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viernes, 2 de octubre de 2020

CÓMO VINO EL GOLPE DE 1976: TERRORISMO DE ESTADO Y SEGUNDA RESISTENCIA- recuerdos de Fernando "Pato" Galmarini, reportaje de Javier Garin


 



Por Fernando "Pato" Galmarini, reportaje por Javier Garin



                    

         -Con tu ida y la de otros compañeros a la JP Lealtad, ¿tuviste inconvenientes con Montoneros?

         -Fueron momentos duros, difíciles, por varios motivos. Uno, porque nos estábamos separando de compañeros a los que queríamos mucho por haber iniciado hacía años una trayectoria política común. Por otro lado, a pesar del cariño que les teníamos, nos dábamos cuenta de que eso no daba para más por los motivos que expliqué. Sufrimos algunos aprietes. Marcela en ese momento tuvo que afrontar una muy dura apretada de uno de los jefes de la organización. Entre muchos otros que padecieron situaciones similares. La historia cuenta de juzgamientos internos por traición, y desde ya amenazas de venganza por haber abandonado la orga. La cosa no venía fácil. No largamos los fierros inmediatamente porque temíamos las represalias. No era un juego, era en serio la cosa. No sabías si te mataba la triple A, los Montoneros, la cana, los servicios…

         -¿Iniciaste una actividad política abierta?

         - Sí. Muchos nos fuimos a vivir y hacer política en nuestros territorios. Fue en ese año de la muerte de Perón, pleno 1974, que hice mi bautismo de fuego como orador en un acto en San Isidro, donde también fueron oradores Norberto Gavino, sobreviviente de los fusilamientos de 1956, y en ese entonces intendente de San Isidro, el Negro Campos, intendente de San Martín vinculado a los metalúrgicos, y más tarde asesinado por Montoneros, y Abel Varela. A mucha gente del peronismo la conocía por jugar en Acasusso.

                   -¿Todavía seguías jugando al fútbol?

                   - Sí, pero ya me estaba despidiendo: recuerdo que en esos meses borrascosos de 1974, con los muchachos de Acassusso, jugamos de sparrings de la Selección Nacional. Con los años yo iba a conocer muy de cerca a algunos de los cracks de esa Selección, que no anduvo bien en el Mundial de Alemania, pero que eran grandes jugadores: Perfumo, Wolf, Fillol, Babbington, Brindisi, el “Hueso” Rubén Glaría (un amigo; años más tarde sería el primer Intendente de José C. Paz, cuando Duhalde,  siendo gobernador, dividió el distrito de General Sarmiento).

                -Hay una anécdota que siempre comentás de Perón poco antes de morir, hablando de fútbol…

                -Ah, sí. El que me la contó es justamente el Hueso Glaría al tomar unas gaseosas al final de uno de esos partidos. Contó que  lo visitó a Perón con otros jugadores de San Lorenzo y de otros clubes, algunos de los cuales iban a viajar a Alemania para jugar en el Mundial. Habían sido invitados a la casa de Gaspar Campos por Rucci. Después de un larguísimo introito de Perón, donde habló de ecología, de geopolítica, de todos los tópicos que solía tocar por esa época en todas sus reuniones, y que los jugadores a duras penas entendían, dice que Perón les preguntó quiénes iban a Alemania como mundialistas. Estaban el Ratón Ayala, el Hueso y algunos otros seleccionados. Perón les advirtió: “Tengan cuidado con los holandeses”. Y todos los jugadores pensaron que los estaba cargando, que el Viejo no entendía un joraca de futbol. ¿Los holandeses? ¿Y desde cuándo sabían jugar los holandeses? Antes del Mundial hubo un amistoso en Amsterdam donde los holandeses nos ganaron cuatro a uno. Vino el Mundial y fueron la gran sensación. El día que jugaron con Argentina nos pasaron por arriba, nos aplastaron cuatro a cero. “¡Ahí nos acordamos lo que nos había dicho el Viejo y que no le habíamos dado ni cinco de pelota!”, decía el Hueso (Risas).

         -Yo era chico y recuerdo ese partido. Me quedó grabado en la retina. Las camisetas “grises” holandesas, porque no había televisión color para ver el naranja, eran como una ola. Se defendían todos juntos y atacaban de golpe todos juntos también. Una pesadilla.

         -Bueno. Así era Perón. Siempre informado de todo. Acá algunos giles lo subestimaban.

          -En esos años entre la muerte de Perón y el golpe de Estado, ¿ocupaste algun cargo?

                - Sí –responde el Pato-. Yo estuve en dos lados. Primero en el Mercado Central de Buenos Aires en la Ricchieri. El Mercado había sido una idea de Perón ya en los años cincuenta… Como yo venía estudiando comercialización, y laburando en empresas de alimentación, me metieron ahí. Pero un día me encontré con Alejandro Yebra, que había sido técnico de la Selección Argentina de Fútbol con Cesarini, y me invitó a participar en el Gobierno en el área de Deportes. Era periodista deportivo. Fui a trabajar con él a la Secretaría de Turismo y Deporte. ¡Y ahí me pegué un embale!… ¡todo me gustaba! En medio del quilombo… Porque era todo un quilombo que seguía creciendo. El Secretario de Turismo y Deporte era el Coronel Adolfo Philippeaux, que se había sublevado en La Pampa en el 56, y que ahora, veinte años después de aquella sublevación, al ver que pasaban sobrevolando los aviones golpistas, subía a la azotea de Acción Social y les tiraba con su pistola reglamentaria. Bajaba, y estaba más tranquilo: había tiroteado un par de aviones (Risas).

           “Isabel hacía lo que podía…y no podía mucho. Era común enterarse por los diarios de los atentados políticos. Justo en el Ministerio donde yo trabajaba había estado López Rega hasta un tiempito antes de ingresar yo. López Rega manejaba la Triple A o una parte de ella, y era uno de los responsables de esa violencia con bandas parapoliciales que se había instalado. Pero ya no quedaba nadie de su gente en el Ministerio. Al “Brujo” lo rajó el movimiento obrero después del “Rodrigazo”, que fue un conjunto de medidas económicas muy perjudiciales para los trabajadores. Yo estuve en la plaza, cuando los laburantes pidieron su cabeza. Fundamentalmente las 62 organizaciones, con Lorenzo Miguel al frente… Hubo una enorme movilización para rajarlo al brujo, abiertamente enfrentado al sindicalismo. ¡Lo que lo putearon ese día! No le quedó otra que renunciar, con todo el poder y la triple A y los fierros y las bandas armadas que tenía. Por eso, cuando el movimiento obrero se para de mano, no hay violencia que valga. Y esta movida hay que reconocérsela a Lorenzo. Fue una movida muy polenta, pero tardía, para salvar, no sólo al gobierno, sino a la democracia. Isabel intentó mantenerse en el gobierno, y a pesar de los aprietes militares, se negó a renunciar. Los milicos no podían permitir una salida institucional, y estaban decididos a volver por todo y por todos. Creyeron que era la oportunidad de destruir de una vez al peronismo al haber muerto su creador

         -Cuando viste que se venía el golpe, con toda esa militancia previa que te comprometía, ¿pensaste en irte del país?

           -La verdad que no. El 23 de marzo de 1976 trabajé como habitualmente en la Subsecretaría de Deportes. Esa noche, mientras yo dormía, se llevaron detenida a la Presidenta en un helicóptero, y se inició una época nefasta en la que perdí muchísimos amigos, compañeros y ex compañeros, y en la que mi familia y yo pasamos situaciones muy jodidas. Claro que a otros les fue mucho peor. Yo estoy para contarla.

            “Me acuerdo exactamente cuatro días antes del golpe. Estaba en la casa de un compañero de San Isidro viendo el partido de la Selección contra la Unión Soviética, que se jugó bajo la nieve. Luis Belaustegui me hablaba de la posibilidad del golpe y yo no oía, o, como muchos de nosotros, no quería oír. Quería ver el partido. Ganó Argentina con gol de Kempes y una gran actuación del “loco” Gatti. El mismísimo día del golpe jugó Argentina contra Polonia y también ganó con goles de Houseman y de Scotta. No éramos conscientes de lo que se venía”.

                       "El vacío que produjo la muerte de Perón se sintió profundamente. Era una tarea sobrehumana soportar las tensiones que  inclusive a Perón le había resultado difícil contener y canalizar, agravadas por los efectos sobre la Argentina de esa etapa de la Guerra Fría en que las superpotencias desarrollaban su partida sobre el tablero del mundo usando a los pueblos como fichas."

             - El golpe de 1976 ya estaba previsto antes de que regresara la democracia. En Estados Unidos y en los círculos de la dictadura militar argentina se evaluaba con razón que impedir el regreso de Perón era imposible. Tomaron como táctica dar un paso atrás, dejar la escena a Perón y prepararse para boicotear su gobierno y dar un nuevo golpe de Estado que vendría por todo. Perón lo sabía y muchas veces advirtió a sus partidarios, y en especial al sector juvenil, que había una avanzada imperialista en América Latina –Banzer en Bolivia, dictadura militar en Brasil, golpe de Pinochet en Chile, un Perú jaqueado, golpe blando en Uruguay- y eran momentos de andar con cautela ¿Te parece que Perón no fue escuchado cuando advertía sobre este peligro? 

          -No. Muchos no lo escucharon, tal vez consideraron poco heroico cuidar la democracia y terminaron equivocando el camino. Lamentablemente a derecha e izquierda le hicieron el juego al golpe de Estado.

         -¿Era la teoría del “cuanto peor, mejor”?

         -Claro. Y cuando vino la represión ni se detuvo ni se limitó a los que estaban o estuvieron con el fierro en la mano: encarcelaron dirigentes gremiales y políticos. Intervinieron la CGT, los sindicatos, el PJ. Secuestraron, torturaron y desaparecieron compañeros a mansalva. La guerrilla –que además ya estaba militarmente derrotada cuando se produce el golpe- sirvió de excusa. El golpe fue contra el peronismo, como expresión de la democracia y la soberanía popular. Venían a hacernos pelota.

              -¿Y cómo repercutió eso en tu vida?

         -En esa época hacía un tiempo que vivía con Marcela Durrié. Fue a ella a la que vinieron a buscar una noche, no a mí. Primero fueron a la casa de mi madre. Los del Falcon subieron al departamento de mamá, en Rivadavia 195, San Isidro, con el portero. Quisieron que les dijera dónde vivíamos. Ella se hizo la tonta: “estos jóvenes, ya ni se acuerdan de visitar a la familia”, y no les informó nada. Igual alguien habrá hablado, porque varios en el vecindario sabían que Marcela estaba empleada en un sanatorio a media cuadra, y los del grupo de tareas fueron a buscarla allí, pero no la encontraron. Después fueron al Hospital de Niños de San Isidro, otro lugar en el que hacía guardias una vez por semana, y al no encontrarla tampoco, lo apretaron al Director, que se portó como los dioses, tampoco les dijo nada, se hizo el boludo. Y la verdad es que si la encontraban era boleta. Y si nos encontraban juntos, era boleta yo también. Ya vivía mi tercera hija y la primera con Marcela: Malena. Mi vieja, pobre, tuvo la iniciativa de venirse a casa en un taxi para avisar que nos estaban buscando.  “Si la siguieron, estamos listos”, pensamos con Marcela. Y nos rajamos de inmediato. Le avisé nuestro raje a un amigazo, un vecino profesor de judo, Angelito Stamboulis, y le pedí que por las noches encendiera las luces de casa, para que no nos vinieran a afanar durante la ausencia. Ángel era, además de profesor, gendarme.  Me dijo que iba a moverse y contactar gente para sacarnos de la situación en que nos encontrábamos.

         -¿Y dónde se rajaron?

         -Caminábamos mucho y dormíamos donde podíamos y, algún tiempo, lo pasamos en la zona de studs de San Isidro, donde nos cuidaban vareadores amigos, peronistas de ley. La otra vez una de mis hijas vio la película “Infancia clandestina” y me dijo que le hacía acordar algunos momentos de lo que vivimos en aquellos años.

         -¿Fue en esa época que perdieron un bebé?

         -Así es. No recuerdo exactamente las fechas, pero habrá sido por esos días que estábamos rajados y buscábamos refugio donde podíamos. Y había en San Isidro un matrimonio con hijos, unos militantes que habían pasado por la JP y luego por la JP Lealtad, y les fuimos a pedir de pasar un día o dos allí. Marcela estaba embarazada de nuevo, después de haber tenido a Malena, y era un embarazo reciente. La cuestión es que estos que creíamos compañeros se julepearon y nos dijeron que no, que no nos iban a recibir. Hoy uno puede entender el miedo que tenían, pero en ese momento fue un golpe muy duro, y fue tanto el disgusto de Marcela que ahí nomás, en la puerta de la casa de esta gente, tuvo un aborto espontáneo y perdió el bebe. Sólo nos detuvimos para que ella se higienizara, lógicamente ella era médica, sabía lo que había que hacer, y sin pedirle más nada a esta gente, nos fuimos.

         -Una situación terrible.

         -Bueno, eso ejemplifica un poco el momento que se vivía. Cada tanto llamábamos desde un teléfono público a  Angelito por novedades. Un día nos citó en la estación San Isidro. Fuimos. Nos cuenta que había estado tratando de tomar contacto con capos de un grupo de tareas que operaba en la zona, para explicarles que nosotros éramos buena gente.  Y me dice: “Pato, esta noche vienen cuatro de esos tipos a casa. Quieren hacerles preguntas. En realidad, es con Marcela con la que quieren conversar”. Nosotros estábamos muy complicados. No éramos clandestinos, no teníamos dónde ir, acabábamos de pasar por esto que te cuento, y Marcela me dice: “Vamos, Pato, Angelito es una garantía”. Así que esa noche estábamos en casa de Ángel, con él y su mujer María Rosa, esperando.

         -Qué momento.

         -¿Qué te parece? Al rato caen los tipos. De sólo mirarlos ya nos daba repugnancia: seguro que habían secuestrado, torturado y matado a amigos nuestros. Nos sentamos en el comedor. Por la ventana se alcanzaba a ver nuestra casa, que quedaba enfrente. El represor que llevaba la voz cantante (al que después bautizamos “Coquito”) era un gordo grandote y usaba una polera, aunque casi no tenía cuello. Coquito empezó el interrogatorio. Todas las luces estaban apagadas, menos una lámpara en el centro de la mesa que apuntaba a los ojos de Marcela. Coquito estaba del lado de la sombra. Los tres acompañantes junto a él. Yo estaba a un costado, con Ángel y su mujer. “¿De dónde sos, qué hacés, dónde trabajaste, dónde militás?” Pensá que estos cuatro tipos estaban interrogando a una pendeja recién recibida de médica y madre primeriza. Era muy difícil. Yo empecé a sentirme ansioso y me quise meter en la conversación para distender un poco. Me cagaron de un grito: “¡Silencio! Con usted no es. No rompa las bolas, después hablamos con usted”. Y siguió el interrogatorio como dos o tres horas más. Insoportable. Al final el gordo Coquito le dice a Angel: “No tengo las cosas claras. Ella nos va a tener que acompañar”. Yo protesté pero Marcela dijo: “Está bien, yo voy”.  Y Coquito: “Bueno, señora: la vamos a meter en el baúl, la vamos a llevar”. En ese momento reaparece en el comedor la mujer de Ángel, María Rosa, que había salido un instante, y le dice a Coquito: “Vos no te la llevás nada. Ella no va a ningún lado. El compromiso era que los interrogabas, pero no que te llevabas a alguien. ¡Acá se hacen las cosas como habíamos establecido!”. Menos mal que se plantó porque, si no, no sé cómo terminaba la cosa. Seguro que mal. Si en ese momento te chupaban, estabas jodido. Coquito le reclamó a Ángel que parara a su mujer, y al fin terminó comprometiéndose a no llevar a Marcela ni voltearnos la casa; harían una investigación complementaria y un nuevo interrogatorio allí mismo en tres o cuatro días.

         -¿Y se animaron a volver?

         -No teníamos otra. Nos volvimos a encontrar en lo de Ángel. Los tipos tenían el prontuario completo de Marcela. Lo único que parece que no sabían era su paso por Montoneros. Ella les había hablado de la Juventud Peronista, de la militancia universitaria y de su opción por la JP Lealtad.  “Está bien: no nos mintió”, explicaron.

“Zafamos gracias a Ángel y su mujer. Ellos  no eran militantes ni héroes ni nada parecido. No eran unos supuestos “tipos comprometidos” como los otros que nos rajaron de la casa. Sólo eran unos buenos vecinos, gente buena y valiente. Mis chicos varones lo conocieron a Ángel, porque nosotros seguimos siendo vecinos muchos años, y tanto Sebastián como Martín practicaron judo con él. Ya falleció.

-¿Y qué hicieron después?

-Volvimos a nuestra casa. Sentíamos un poco de cagazo, pero no teníamos otro lugar donde vivir: necesitábamos estar en familia, cuidar a Malena, que era muy chiquita, trabajar… Después de unas semanas, nos fuimos tranquilizando, pero una madrugada de verano de 1977, a eso de las 5 de la mañana, golpearon la puerta. Nos levantamos de un salto: “¡Vinieron a buscarnos!”, dije. ¿Qué íbamos a hacer? Había que abrir y ver. A pocos metros de nosotros dormía Malenita. Por la mirilla de la puerta no se veían autos ni gente. Si abría, ¿me encontraría con la cana? No quise quedarme con la duda y abrí despacito, despacito, preparado para responder a algún ataque. El tipo que estaba sentado en el jardín se puso de pie. Casi me caigo de culo: era mi amigo Quique Padilla, que acababa de fugarse de la cárcel. Entró a la casa sin saludar y nos dimos un abrazo. Después se tiró al suelo señalándose los pies: “Los tengo hechos mierda”. “Parecen dos pizzas”, dijimos. Mientras Marcela lo revisaba, él nos contó que llevaba un año preso en La Plata. Quique era sociólogo, de gran formación, y había sido un cuadro de la JP Lealtad. Su padre, gran peronista, fue de los primeros suboficiales de la Fuerza Aérea creada por Perón. A Quique lo habían detenido antes del golpe, y por eso se salvó, ya que estaba “legalizado”. “Pero me cansé de estar adentro -dijo-. El día que rajé me habían comunicado que mi condena sería de 15 años”.

-¿Y cómo pudo fugarse?

-En esas semanas había mucho fútbol de verano. Quique convenció a no sé qué autoridad del penal de permitir a los presos políticos ver un Boca-River por la televisión. El se comprometió a cebar mate para todos. Durante el partido, en alguna jugada que los distrajo, se tiró desde un segundo piso y se fugó. Necesitó siete horas para llegar a gamba desde La Plata. En el camino, en la Confitería  de Cabildo y Juramento, se encontró con su padre que le llevó sus documentos. Luego siguió viaje hasta nuestra casa. ¡Menos mal que nosotros habíamos regresado a vivir allí! Sus pies estaban destruidos por la caída y la caminata. Fueron tres días buscando hielo entre los vecinos para llenar un balde y deshincharlos. Entretanto, con otros amigos, encontramos la manera de que saliera del país. Partió en un camión de verduras del mercado concentrador de San Isidro: primero a Uruguay y después a Brasil, entre lechugas y tomates. Más tarde, no sé cómo, llegó a París. También estuvo un tiempo refugiado en casa otro compañero perseguido, Dante Oberlín, hasta que logró salir del país y terminó exiliado en Suecia.

 

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