinato del Río de la Plata, y que debía en parte su
propia creación a consideraciones militares de defensa frente a los planes
expansionistas de Brasil.
Las fazendas de Sao Pablo se nutrieron durante
siglos de la mano de obra esclava de los indígenas guaraníes tomados
prisioneros en las acciones de las bandeirantes contra las misiones jesuíticas.
También en esas hostilidades permanentes los indígenas desarrollaron algunos
métodos de guerra de resistencia, entre ellos el de abandonar las misiones y
replegarse en la selva dejando tierra arrasada. Estos conflictos tuvieron uno
de sus puntos álgidos en la batalla de Mbororé (11 de marzo de 1641), en que
los bandeirantes fueron estrepitosamente derrotados por los indios de las
Misiones.
La orden de Madrid de entregar las Siete
Misiones a Portugal en virtud del Tratado de Madrid desencadenó una sublevación
popular e indígena: la Guerra Guaranítica. La geopolítica se topó con la
resistencia de los pueblos afectados que no querían ser esclavizados por los
portugueses.
La expulsión de los jesuitas, acusados de
instigadores de esa guerra, hizo un gran favor a la corte portuguesa, tema que
trato en extensión en mi libro Anticristo.
Las
cortes de Madrid y Lisboa trazaban sesudos planes para intentar controlar el
recurso hídrico, concretamente, el Río de la Plata y sus afluentes. Por eso fue
una guerra larvada y manifiesta permanente la que se sostuvo con los
portugueses durante siglos. El celebérrimo Virrey Cevallos llegó a tal por sus
brillantes servicios militares contra los portugueses, y reafirmó sus lauros
combatiéndolos también como virrey.
La forma en que se percibía este enfrentamiento
en Buenos Aires y en los pueblos interiores era muy diferente. En mi libro sobre
Monteagudo señalo que podía resultar tolerable en Buenos Aires hacer tratativas
con la Infanta Carlota en Rio de Janeiro, tal como intentó Belgrano, mientras
que el mote de “carlotista” dado a Goyeneche en Chuquisaca y la sospecha de una
negociación con los portugueses fue uno de los detonantes de la Revolución del
25 de mayo de 1809 en esa ciudad altoperuana: tanto era el odio que en el
interior despertaba el Brasil.
Producida la independencia, las elites porteñas
fracasan en su intento por disciplinar a la provincia del Paraguay, y Belgrano
es derrotado en la campaña militar que le encomienda la Primera Junta, no sin
dejar a salvo, al menos, la amistad y fraternidad sobre la base de un compromiso
mutuo de no agresión. Durante años Rosas se niega a reconocer la independencia de
Paraguay para defender la integridad territorial rioplatense, sin que ello
constituya un estado de belicosidad. Las diferencias del Paraguay con el
gobierno de Rosas son las mismas que las de las provincias litoraleñas: la
cuestión del puerto, de la aduana y de la navegación de los ríos, especialmente
del Paraná. Las mismas que sublevaron a Urquiza y que estuvieron a punto de provocar
el levantamiento del caudillo santafesino Estanislao Lopez.
Advirtamos
que uno de los polemistas contra la política mitrista en Paraguay, el liberal
antirrosista uruguayo Juan Carlos Gomez, defendía aún en plena guerra, en 1869,
la idea de la “necesaria, inevitable reconstrucción del antiguo
virreinato del Río de la Plata, y ella le daba motivo para increpar á la
política nacional argentina, que no impidió la segregación de la Provincia
Oriental después de la guerra con el Brasil en 1825, como formulaba cargos
contra la política que no pudo evitar la separación de hecho de la provincia
del Paraguay, después de 1811. “Si no se hubieran separado esos dos estados de
la Unión Argentina, seríamos hoy una gran nación, que tendría por capital
Montevideo, y habríamos suprimido dos episodios sangrientos en nuestra
historia— la guerra con el Brasil, que terminó con los tratados de 1828 y la
guerra desoladora del Paraguay”.
Distinto era el caso con
Brasil. A pesar de que Inglaterra intentó por su propia política exterior
evitar el enfrentamiento entre el Río de la Plata y el Imperio del Brasil, las
diferencias de intereses, tradiciones culturales, idiosincrasias, regímenes,
eran abismales. Los pueblos recién independizados eran republicanos, profesaban
los toscos inicios de una democracia caudillesca y se había declarado la
libertad de vientres. Brasil era la sede de un imperio europeo, colonial,
esclavista, absolutista, antiigualitario.
La guerra del Brasil fue un episodio más de esa
guerra secular que sumó nuevos rencores, especialmente por la derrota
diplomática que siguió al triunfo militar argentino.
Otro de los protagonistas de nuestra exposición
de hoy, Carlos Guido y Spano, hijo del secretario de Mariano Moreno e
inseparable amigo de San Martín: el general Tomás Guido, nos brinda un
testimonio. Cuando Tomás fue embajador en Río de Janeiro, el pequeño Carlos
conoció la Corte y el mundo de la diplomacia brasileña. En su Autobiografía
manifiesta su rechazo a cualquier alianza de Argentina con Brasil, a pesar de
haber pasado, según dice, los mejores años de su vida en aquel país. Se declara
enemigo de “la política imperial” respecto del Plata y denuncia el
expansionismo brasilero que quiere llevar sus límites del Amazonas al Río de la
Plata: “hizo falta toda la energía del gobierno y la prensa para que
nuestro poderoso vecino no nos llevase por delante -cuenta, y agrega-: (…) No
son malas tarascadas, entretanto, las que ha dado a la República Oriental; y en
cuanto al Paraguay, no ha parado hasta verle exánime”.
La guerra del Paraguay ocurre en el momento en
que se están consolidando los Estados Nacionales y las elites intentan a lo
largo y ancho de América disolver el espíritu de unidad y fomentar una
conciencia nacionalista-localista hasta entonces poco vigorosa. Es el
momento en que se empiezan a escribir las Historias nacionales separadas. Mitre
es parte importante de ese momento político-cultural, como historiador, lo
mismo que lo es como político porteño.
Desde la Revolución Hispanoamericana, hubo dos
corrientes, una continentalista y otra localista, esta última fomentada por
Inglaterra. Las burguesías comerciales
de los puertos, socias de Inglaterra, boicoteaban los esfuerzos
continentalistas por dos motivos: económicos, ya que su negocio consistía en el
comercio con la nación hegemónica, y políticos, toda vez que sus supremacías
locales se hubieran diluido en el marco más amplio de la unidad continental. El
abandono de la idea continentalista se produjo en la segunda mitad del siglo
XIX como política de las oligarquías de los distintos países. Fue entonces
cuando se construyeron los “grandes mitos nacionales”, se instituyeron los
“próceres y padres de la Patria”, se impulsó la conformación de una conciencia
nacionalista fragmentaria, se procuró ocultar en la enseñanza el carácter continental
de los procesos y se pugnó por convertir en reales las fronteras imaginarias
entre los pueblos. Diversas guerras entre hermanos y absurdos conflictos
limítrofes signaron la consolidación del “falso nacionalismo”. Este proceso, en
nuestro país, no se llevó a cabo sin resistencias. Cupo al más genuino
representante de la oligarquía porteña, Bartolomé Mitre, ejecutarlo en la
política y en la “ciencia” histórica. La Guerra del Paraguay fue uno de sus
hitos. Los últimos restos del partido federal se opusieron, y el veterano
caudillo Felipe Varela levantó casi solitariamente la bandera de la unidad
latinoamericana. Pero es necesario insistir que esa bandera no parecía todavía
algo descabellado, sino el fruto de un natural sentimiento de pertenencia. Sentimiento
tan fuerte y arraigado que fue preciso asolar territorios en guerras intestinas
para aniquilarlo. Hasta un representante de los intereses de las clases
hegemónicas como Sarmiento estaba todavía influido por él cuando en 1865 comete
la imprudencia de participar, como embajador argentino, aunque sin poderes y en
contra de las instrucciones de su propio gobierno, en el Segundo Congreso
Americano realizado en Lima con la finalidad de reafirmar los lazos entre
estados hispanoamericanos, mereciendo la enérgica reprimenda del Presidente
Mitre, mucho más consciente de lo que le convenía a Buenos Aires. Los mitristas
no querían saber nada con “el americanismo a lo Rosas del General Castilla”
(líder peruano que había motorizado la convocatoria).
LA
POSTURA DE ALBERDI
Un intelectual de las elites, pero brillante en
sus percepciones, como Juan Bautista Alberdi (digamos de pasada que fue el más
genuino representante del federalismo jurídico y doctrinario) señalaba en su
libro “El Crimen de la Guerra” (1869): “El atraso, la barbarie, la opresión,
están representadas en Sudamérica por la espada y por el elemento militar”. Si
la guerra es desastrosa y absurda en todas partes, lo es más aún en Sudamérica.
“Las dieciséis repúblicas que la pueblan –razona Alberdi- hablan la misma
lengua, son de la misma raza, profesan la misma religión, tienen la misma forma
de gobierno, el mismo sistema de pesas y medidas, la misma legislación civil,
las mismas costumbres, y cada una posee cincuenta veces más territorio que el
que necesita”. Sus argumentos en contra de la guerra son también contra el
absurdo de haber dividido el continente en una multitud de Estados
fragmentarios.
También debemos decir que fue el primero en sostener la tesis de que la guerra
del Paraguay era en realidad la guerra del Brasil contra el Paraguay, a la que
el gobierno argentino se había sumado por motivos de política interna,
inclinándose ante los intereses geoestratégicos del Brasil.
Es conocida la postura de Halperin Donghi, que
considera a la Guerra del Paraguay un efectivo catalizador del Estado Nacional
argentino.
Alberdi la ve de otra manera, por completo diferente: la guerra del
Paraguay (además de ser la guerra del Brasil contra el Paraguay) es la
continuación de la guerra civil argentina, vale decir la guerra de Buenos Aires
contra las provincias para mantener el control del puerto y los recursos
aduaneros, utilizando en este caso una alianza con el enemigo histórico rioplatense.
En su obra “Los intereses argentinos en la guerra
del Paraguay con el Brasil” (1865), define a la guerra del Paraguay
como un instrumento de la oligarquía porteña para consolidar su dominio sobre
las provincias, destruir el espíritu de resistencia mediante el desgaste en los
campos de batalla y conservar así el monopolio de las rentas aduaneras.
La prensa mitrista defenestraba a Alberdi calificándolo
traidor a la Patria y le reprochaba que criticaba la alianza de Mitre con los
brasileros cuando él mismo había apoyado la alianza de Urquiza con Brasil para
derrocar a Rosas. Sin embargo, desde el punto de vista de Alberdi, su postura
no era contradictoria, porque en todos los casos él había defendido a las
provincias contra el predominio de Buenos Aires. Para que triunfaran las
provincias, debía ser derrotado Buenos Aires, tanto en la política de Rosas
como en la de Mitre, que se presentaban como antagonistas pero que coincidían
en el sometimiento y subordinación de las provincias a Buenos Aires y el control
de la Aduana y el tráfico comercial.
Por
eso escribe en una de sus cartas o artículos de opinión: “La política
actual del general Mitre no tiene sentido común si se le busca únicamente por
su lado exterior. Otro es el aspecto en que debe ser considerada. Su fin es
completamente interior. No es el Paraguay, es la República Argentina. (…) No es
una nueva guerra exterior, es la vieja guerra civil ya conocida entre Buenos
Aires y las provincias argentinas, si no en las apariencias, al menos en los
intereses y miras positivas que la sustentan.” Y en otra parte escribe: “Las
manifestaciones de simpatía por el Paraguay durante la guerra no han sido
insultos a la República Argentina, sino la protesta dolorosa y oportuna contra
una alianza que hacía de los pueblos argentinos los instrumentos del Brasil en
ruina de sí mismos: han sido una forma necesaria de oposición, impuesta al
patriotismo argentino por la bastarda alianza brasilera. He aquí todo el
secreto argentino de mis simpatías por el Paraguay en esta lucha: no significan
sino un medio de ayudar al éxito de la causa argentina. Mis escritos desagradan
a Buenos Aires, no porque favorecen al Paraguay, sino porque defienden el
interés argentino”.
Por tales razones, ante la
impopularidad que significaba la guerra contra el Paraguay, la prensa
oficialista hizo hincapié, inicialmente, en que se trataba de una guerra
defensiva por la agresión que supuso el envío de tropas paraguayas a Uruguay a
través de territorio argentino y la toma de dos buques. Como parte de esa
estrategia comunicacional, vino en paralelo la demonización de Solano Lopez
como tirano irredimible. En una tercera instancia vino el ataque y
descalificación hacia el pueblo paraguayo en su conjunto, presentado como
esclavizado e ignorante y descalificado hasta étnicamente. Sin embargo, nunca
se logró que la guerra fuera popular en Argentina, salvo en un primer momento y
en la ciudad de Buenos Aires.
LA
DOBLE MANIFESTACION DE LA OPOSICION A LA GUERRA.
Hubo una oposición que no llegaba a plasmarse
en la prensa, pero que aparece registrada en múltiples hechos populares, en
cartas privadas y en registros de episodios, que demuestran la resistencia al
reclutamiento y a la participación en la guerra. León Pomer recoge un apunte
ilustrativo, una de esas anécdotas reveladoras: el recibo de un herrero por la
confección de un par de centenares de grillos para “los voluntarios”
que debían marchar al Paraguay. Tambien se menciona el
fusilamiento “por sorteo” de sublevados en Catamarca.
Comprometido por motivos políticos con el apoyo a la guerra, el general
Urquiza debió enfrentar dos episodios propios de la transición de la sociedad
caudillesca a la sociedad disciplinaria: los gauchos convocados se le
desbandaron y se escaparon a los montes. La primera desbandada fue la de
Basualdo, el 3 de julio de 1865, día en que desertaron tres mil reclutas
aprovechando la momentánea ausencia de Urquiza. El caudillo entrerriano fue
repetidamente advertido por López Jordan, por el coronel Juan Luis González y
hasta por su propio hijo Justo Carmelo, de que los paisanos entrerrianos no
querían participar de la guerra. Una nueva convocatoria logró reunir 6000
reclutas, a pie, (pues Urquiza había vendido todos los caballos a Brasil), y el
8 de noviembre la división de Gualeguaychú desertó
en masa, y pronto la imitaron los demás.
Esta vez se ordenó fusilar sin miramientos a los desertores capturados
con el auxilio de los soldados brasileños y uruguayos
Estos incidentes redujeron considerablemente la
participación entrerriana en la guerra, limitada a partir de entonces a los
negocios de venta de provisiones y a la incorporación de dos batallones de
infantería, que fueron embarcados en Concepción por Urquiza en persona bajo
amenaza de volarles la cabeza in situ a los que se resistieran.
De similar tenor fue la
sublevación cuyana. Ante la neutralización del partido federal, aparecieron
expresiones políticas residuales que, no obstante, expresan una acción de
resistencia organizada. Tal el caso del federal urquicista Felipe Varela, quien
desde Chile, alentado ideológicamente por el círculo intelectual de la Unión
Americana, organiza una campaña sobre Cuyo a fines de 1866 con la ayuda de 150
soldados chilenos mal armados. En concomitancia con su accionar se produce en
Mendoza la sublevación de los Colorados, tropas que se niegan a partir a la
Guerra del Paraguay y destituyen al gobernador. La rebelión se extiende
rápidamente a San Juan, La Rioja, San Luis, Catamarca y cuenta con la simpatía
de las autoridades cordobesas. Varela lanza el 10 de diciembre de 1866 en
Jáchal su famosa proclama, en la
que sostiene que el glorioso pabellón de mayo quedó en las “ineptas y febrinas
manos del caudillo Mitre” y ha sido cobardemente arrastrado por los fangales
de Estero
Bellaco, Tuyuty, Curuzú y Curupayty, quedando la
nación “empeñada en más de cien millones y comprometido su alto nombre”. "Tal es el odio que aquellos fratricidas porteños tienen a los provincianos, que muchos de
nuestros pueblos han sido desolados, saqueados y asesinados por los aleves
puñales de los degolladores de oficio: Sarmiento, Sandes, Paunero, Campos,
Irrazával y otros varios dignos de Mitre." Agrega que: “nuestro
programa es la práctica estricta de la constitución jurada, del orden común, la
paz y la amistad con el Paraguay, y la unión con las demás repúblicas
americanas." En poco tiempo Varela pasó de 150 soldados
chilenos prestados a reunir casi 5.000 montoneros y unos cuantos centenares de
indios ranqueles: la fuerza federal más importante desde la batalla de
Pavón. La posibilidad de que esta rebelión se volviera incontenible obligó a Mitre
a abandonar la jefatura de los ejércitos aliados en el Paraguay y regresar a
Rosario para organizar la represión interna. La derrota federal de Pozo de
Vargas comenzó a revertir el cuadro, que luego quedaría reducido a una guerra
de guerrillas de los federales contra los ejércitos mitristas, y concluiría con
la retirada de Varela a Bolivia.
En la provincia de Corrientes,
que fue tocada de cerca por la guerra, hubo un grupo considerable de correntinos,
de clase alta, relacionados con la política y el comercio, que apoyaron la
causa paraguaya, y a los que se llamó yerbócratas o paraguayistas. Esos correntinos no
consideraban a Paraguay un enemigo por vínculos históricos y geográficos, y se sentían
también agredidos por la política liberal porteña. Muchos de ellos serían,
luego de finalizada la guerra, juzgados como traidores a la patria.
LA
OPOSICIÓN INTELECTUAL
En las entonces llamadas “clases
ilustradas” y en la prensa, hubo distintos grados de oposición. Si bien los
periódicos expresan inicialmente apoyo a la guerra en su mayor parte, no
faltaron voces disidentes, que se fueron haciendo más numerosas y atrevidas a
medida que la guerra se prolongaba, y sobre todo a partir de Curupaytí y de la
revelación del tratado secreto que dio pie a la triple alianza, revelando que
el plan de atacar al Paraguay era anterior a las provocaciones de Lopez.
El más ilustre opositor intelectual
a la guerra del Paraguay fue Alberdi, que lo hizo en varios planos complementarios:
1)
Mediante la polémica directa con el mitrismo en sus cartas públicas o artículos
contra la guerra. El publicista argentino escribió, en total, entre
1865 y 1869, seis ensayos sobre el tema: “Las disensiones de las Repúblicas del
Plata y las maquinaciones del Brasil” (1865); “Los intereses argentinos en la
guerra del Paraguay con el Brasil” (1865) ; “La crisis de 1866 y los efectos de
la guerra de los aliados en el orden económico y político de las
repúblicas del Plata” (1866); “Tratado de la Alianza contra el Paraguay” (1866)
“Las dos guerras del Plata y su filiación en 1867” (1867) y “El Imperio del
Brasil ante las democracias de América” (1869).
2)
Alberdi mantuvo además una correspondencia privada con distintos actores, como
el diplomático paraguayo Gregorio Benites, con quien tenía amistad, y a quien
aconsejaba sobre cómo abordar la comunicación de la guerra ante las potencias
europeas, llegando a proponer que se instigara la sublevación de los esclavos
en territorio brasilero. Es dable señalar que el propio Benites reconoce que
Alberdi no pretendía recompensa alguna, que actuaba por interés patriótico y
que sólo esperaba que, si el Paraguay resultaba triunfante, ayudaría a la
Argentina en la lucha contra la tiranía de Buenos Aires. En carta del del 20 de octubre de 1868 lo
instruye sobre el modo de aprovechar políticamente la cuestión de la esclavitud
para “paralizar el ascendiente dominador del Brasil”. Sostiene que hay
que hacer con ese Imperio “lo que él hace con nosotros: llevarle a su seno la
agitación y el conflicto. La ocasión es la revolución de España, y el terreno,
la cuestión de la esclavitud. Abolir la esclavitud de los negros, es crear
nuestro ejército republicano de vanguardia en el corazón del Brasil. Ud. puede
hacer mucho en este sentido. Es un digno trabajo de los diplomáticos de la
América republicana en París.”
·3)Compuso
asimismo una de sus obras más notables como aporte de teorización contra la
guerra con puntos en contacto con Grocio y con la Paz Perpetua de Kant: “El
crimen de la Guerra”, que fue escrita en 1869 pero recién se publicó en 1895
(veintiséis años después) en el volumen II de los Escritos póstumos,
con considerables adulteraciones y hasta la eliminación de párrafos enteros. Si
bien esta obra no se refiere expresamente a la guerra del Paraguay, fue
directamente inspirada en aquella contienda y escrita con motivo de ella. Es un
libro tan notable que con razón se dijo que si hubiera sido publicado en Europa
y no en Argentina habría dado a su autor renombre universal. En él hizo una
exposición sistemática de los argumentos jurídicos, morales y económicos en
contra de la guerra y expresó su visión sobre las relaciones entre los Estados.
Es la obra de un gran pacifista, de un humanista convencido y de un hombre
comprometido con su tiempo. Es la condenación de la guerra en todas sus formas,
de la guerra como práctica internacional, del culto de la guerra y de las
glorias militares, de la santificación de las matanzas y los crímenes que la
guerra trae aparejados. Alberdi se revela, además, como un gran teórico del
Derecho Internacional, un precursor. Anticipando soluciones que tardarían
décadas en alcanzarse, previó la organización de una Sociedad de Naciones, la
conformación de una Justicia Internacional que castigara a los responsables del
crimen de la guerra y la protección internacional de los derechos humanos. “El
crimen de la guerra –dice al comienzo de su libro-. Esta palabra nos sorprende
sólo en fuerza del grande hábito que tenemos de esta otra, que es la realmente
incomprensible y monstruosa: el derecho de la guerra, es decir, el derecho del
homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala
posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la guerra.”
“Estos actos son crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La
guerra los sanciona y los convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a
ser en realidad la guerra el derecho del crimen, contrasentido espantoso y
sacrílego, que es un sarcasmo contra la civilización”. Más adelante
agrega: “La guerra es un modo que usan las naciones de administrarse la
justicia criminal unas a otras con esta particularidad, que en todo proceso
cada parte es a la vez juez y reo, fiscal y acusado, es decir, el juez y el
ladrón, el juez y el matador.” Alberdi se opone al contrasentido de que
existan dos derechos, uno que rige a los individuos castigando sus crímenes y
otro que rige a los Estados, santificando los crímenes de guerra. “Si el
derecho es uno –argumenta- ¿puede la guerra, que es un crimen entre los
particulares, ser un derecho entre las naciones?.” La guerra, advierte
Alberdi, “consume la riqueza nacional”, es un “factor de despoblación”,
una “causa de crisis económica”. “Por grande que sea el mal que la guerra haga
al enemigo, mayor es el mal que hace al país propio”. “La guerra puede ser
fértil en victorias, en adquisiciones de territorios, de preponderancias, de
aliados sumisos y útiles; ella cuesta siempre la pérdida de su libertad al país
que la convierte en hábito y costumbre”. El primer efecto de la guerra
es “un cambio en la constitución interior del país en detrimento de su
libertad, es decir, de la participación del pueblo en el gobierno de sus
cosas”. Así “todo país guerrero acaba por sufrir la suerte que él pensó
infligir a sus enemigos”. Su poder no pasará a manos del extranjero, “pero saldrá
siempre de sus manos para quedar en las de esa especie de Estado en el Estado,
en las de ese pueblo aparte y privilegiado que se llama el ejército. La
soberanía nacional se personifica en la soberanía del ejército y el ejército
hace y mantiene los emperadores que el pueblo no puede evitar”. “El soldado
romano se hacía vestir, alimentar y alojar por el trabajo del extranjero
sometido, mientras que el soldado moderno recibe ese socorro en la gran mayoría
del pueblo de su propia nación, convertida en tributaria del ejército, es
decir, de un puñado privilegiado de sus hijos; el menos digno de serlo, como
sucede a menudo con toda aristocracia.”. La guerra trae consigo “la ciencia y
el arte de la guerra, el soldado de profesión, el cuartel, la caserna, el
ejército, la disciplina, y a la imagen de este mundo excepcional y privilegiado
se forma y moldea poco a poco la sociedad entera”. Las glorias militares,
insiste Alberdi, “tienen por precio la libertad”. La guerra sólo es
justa cuando tiene como objetivo la liberación nacional. “Lejos de ser un
crimen, la guerra de la independencia de Sud América fue un grande acto de
justicia por parte de ese país”. No obstante lo cual, atribuye la libertad de
América a un movimiento general de la civilización y a una conquista de los
pueblos, no al acierto de los generales, “exaltados por la vanidad nacional”.
Otra forma eficaz de desalentar las guerras consiste en responsabilizar a sus
autores. “Las guerras serán más raras a medida que la responsabilidad de
sus efectos se haga sentir en todos los que las promueven y suscitan”. “La
responsabilidad penal será al fin el único medio eficaz de prevenir el crimen
de la guerra, como lo es de todos los crímenes en general. Mientras los autores
del crimen de la guerra gocen de inmunidad y privilegios para perpetrarlo en
nombre de la justicia y de la ley, la guerra no tendrá ninguna razón para dejar
de existir”. El castigo de la falta “podrá ser capaz de contener a los
que encienden con tanta facilidad las guerras sólo porque están seguros de la
impunidad”. Y cuando la sanción penal no es posible, debe aplicarse
indefectible la sanción moral: “Yo sé que no es fácil castigar a un asesino que
dispone de un ejército de quinientos mil cómplices armados y victoriosos; pero
si el castigo material no puede alcanzarlo por encima de sus bayonetas, para el
castigo moral de la opinión pública no hay baluartes ni fortalezas que protejan
al culpable”. “Las guerras serían menos frecuentes si los que las hacen –los
jefes de las naciones- tuvieran que exponer su vida... La irresponsabilidad
directa y física es lo que las multiplica... Si la guerra es un crimen,
el primer culpable de ese crimen es el soberano que la emprende... Si estos
actos son el homicidio, el incendio, el saqueo, el despojo, los jefes de las
naciones en guerra deben ser declarados, cuando la guerra es reconocida como
injusta, como verdaderos asesinos, incendiarios, ladrones, expoliadores, etc.”
Alberdi lleva sus concepciones contra la guerra a la proposición de un orden
internacional fundado en la existencia de un “pueblo-mundo”. “Si hay un pueblo
que está llamado a realizar perpetuamente el gobierno de sí mismo (self
government), es ese pueblo compuesto de pueblos que llamamos el género humano”.
El conjunto de las naciones, prevé Alberdi, se organizará paulatinamente
conformando una sociedad universal, celebrando Congresos o parlamentos
internacionales y dictando las leyes que rijan a los Estados en sus relaciones.
Ello no será obra solamente de las ideas, sino de los factores cohesivos entre
las naciones, el comercio, las comunicaciones, el intercambio pacífico. En esa
nueva organización se constituirán Tribunales de Justicia internacional para
dirimir los conflictos, aplicar el Derecho Internacional y castigar a los
culpables de las guerras de agresión. Alberdi prevé la consagración
internacional de los Derechos Humanos al sostener que “las personas
favoritas del derecho internacional son los Estados; pero como estos de
componen de hombres, la persona del hombre no es extraña al derecho
internacional”. El derecho internacional “es un derecho del hombre como lo es
del Estado; y si él puede ser desconocido y violado en detrimento del hombre lo
mismo que del Estado, tanto puede invocar su protección el hombre individual
como puede invocarla el Estado”. Cuando uno o muchos individuos “son
atropellados en sus derechos internacionales, es decir, de miembros de la
sociedad de la humanidad, aunque sea por el gobierno de su país, ellos pueden,
invocando el derecho internacional, pedir al mundo que lo haga respetar en sus
personas, aunque sea contra el gobierno de su país”. La evolución del derecho
internacional no hizo más que confirmar el acierto de ese gran humanista
práctico y pacifista militante.
Alberdi también cantó la alabanza
del ejército paraguayo, sosteniendo que era el pueblo en armas. Es “superior
al del Brasil porque se compone de ciudadanos, no de aventureros, de esclavos y
de hombres venales. Esos ciudadanos son libres en el mejor sentido, en cuanto
viven de sus medios, no del Estado. El que tiene un pedazo de tierra, un techo,
una familia, y debe a su trabajo el sustento de su vida, ese hombre es señor de
si mismo, es decir, libre en el mejor sentido. Diez libertades de la palabra no
valen una libertad de la acción, y solo es libre en realidad el que vive de lo
suyo. Todo soldado paraguayo sabe leer, y raro es el que no sabe escribir y
contar. (…) Aunque la paz ha sido la regla de su vida, las armas y el arte
militar han sido un objeto constante de cultivo. Amenazados y desconocidos
siempre en su independencia, los paraguayos han vivido, desde mil ochocientos
diez, con la idea que tendrían que abrirse paso por las armas para salir del
bloqueo geográfico que eles imponía la aspiración de Buenos Aires a
reconquistar una antigua provincia argentina. La guerra, sin embargo, no ha
sido industria para el paraguayo; ha sido un simple deber de honor, la religión
del patriotismo. Su ejército modesto, no abunda en generales ni coroneles, como
en otras repúblicas, y los sueldos son insignificantes. En su casa, en el
ejército, en la paz, en la guerra, en su país, o prisionero en país extranjero,
el paraguayo tiene la conciencia de lo que es, un ciudadano que vive de sus
medios, no de estipendio del Estado. (…) Comparad con el soldado del Paraguay
el soldado de Brasil, por el lado de las condiciones que dejamos señaladas, y
veréis que nada es más lógico que lo que está sucediendo en esa inacabable
guerra. El soldado imperial, encargado de dar libertad al ciudadano del
Paraguay, no es él mismo un ciudadano, es un súbdito de un monarca. No solo
carece de propiedad sino que él mismo fue la propiedad de su amo el día
precedente, y si ha dejado de ser cosa, no es para ser ciudadano, ni ejercer
las libertades de tal (…). En el Brasil, en que la tierra es el patrimonio de
una minoría oligárquica y el sustento del hombre, como en África, es eventual o
contingente, esa clase abunda más que en México y en Chile. De ahí sale la gran
masa de sus ejércitos (…) La pequeña República (de Holanda) triunfó del más
grande de los imperios modernos, porque el poder no está en el número de los
soldados, sino en el temple de las almas, en la conciencia fuerte de la
justicia de su causa, en la abnegación y el desinterés patriótico. Ese recurso
abunda en Paraguay y falta en Brasil”
Juan María Gutiérrez ejemplifica el malestar de
la intelectualidad argentina en cartas privadas donde sostiene “La Argentina
está comprometida en una guerra estéril bajo todos los conceptos (…) Estamos
metidos en un berenjenal del que, derrotados o victoriosos, nos acaremos sino
males más o menos próximos”. El coronel Alvaro
Barros, de destacada actuación contra los indios, se pregunta: “Algunos actos
secretos de provocación produjeron el ataque a
armado contra dos buques argentinos”, pero una vez arrojado el invasor
de Corrientes,”¿Qué intereses hicieron continuar la guerra…?” Entre los intelectuales y plumas de la época
que se pronunciaron contra la guerra del Paraguay destacan: Carlos Guido y
Spano, Olegario V. Andrade, Miguel Navarro Viola, José Hernández.
Guido y Spano tomó valientemente la defensa del
Paraguay y la condenación de la guerra, al punto de que Mitre ordenó su arresto.
Su
hermoso poema “Nenia” reflejaba de manera poderosa la desolación del país
vencido.
¡Llora, llora urutaú
en las ramas del yatay,
ya no existe el Paraguay
donde nací como tú
¡llora, llora urutaú!
¡En el dulce Lambaré
feliz era en mi cabaña;
vino la guerra y su saña
no ha dejado nada en pie
en el dulce Lambaré!
¡Padre, madre, hermanos! ¡Ay!
Todo en el mundo he perdido;
en mi corazón partido
sólo amargas penas hay
¡Padre, madre, hermanos! ¡Ay!
La prensa mitrista se burlaba de estos versos
de alto impacto, diciendo que ni Guido Spano había nacido en el Paraguay, ni el
yatay tiene ramas ni el Paraguay ha dejado de existir. Pero la belleza del
poema le ha merecido el destino que Manuel Machado consideraba el máximo honor
de las coplas: el volverse anónimo a fuerza de ser popular.
En su muy valiente libro “El Gobierno y
la Alianza” (1866), hace un repaso objetivo
de todos los antecedentes de la guerra, comenzando con la intervención en el Uruguay,
y desarrolla con profusión de argumentos su opinión condenatoria de la guerra,
de la administración Mitre y de la alianza con el Brasil.
Otro poeta, Olegario V. Andrade, que había sido
protegido de Urquiza y secretario personal del presidente de la Nación, Santiago
Derqui, fundó en 1864 el periódico El Porvenir, en el que
criticaba con acidez la política porteña y sobre todo la Guerra del Paraguay. Dos
años después publicó el folleto “Las dos políticas: consideraciones de
actualidad”, donde retoma el
tema alberdiano de las divergencias insalvables entre los intereses porteños y
los del interior del país. Poco después Mitre clausuró “El porvenir”, obligando
a Andrade a mudarse a Buenos
Aires para publicar en El Pueblo Argentino. En
sus campañas periodísticas denuncia que la triple Alianza "derriba
por fin con `el hacha de la iniquidad, las puertas de un pueblo hermano y se
sienta sobre sus escombros, como el genio de la desolación`".
Escribe “formidables alegatos contra la política de represión a las
provincias y de alianza con el Imperio del Brasil contra Paraguay” comparables a los que escribía Alberdi en
Europa …)Presenta el martirio de
Paysandú a manos de los ejércitos y escuadras de Brasil y Uruguay como una
premonición, un símbolo heroico, que es también la representación de la
resistencia del viejo federalismo provinciano a las políticas de Buenos Aires. “En Paysandú está el sepulcro de
Leónidas” -escribe, y agrega: - “La sombra de Leandro Gómez vaga por los aires
demandando venganza”. En su poema, “A Paysandú”, escribe:
¡Sombra de Paysandú!
¡Sombra gigante que velas los despojos de la
gloria!
Urna de las reliquias del martirio, ¡espectro
vengador!
¡Sombra de Paysandú! ¡lecho de muerte,
donde la libertad cayó violada!
¡Altar de los supremos sacrificios, santuario
del valor!
Y más adelante:
Las
bombas estallaron con hórrido estampido,
dejando tras sus huellas sangrienta claridad;
el polvo de las ruinas se eleva enrojecido,
y gritan los esclavos: “¡Viva Su Majestad!”
En cuanto a José Hernández, ya su hermano Rafael
había luchado junto con otros argentinos en la defensa de Paysandú,
desobedeciendo la consigna neutralista de Urquiza. Herido en
cómbale, Rafael se refugió en la isla de Caridad, hasta donde llegó su hermano
José, acompañado de Carlos Guido y Spano. El autor del Martin Fierro
también condenó la guerra y denunció abiertamente sus inconfesables fines desde
las páginas de El Eco de Corrientes (1867), fundado por él,
con el apoyo del gobernador Evaristo López, y prosiguió su campaña anti
mitrista en las columnas de El Río de la Plata de Buenos Aires
(1869), periódico que funda con la colaboración de las plumas de
Guido y Spano, Agustín de Vedia, Navarro Viola, Vicente Quesada, Estanislao
Zeballos y Mariano Pelliza. Allí vuelve a cuestionar la guerra del Paraguay rebatiendo
los argumentos porteñistas y belicistas e intima al presidente
Sarmiento a que ponga fin a esa contienda “única en
los anales de Sudamérica (…) que nos ha arrebatado millares de argentinos,
brazos robustos que la patria reclamaba para su bienestar y progreso,
esperanzas halagüeñas de inteligencia y de vida” (El Río de la
Plata, Buenos Aires, 24 de agosto de 1869, editorial). Vuelve sobre el tema
días después (27 de agosto), en estos términos: “Pero ya
que los sucesos han seguido su curso; ya que el gobierno no ha creído que debía
romper la herencia tradicional de su antecesor hagamos votos porque el
desenlace de la contienda le induzca a buscar el camino de la reparación”. Más
tarde, en un discurso legislativo definió categóricamente: “Mitre ha sido
la entidad más funesta que han conocido estos países... él pobló de cadáveres
nuestras campañas con sangrientas intervenciones armadas; holló la soberanía de
las provincias con atentatorias y farisaicas intervenciones pacificas;
consintió la barbarie, de que ha sido objeto el partido federal; hizo enmudecer
la prensa libre, desterrando a los que levantaban su voz para pedir justicia
contra los atentados; sancionó el Tratado de la Triple Alianza, contra las
conveniencias y contra el sentimiento nacional; precipitó al país a la guerra
con el Paraguay, y ha permanecido tres años al frente del ejército para hacer
conocer su impericia e incapacidad militar (...)”
El connotado publicista uruguayo Juan Carlos
Gómez, distinguido miembro del liberalismo rioplatense, dirige el 15 de
diciembre de 1869 una carta pública a Bartolomé Mitre e inicia una polémica
resonante con éste sobre causas y fines de la guerra del Paraguay. Gomez
repudiaba lo que él llamaba “tiranía de López”, pero advertía Mitre
valientemente: “Los proveedores y los mercachifles le baten palmas” (a Mitre),
pues dicen que “hoy nadamos en oro y vamos á ceñir el laurel del triunfo á la
sien de nuestros bravos. Pero la polvareda de los intereses y de los egoismos (…) va á ser disipada pronto”. Dirige a Mitre varios
cargos entre ellos, haber reducido “á los pueblos del Plata á un papel
secundario, de meros auxiliares de la acción de la monarquía brasilera”; ésta “ha
hecho su obra, y no la nuestra: deja establecida su conveniencia y suprimida la
nuestra en el Paraguay”; se ha adulterado la lucha, “la hemos convertido, de
guerra á un tirano, en guerra á un pueblo; hemos dado al enemigo una noble
bandera para el combate; le hemos engendrado espíritu de causa; le hemos creado
una gloria imperecedera, que se levantará siempre contra nosotros”; “hemos
perpetrado el martirio de un pueblo que en presencia de la dominación
extranjera, simbolizada por la monarquía brasilera y no de la revolución que
hubiera simbolizado sólo la república de los pueblos del Plata, se ha dejado
exterminar hombre por hombre, mujer por mujer, niño por niño, como se dejan
exterminar los pueblos varoniles que defienden su independencia y sus hogares”
“La afianza acabará; pero el pueblo paraguayo no se acabará, y la defensa
heroica del Paraguay ha de ser allí la gran bandera”, sostiene.
En Europa existió
también una importante propaganda periodística como resultado del esfuerzo que
desplegaron los cuatro países beligerantes a través de sus agentes para la
captación de opiniones, y de la que participaron
polemistas europeos como Eliseo Reclus -cuyos artículos fueron publicados
en La Revue des Deux Mondes-, Claude La Poëpe /Charles Expilly,
Theodore Mannequinn y Thomas Hutchintson, a favor de la causa paraguaya. Reclus, uno de los más
célebres geógrafos del siglo XIX, además de notorio teórico y militante
anarquista, denunciaría: “Después
de la guerra, casi toda la superficie del Paraguay, que dejó de ser ocupada,
entró en el dominio público. Dueño de esta inmensa propiedad nacional, el
gobierno la puso en venta, a tanto la legua cuadrada, según el valor de las
tierras y la proximidad de los mercados. Los especuladores argentinos, ingleses
y norteamericanos, se echaron sobre la presa, sin respectar siquiera las
pequeñas porciones donde las familias guaraníes cultivaban el suelo de
generación en generación, sin que hubiera tenido jamás de tener que hacer
constar sus títulos de propiedad… en pocos años los vastos territorios fueron
adjudicados a propietarios ausentes, y en adelante ningún campesino paraguayo
podrá cavar el suelo en la patria sin pagar renta a los banqueros de Nueva
York, Londres, o Ámsterdam”.
Un último episodio para concluir
con la tónica indicada al comienzo. Una breve mención en una carta de un
viajero inglés entreabre una puerta a otro tipo de resistencia a la guerra: la
conformación de un campamento de desertores escapados de todos los ejércitos:
el llamado “Quilombo del Gran Chaco”. La noticia de este singular fenómeno
proviene de la carta XXIII del viajero, cónsul itinerante y espía inglés
Richard F. Burton (1821-1890), el celebérrimo traductor de “Las mil y una
noches” y el “Kamasutra”, quien, testigo de la guerra y visitante ilustre,
cuenta: “del lado opuesto del Río Paraguay, el del Gran Chaco, se ha
fundado un amplio quilombo o establecimiento de fugitivos, donde brasileños y
argentinos, orientales y paraguayos viven juntos en mutua amistad y en
enemistad con el resto del mundo y la guerra”.
Esta curiosa noticia ha sido recreada como disparador en una iniciativa
de autores provenientes de los países involucrados en la contienda, para
reflexionar a través de la ficción sobre la guerra (Augusto Roa Bastos,
Alejandro Maciel, Omar Prego Gadea y Eric Nepomuceno). No sabemos qué fue de
aquella gente, fugitivos de la guerra, rebeldes a la masacre y a los mandones
de turno, iniciadores de una suerte de utópica república pacifista, un quilombo
de esclavos autoliberados, un falansterio de veteranos hartos de matanzas, en
medio del monte chaqueño. Al menos por un tiempo, los destinados a ser carne de
cañón se rebelaron al destino que les había impuesto la geopolítica y sus estrategas.