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miércoles, 15 de noviembre de 2023
MASSA O MILEI: SI ESTAS INDECISO FRENTE AL BALOTAJE, por Javier Garin
domingo, 3 de septiembre de 2023
EL DON DE MI MADRE, por Javier Garin (fragmento de la novela "La enseñanza del jardinero")
El
don de mi madre
“…he dicho, por ti y por mí,
que la muerte no existe,
que el mundo no es un caos,
que es forma,
unidad,
plan, Vida Eterna, ¡Alegría!”
Walt Whitman
Mamá fue la última de la familia en
tener el don. Lo heredó de mi abuelo Camilo, y éste de mi bisabuela Pilar.
El don no se manifestaba de igual manera en cada uno de ellos.
Mi bisabuela conectaba fácilmente con los muertos. A veces sus
trances eran tan intensos que los cuadros se caían de las paredes y la mesa
redonda donde practicaba sus sesiones se volcaba y salía rodando de la habitación.
Mi abuelo Camilo, el anarcosindicalista,
además de combatir a amos y patrones en este mundo, confraternizaba con los
oprimidos del otro mundo con ayuda de la Escuela Científica Basilio, hasta que
mi abuela Nani le prohibió el espiritismo al ver que se posesionaba y ponía los
ojos en blanco y garabateaba extraños y tenebrosos mensajes automáticos en una hoja.
Pero, sobre todo, tenía el indeseado don de la precognición: anticipaba muertes
y desgracias con exactitud pasmosa. Y hasta realizó, al menos una vez, un exorcismo
casero a una pobre mujer endemoniada, que llegó a recuperarse.
Mi madre, agnóstica, rechazaba los
encuentros con espíritus y no creía en demonios ni en la otra vida, al menos
hasta que tuvo su primera muerte. En sus últimos días, antes de su segunda
muerte, empezó a creer en la otra vida. Pero compartía con su padre la precognición
y la percepción extrasensorial. Al ingresar a un edificio podía percibir si
había ocurrido allí algún hecho luctuoso. Recién casada, mientras buscaba con
mi papá una casa para alquilar, supo que en cierto departamento que les ofrecieron
se había cometido un crimen, con sólo abrir la puerta. Los vecinos le
confirmaron que allí habían asesinado a unos ancianos. Son innumerables las ocasiones
en que percibió que alguien iba a morir en fecha próxima o estaba gravemente
enfermo. Y siempre acertaba. Podía saber si un ser querido se hallaba en
dificultades graves o en trance de muerte a miles de kilómetros de distancia.
Percibía tragedias en el mismo momento en que estaban ocurriendo. A veces tenía
sólo sensaciones o presentimientos, otras veces distinguía de manera más o menos
clara e inteligible una imagen que se le aparecía de repente ante los ojos. Por
lo general, tales percepciones iban acompañadas de una voz en el oído
izquierdo, que complementaba la información de manera autoritaria y precisa.
Por ejemplo, cuando cayó el avión de LAPA,
ella vio las luces de un avion inexistente en la ventana de la cocina, mientras la voz le decía: “se está chocando”. Se lo comunicó a mi padre Al rato apareció la noticia en el
televisor. Cuando fue el desastre de Cromagnon, ella despertó de un entresueño
envuelta en un resplandor rojizo que lo cubría todo, y la voz le susurró: “es
un incendio, gente muere”.
En otras ocasiones la voz le alertaba: “esta
persona está muy enferma, es la última vez que la verás.” Cuando a su hermano
Lolo le extrajeron in extremis un riñón a mil doscientos kilómetros de
distancia, ella oyó la voz que le susurraba: “Lolo está mal”, y decidió viajar
aunque nadie le había informado. Cada vez que cierto amigo de mi hermano venía
de visita, la invadía la tristeza y la voz le decía: “Morirá joven”; poco
después, el muchacho -se llamaba Manuel- murió en un accidente de moto. De visita en un campo de Las Flores,
tuvo una horrible impresión al ver al dueño del campo, un hombre ya mayor; y dijo a mi padre: “tiene un aura de tristeza, la
próxima vez que vengamos este hombre no estará”; a los meses, el pobre hombre se suicidó volándose
los sesos con una escopeta. Al besar a un sobrino pequeño, Joni, en una fiesta de
cumpleaños, la voz le dijo: “Está muy enfermo”: al tiempo, a Joni le descubrieron un tumor,
hasta entonces asintomático, y, pobrecito, falleció. Cuando murió otro
pariente cercano, lo supo porque un espejo voló de pared a pared en el dormitorio y se rompió en
mil pedazos. Supo la muerte de su propia madre mientras le acomodaba unas plantas
en una maceta redonda que, de repente, asumió ante sus ojos la forma de un ataúd,
mientras la voz le decía: “Mami va a morir”. Supo que mi hermano Riki, el navegante,
estaba en riesgo de naufragar en medio de una tempestad en el Mar del Norte porque se
despertó en la noche vomitando y la voz le dijo: “son las olas”. Podría seguir
enumerando sus premoniciones durante decenas de páginas.
No se trata de simples casualidades o relatos
ex post facto que se acomodan a los hechos. A mí me refirió varias de estas
percepciones en el mismo momento en que las tuvo, luego confirmadas por los noticieros
o por un ominoso llamado telefónico.
¿Por qué sus hijos, nietos o sobrinos no
tenemos el don? ¿Por qué no lo heredé de mi madre, como heredé el daltonismo? Esta
anomalía visual, dicen, la transmite la madre a un hijo varón, sin padecerla
ella. Debido al daltonismo que me legó, veo el mundo de manera diferente
a los demás. Mi madre, mi abuelo y mi bisabuela percibían también un mundo
diferente, un mundo donde, en vez de colores alterados, había presencias y
sucesos misteriosos, inadvertidos para las otras personas.
Mi abuelo no cuestionaba el don, aunque muchas
veces lo lamentaba, pues le revelaba desgracias que hubiese preferido no conocer.
Mi madre, sobre todo en sus últimos años, se planteaba interrogantes:
-¿Pero entonces el destino ya está escrito?
Si yo puedo ver cosas que aún no sucedieron, ¿eso significa que no hay libre
albedrío, que el futuro es inmodificable?
Tal vez yo podría haber heredado
una parte del don de no haberlo sofocado dentro mío a causa del racionalismo y el
cientificismo que cultivé a partir de la pubertad, edad en que ciertos sucesos me
hicieron perder la fe y volverme ateo y materialista recalcitrante. Empecé a ridiculizar
estas vivencias, así como me burlaba con soberbia adolescente del catolicismo
de mi viejo, a quien atormentaba echando mano a cuanto argumento anticlerical
había extraído de los libros. Mi madre no creía en la religión y despreciaba a
los curas, pero defendía sus vivencias psíquicas firmemente. Muchas veces intenté
refutarla atribuyendo todo a su imaginación. A pesar de que luego comprobaba
que sus anticipaciones se habían cumplido, procuraba a toda costa darles una
explicación racional o reducirlas a meras coincidencias.
Recuerdo
cuando, tras festejar una reunión con sus amigas en el patio, me comentó al día
siguiente, muy preocupada:
-A Trini le va a pasar algo.
-Uh, otra vez. Dejate de joder. ¿Por qué
decís eso?
-Porque anoche no pude verle la cara en
toda la cena. Cada vez que la miraba la veía tapada por una nube negra.
-Ella es morocha y no habría buena luz
donde estaba sentada.
Mi madre insistió en hacer la prueba. Se
sentó donde la noche anterior y yo en el lugar de Trini, con la misma iluminación.
Me dijo que no me daba ninguna sombra sobre la cara. Y agregó:
-Trini se va a morir. Esa nube negra
significa muerte.
Días más tarde le descubrieron a la pobre Trini un
avanzado tumor cerebral, y poco después moría internada. Sin embargo, yo insistí
en que era todo el fruto de la causalidad.
A esta presuntuosidad obcecada nos ha
reducido el pensamiento cientificista. Como el jerarca eclesiástico que rehusó
mirar por el telescopio de Galileo las montañas de la luna, porque la Biblia negaba
que fuera un cuerpo semejante a la Tierra, así también nosotros, los racionalistas
modernos, nos empeñamos en no querer ver nada que ponga en tela de juicio la lógica
cientificista y la estricta razón cartesiana o no exhiba una cadena de
causalidad material rigurosa e irrefutable. Aquello que no pueda reducirse a átomos
y componentes tangibles pensamos que no existe. Somos incapaces de ver el mundo
que veían nuestros antepasados, poblado de espíritus y presencias numinosas.
Nos burlamos de la mera posibilidad de su existencia, lo tildamos de superstición
y nos refugiamos en las nuevas religiones que entronizan como divinidades al Estado,
el Mercado, la Tecnología, el Dinero, el Líder, el Partido, las Corporaciones,
y todas esas idolatrías dominadoras que nos parecen más “racionales” que los
ídolos primitivos, aunque son igual de absurdas y muchísimo más peligrosas. Nos
reímos de las antiguas cosmogonías, pensamos que el Génesis es una fábula y no
nos percatamos de que la nueva cosmogonía presuntamente racional del Big Bang no
es otra cosa que una versión moderna del “fiat lux” expurgada de la intervención
divina. “Aquello era un mito, esto es ciencia y se basa en pruebas”, decimos, y
parecemos no advertir el absurdo e insuficiencia de afirmar que el universo se
originó por sí mismo a partir de un punto matemático y comenzó a expandirse engendrando
de la nada espacio y tiempo y masas de gas y de polvo que, condensadas, pasaron
a formar estrellas y planetas y galaxias, sin que se nos pueda explicar cómo ni
por qué ni qué había antes del impenetrable horizonte de sucesos, cuando no
existía ni siquiera el tiempo. Lo aceptamos y lo creemos como un dogma porque lo
afirman los modernos sacerdotes astrofísicos, del mismo modo que los antiguos
aceptaban el mito del Génesis por la autoridad de los escribas que pasaron en
limpio el Pentateuco. Los teóricos más atrevidos osan afirmar que antes de este
universo que se expande hubo otro que se expandió y se contrajo, y antes otro,
y, sin darse cuenta, no repiten ya el Génesis sino los mitos hindúes de una
cadena infinita de ciclos. Nos escandalizamos de la superstición religiosa sin advertir
que murieron más personas a causa de las armas y campos de concentración científicamente
desarrollados que por todas las guerras de religión. En la apoteosis de la
Razón Instrumental, llamamos progreso -Adorno dixit- a reemplazar el tosco arco
y flecha por la científica bomba H.
Pasaron años hasta que leí en Freud los tres
ensayos en los que relataba, con suma cautela, experiencias recogidas en la
labor clínica sobre eventos de apariencia sobrenatural, presagios, telepatía,
premoniciones. Más tarde encontré en Jung un acercamiento mucho menos prejuicioso
a estos fenómenos, entre otras razones porque él mismo y una de sus hijas
tenían las mismas facultades que mi madre o mi abuelo. Investigando sobre el Apocalipsis
y su interpretación a través de la historia, comprobé que las visiones
atribuidas a San Juan en Patmos, a Daniel en Babilonia, a José en Egipto, no
eran muy diferentes -aunque sí de escala mayor- a las que percibía mi madre.
Los repetidos presagios de muerte de Julio César, los que vio en un espejo y refirió
Lincoln sobre su propio asesinato, y los incontables de otros personajes históricos
registrados por los cronistas son del mismo tenor. Leí los experimentos con los sueños anticipatorios del ingeniero J.W Dunne, y las obras sobre la rpecognicion de J. B. Prietsley, que describían los mismos fenómenos. Abordando las indagaciones de
Jung y Pauli acerca de la sincronicidad, y sobre todo la hipótesis del inconsciente
colectivo, de una psiquis de la especie no limitada por barreras temporales, creí
hallar una respuesta al interrogante de mi madre. No era que el destino estuviese
prefijado ni el futuro escrito; era que ciertas personas, en determinadas
condiciones, y por obra de facultades especialmente agudas, podían penetrar
hacia el interior de esa psiquis colectiva atemporal, donde se asienta la memoria
profunda de la humanidad, en que conviven el futuro y el pasado, y extraer de
ese reservorio los ecos de sucesos conmocionantes o significativos que para el
individuo aún no ocurrieron, pero que ya viven en la mente de la especie. Muchas
veces hablamos de esto con mi madre sin ponernos de acuerdo.
Aunque dije que no he heredado el don,
al menos algo del don puedo reconocer en mí, porque muy excepcionalmente soy capaz
de percibir la presencia de los muertos. Esto lo supe una vez en el Sur,
regresando de la pingüinera de Punta Tombo, cuando el auto se me quedó sin agua
y tuve que invadir un predio al costado de la ruta, rodeado de álamos, buscando
un tanque australiano donde cargar unas botellas. En esos momentos algo se manifestó
en la atmósfera; el estremecimiento de las hojas de los álamos adquirió una
vibración particular, y me inundó una congoja sofocante, una opresión y una
tristeza infinitas. Supe, sin que nadie me lo explicara, y sin haberlo
experimentado antes, que había un muerto allí, un muerto rodeado de sufrimiento.
Al cruzar la barrera de los álamos apareció ante mí, tal como había presentido,
una tumba solitaria y suntuosa, de mármol; pertenecía a una mujer fallecida
antes de que yo naciera; más tarde averigüé que se había suicidado y por esa
razón no estaba en el cementerio.
Mi abuelo, para quien todo esto era una
experiencia normal, me describió la visita de los muertos de un modo muy claro
y reconocible, me dijo que él los notaba mediante una opresión particular en el
pecho o en la boca del estómago; si eran presencias dolorosas, podía experimentar
angustia, como aquella vez en el Sur; a veces sólo percibía un olor. El olor era
muy particular, sulfuroso y focalizado. Mi abuelo decía que los antiguos
confundían el olor de azufre con una presencia demoníaca, pero en realidad se
trata de espíritus de difuntos, a los que no hay que temer. Poco tiempo después
de su muerte, yo sentí ese olor de manera muy precisa en el patio, junto a la
entrada de mi casa; llamé a mi primera esposa y le pregunté si ella también lo
sentía. Me lo confirmó. Era tan focalizado que bastaba moverse unos centímetros
para no sentirlo; aunque soplara una brisa, no cambiaba de lugar. El olor
permaneció allí unas cuantas horas, hasta que me atreví a decir: “Ya sé que sos
vos, Camilo, y viniste a despedirte. Gracias, abuelo, andá tranquilo”. En ese
instante el olor se disipó. Cuando murió mi padre, años después, sucedió lo
mismo en un pasillo interior, y el olor no se retiró hasta que me avine a
hablar con el espíritu de mi padre y despedirlo.
Por eso no me extrañó en modo alguno
que, pocos días antes de la muerte de mi madre, hubiera pasos en el jardín sin presencia
visible. Mi madre estaba entonces muy postrada en la casa del fondo; la
artrosis no le permitía caminar; le habían colocado un marcapasos; no podía
levantarse ni ir al baño y había que higienizarla; más de una vez la oí llamar
a su madre fallecida, sin que advirtiera que yo estaba escuchando, y decirle:
-Vení, mami, llevame. No quiero seguir
viviendo así, esto no va más.
Fue una de esas noches que, al regresar a mi
casa de adelante, mi pareja y yo oímos perfectamente los pasos en el jardín,
haciendo crujir los guijarros en la oscuridad. Se oyó tan nítido el sonido que encendí
las luces y salí al patio, imaginando un intruso o un ladrón, y por supuesto no
había nadie: supe que había sido el espíritu de mi abuela convocado por mi madre.
El domingo antes de su muerte
definitiva, mi madre murió por primera vez mientras la limpiaba. Al moverla -torpemente,
por mi falta de entrenamiento-, no advertí que se había desvanecido, y cuando intenté
reanimarla no respondió: estaba muerta. Su corazón se había detenido. Comencé a
hacerle resucitación sin obtener respuesta durante muchos, muchos, eternos
minutos, hasta que al fin volvió a respirar y recobró la conciencia. Me dijo:
-Ay, qué lástima que desperté. Estaba
muy bien, no tenía miedo ni dolor, era feliz. Vino a recibirme mi mami y me dijo:
“Volvé, nena, volvé, todavía no es el tiempo, falta poco”. Y regresé, pero no
quería. La muerte no es sufrimiento, es felicidad.
El
miércoles siguiente volvió a desmayarse en un momento en que la señora que la
asistía no se encontraba presente, y cuando lo advertimos no pude reanimarla
por más que lo intenté, bombeando su pecho sin detenerme durante media hora, hasta
que llegó la ambulancia con sus artefactos de resucitación. Todo fue inútil.
Desde entonces, cada vez que yo entraba
en la casa del fondo percibía con claridad movimientos y presencias, crujidos
de madera, cambios de atmósfera; más de una vez pregunté en voz alta: “¿Sos
vos, vieja?” Dicen los entendidos que los espíritus de los muertos encuentran
vías favorables para comunicarse a través de los pájaros o de otros animales: mi
madre tenía la costumbre de conversar diariamente con el gallo del vecino que da
a los fondos; y ahora, al preguntar si era ella quien se hacía notar, el gallo
me respondía con un canto sonoro y firme, que mi imaginación presumía asertivo.
Otro día entré en la casa del fondo, y al abrir la puerta se coló delante de mí
una torcacita y fue directo a posarse sobre el sillón de mi madre, sin el mínimo
temor. Le dije que ya no hacía falta que viniera a visitarme, que ya sabía que
estaba bien; la torcacita voló por donde había entrado, y nunca más vi o sentí la
presencia de mi madre.
Pasaron como ocho meses hasta que hoy, finalmente,
decidí retirar todas las cosas de mamá de la casa del fondo, incluyendo las
innumerables fotos familiares que había colgado por todas partes, como en un
panteón familiar. Todos esos cuadritos los reuní en la habitación del primer
piso, una suerte de altillo que alguna vez fue dormitorio y refugio infantil de
mi hija Victoria, y los colgué con ganchitos de las paredes.
Al hacerlo, me di cuenta de que mi madre
se había erigido en una suerte de custodio de la memoria familiar. Todo está
allí: mis abuelos, mis tíos, mis padres, sus amigos, mis hermanos y yo y por
supuesto los nietitos, decenas y decenas de fotos de los nietos en todas sus
edades, desde la cuna hasta la universidad. Hay fotos del sobrino nieto fallecido
a los diez años, hace más de dos décadas, y de Adrian, el amigo de mi hermano
Cristian, asesinado por desconocidos para robarle una moto en la puerta de la
casa. Está el día en que Alan intentó caminar y se cayó y el día en que se
recibió con toga. Hay fotos de Victoria bebé en una hamaca paraguaya y de Victoria
dando una conferencia en La Habana o estudiando en Paris. Está Lourdes con babero
y de adolescente. Está mi hermano Riki con su perro Titán en Santa Teresita y
mi hermano Cristian con la perra Lizzie en el patio. Fotos de viajes, fotos de
casamientos y de despedidas. Mi mamá con tres años vestida de ángel y con
cabellos ensortijados rubios. Mi papá posando como actor de cine de los
cincuenta o vestido de mecánico en el taller. Muertos que murieron hace muchas
décadas están aquí viviendo, recordados. Están las fotos que mi madre veía
todos los días, y a veces las acariciaba y besaba, como la foto de Nani, su
mamá, abrazada a mi tío Lolo, la cual pidió besar antes de morir, diciendo:
“Mamita, ya voy con vos, espérame”.
Hace poco releí el cuento de Bradbury
sobre la abuela robot, la abuela eléctrica, que decía a sus nietos humanos: “Yo
tengo la memoria de toda la familia. Cuando ustedes hayan olvidado quiénes son
y de dónde vienen, allí estaré yo para recordárselo.” Ese era también el cometido
de mi madre y sus fotos. Ahora están aquí, en la antigua habitación de Viki, y
yo no sé si seré un buen custodio, o un guardián olvidadizo, pero al menos
puedo contemplarlas hoy, en este lento atardecer otoñal, y recordar quién soy y
de dónde vengo, cuando ya casi lo había olvidado.
Y de pronto pienso que debería yo también
hacer algo parecido a estas fotos: retener, antes de que se disuelvan en el
olvido, los recuerdos de mi familia, recuerdos que no son muy diferentes a los
de tantas y tantas familias y que posiblemente no tengan importancia sino para aquellos
a quienes nos conciernen directamente, pero que, quizás por esa misma razón,
por representar a tanta y tanta gente que tuvo vivencias semejantes, no son indignos
de ser preservados.
Mi abuelo Camilo, el anarquista, solía
decir que los historiadores se ocupan de los poderosos, que en realidad son los
verdugos de la humanidad, y desdeñan a los hombres y mujeres del pueblo, que
son sus víctimas. Sospecho que seguía en esto las enseñanzas de Kropotkin, quien,
en su hermosa Historia de la Revolución Francesa, no menciona casi a ningun
dirigente, sólo habla de las masas y las clases sociales en pugna. Mi abuelo también
decía que los poderosos diseñan la geopolítica y la gente anónima la padece. Y
creo que tenía razón, porque, como contaré más adelante, eso precisamente sucedió
a mis ancestros. Piter, el irlandés, huyó de la matanza de irlandeses hecha por
los ingleses y de la guerra de los esclavistas en América del Norte. Garin, el altosaboyano,
huyó de los acuerdos de reparto de territorios hechos por Napoleón III y de la
represión desatada por Thiers. Mis antepasados italianos huyeron de la guerra
con Austria. Mis antepasados españoles huyeron de las consecuencias de la
guerra hispanoamericana. Los líderes hacen las guerras, la gente anónima las
sufre, pero la historia sólo se ocupa de los primeros: esos políticos,
banqueros y estadistas a quienes Alberdi no vacilaba en señalar como los
mayores criminales, ya que matan, saquean esclavizan y violan a miles o a
millones. Cuando veo en las calles a los vendedores senegaleses expulsados de
su tierra por la sequía y el cambio climático que generan las grandes
potencias, pienso que así les sucedió también a mis ancestros: ellos huían de
las calamidades provocadas por otros, sin más aspiración que poder vivir en paz.
Hace poco sufrí un robo callejero y fui herido seriamente, y el muchacho que me
salvó al llevarme al hospital sangrando en su auto era un ucraniano, un joven escapado
de los conflictos que precedieron a la invasión rusa de Ucrania. ¡Siempre los líderes
destruyendo y pisoteando a la pobre gente en nombre de la Patria, la
Revolución, la Soberanía, la Libertad y todo ese palabrerío en que se oculta la
ambición, la codicia y el desprecio por los semejantes!...
De manera que en las próximas páginas hablaré de esta gente anónima que formó y forma mi familia. Tal vez sus historias parezcan insignificantes, y sin embargo cada una de ellas es una epopeya en su diminuta escala. Recuerdo haber leído con emoción este mismo concepto en Balzac, en su bella novela “Grandeza y decadencia de César Birotteau”. Allí se preguntaba quién sería el poeta capaz de cantar la odisea de un simple comerciante en perfumes que va a la quiebra; pues, por pequeña que sea la historia, hay también en ella una muestra conmovedora del espíritu humano, de sus sueños y sus derrotas, su valor y su heroísmo.
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domingo, 14 de agosto de 2022
LOS OPOSITORES A LA GUERRA DEL PARAGUAY: Por Javier Garin
Una
metáfora de Cándido López y una reflexión de Alberdi
Los notables cuadros del veterano de la Guerra
del Paraguay Cándido López, describiendo minuciosamente desembarcos, cruces de
ríos, campamentos, batallas, tienen características compositivas uniformes: un
punto de vista elevado sobre el horizonte que toma distancia de la escena, una
intención panorámica, una descripción de la naturaleza presentada como
imponente, y las masas humanas que aparecen perdidas en el conjunto.
No es, como se ha pretendido, que Cándido
minimice la presencia humana por una presunta indiferencia hacia los hombres,
pues los detalles de las escenas humanas evidencian una simpatía ingenua del
pintor-soldado por sus camaradas. Roa Bastos llega a atribuirle ficcionalmente
una tesitura crítica de la guerra, que tampoco surge en forma expresa de los
lienzos. Propongo interpretarlos como una metáfora simbólica de lo que sucedió
en la Guerra del Paraguay, y lo que sucede en casi toda guerra. En el
panorama general de los estadistas, generales y estrategas, los hombres no
interesan, no son nada, son apenas detalles, insectos que pululan y que serán
aplastados si resulta necesario, como las multitudes hormigueantes de Cándido
López.
Como somos tan propensos a maniqueísmos y
grietas de distinto tipo, en que los buenos están de un lado y los malos del
otro (ya sea que creamos el mito liberal de que Mitre y compañía eran el
progreso, o el mito nacionalista según el cual el bueno el Mariscal Lopez era
la encarnación de la tierra), me gustaría plantear un maniqueísmo diferente,
herencia de mis ancestros anarquistas. En toda guerra hay el bando de los que
mandan (presidentes, emperadores, generales, congresos, estrategas, etc.) y el
bando de los que no tienen poder y terminan siendo la carne de cañón de las
batallas, la soldadesca. Esta no es una grieta tan seductora ni tan útil
a las ideologías del poder, pero es muchísimo más real.
Los cuadros de Cándido Lopez reflejan de manera
irónica y metafórica, lo pequeños que son y lo poco que interesan los hombres
de carne y hueso a las elites que disputan sus objetivos geoestratégicos. Pero
al mismo tiempo, al examinar el detalle de los lienzos por debajo de la línea
separatriz (también simbólica) del horizonte, se ve la vida del soldado, sus
pasiones y costumbres, sus entretenimientos, sus agonías y su muerte.
Justamente aquello que los que mandan no ven ni quieren que se vea.
El Evangelio de San Juan pone en
boca de Caifás el paradigma perverso de la razón de Estado: “es mejor que muera
un hombre a que muera el pueblo”.[1] Pero en las guerras este
paradigma se invierte aún más trágicamente: el pueblo debe morir para que los
gobernantes y las elites se salven o realicen sus propósitos de poder o
enriquecimiento. En la guerra del Paraguay esto es muy visible, porque los
combatientes -incluso niños, como en la oprobiosa matanza de Acosta Nú (16 de
agosto de 1869), ¡y perdón si no considero heroico el holocausto de niños!- son
sacrificados de una manera tan brutal que las historias oficiales siempre han preferido
ocultar ese “detalle” del sufrimiento humano.
La filosofía de la historia hegeliana ha
intentado dar un sentido a estas tragedias, al dictaminar el curso progresivo
de la historia. Todo ocurre por una razón final que es el progreso de la
humanidad. Llevado torpemente al terreno de la economía por el marxismo vulgar,
ese progreso está representado por el avance del capitalismo y el reemplazo a
sangre y fuego de las economías precapitalistas. Releyendo la biografía de Alem,
veterano de la Guerra del Paraguay, escrita por el marxista Alvaro Yunque, leí
sin sorpresa el consabido párrafo marxista vulgar: la Guerra del Paraguay era
inevitable (nos dice) porque era inevitable el avance progresivo del
capitalismo internacional. La actitud inflexible de Mitre frente al mariscal
paraguayo en la entrevista de Tayaiytí Corá (12 de septiembre de 1866) no es,
para el autor citado, la actitud de un canalla apegado al libreto del Tratado
de la Triple Alianza, sino que “representaba la industria en gran escala, el
comercio del mundo, y López sólo la artesanía, el comercio primitivo”. [2] ¿Se entiende aquí también
la metáfora de Cándido López? Los hombres concretos nunca importan para estas
visiones deshumanizantes, las mismas que justificaron los genocidios de Stalin por
el triunfo del comunismo, etapa final de la humanidad. Más realista, el
antihegeliano Schopenauer creía que la historia no tiene ningún propósito ni se
justifica por ningún progreso: no es más que una sucesión interminable de
matanzas sin redención posible.
Por eso, hemos de arrancar esta reflexión con
una cita de quien será uno de los protagonistas de esta exposición: Juan
Bautista Alberdi. Proponiendo una educación “para la Paz”, Alberdi
combatía la “idolatría militar” y el “culto de los guerreros” que falsea la
historia para presentar las conquistas de los pueblos como el producto de algún
aventurero militar más o menos afortunado. Se oponía a la glorificación de los
generales y reclamaba la glorificación de los héroes civiles, de los
civilizadores y los benefactores de la Humanidad. “Los pueblos son los árbitros
de la gloria, ellos la dispensan, no los reyes”, sostiene, y agrega que, en vez
de las estatuas “con que los reyes glorifican a los cómplices de sus
devastaciones, los pueblos tienen el derecho de erigir estatuas de los
gloriosos vencedores de la oscuridad, del espacio, del abismo, de los mares, de
la pobreza, de las fuerzas naturales puestas al servicio del hombre”; los
“nobles héroes de la ciencia, en lugar de los bárbaros héroes del sable”; “los
que extienden, ayudan, realizan, dignifican la vida, no los que la suprimen so
pretexto de servirla; los que cubren de alegría, de abundancia, de felicidad a
las naciones, no los que las incendian, destruyen, empobrecen, enlutan y
sepultan.”[3]
LA
GUERRA PERPETUA DEL BRASIL CONTRA EL RIO DE LA PLATA
Ahora bien: esto que sucede en toda Guerra, ¿por
qué en el caso del Paraguay fue especialmente irritativo para la población del
Río de la Plata?
Hay una razón histórica y cultural profunda.
Una razón que no siempre nos resulta comprensible a primera vista hoy, en que
la historiografía y la educación escolar han oscurecido hasta borrarlas
nociones que entonces eran muy claras.
Para la conciencia común del pueblo
rioplatense, distinta de la de las elites, Paraguay no era una nación ajena a
la argentina, como no lo era Uruguay. Entre los pueblos que habitaban las
antiguas colonias españolas, lo que hoy consideramos naciones separadas por
fronteras, Estados e idiosincrasias, hasta bien entrada la segunda mitad del
siglo diecinueve era una sola nación continental. Los Estados nacionales
debieron hacer ingentes esfuerzos para descuartizarla en la conciencia común de
la gente, como recuerdo en mi libro “El discípulo del
Diablo, Vida de Monteagudo”. Y si esto es cierto para todo el continente, lo es
aún más para el Río de la Plata, para los habitantes del ex Virreinato. Compartían
una identidad profunda que se había afianzado en la lucha contra un enemigo
histórico: el Brasil.
Los portugueses habían expandido sus dominios hacia
el oeste y hacia el sur, más allá de la línea meridional del Tratado de
Tordesillas (7 de junio de 1494), a costa de hostilizar y hacer una guerra
permanente y solapada. Esta guerra nunca cesó, ni siquiera con el Tratado de
Madrid (13 de enero de 1750), en que Portugal consolidó sus transgresiones
territoriales. Prosiguió en forma subterránea contra las poblaciones que alguna
vez conformaron el Virreinato del Río de la Plata, y que debía en parte su
propia creación a consideraciones militares de defensa frente a los planes
expansionistas de Brasil.
Las fazendas de Sao Pablo se nutrieron durante
siglos de la mano de obra esclava de los indígenas guaraníes tomados
prisioneros en las acciones de las bandeirantes contra las misiones jesuíticas.
También en esas hostilidades permanentes los indígenas desarrollaron algunos
métodos de guerra de resistencia, entre ellos el de abandonar las misiones y
replegarse en la selva dejando tierra arrasada. Estos conflictos tuvieron uno
de sus puntos álgidos en la batalla de Mbororé (11 de marzo de 1641), en que
los bandeirantes fueron estrepitosamente derrotados por los indios de las
Misiones.[4]
La orden de Madrid de entregar las Siete
Misiones a Portugal en virtud del Tratado de Madrid desencadenó una sublevación
popular e indígena: la Guerra Guaranítica. La geopolítica se topó con la
resistencia de los pueblos afectados que no querían ser esclavizados por los
portugueses.[5]
La expulsión de los jesuitas, acusados de
instigadores de esa guerra, hizo un gran favor a la corte portuguesa, tema que
trato en extensión en mi libro Anticristo.
Las
cortes de Madrid y Lisboa trazaban sesudos planes para intentar controlar el
recurso hídrico, concretamente, el Río de la Plata y sus afluentes. Por eso fue
una guerra larvada y manifiesta permanente la que se sostuvo con los
portugueses durante siglos. El celebérrimo Virrey Cevallos llegó a tal por sus
brillantes servicios militares contra los portugueses, y reafirmó sus lauros
combatiéndolos también como virrey.
La forma en que se percibía este enfrentamiento
en Buenos Aires y en los pueblos interiores era muy diferente. En mi libro sobre
Monteagudo señalo que podía resultar tolerable en Buenos Aires hacer tratativas
con la Infanta Carlota en Rio de Janeiro, tal como intentó Belgrano, mientras
que el mote de “carlotista” dado a Goyeneche en Chuquisaca y la sospecha de una
negociación con los portugueses fue uno de los detonantes de la Revolución del
25 de mayo de 1809 en esa ciudad altoperuana: tanto era el odio que en el
interior despertaba el Brasil.[6]
Producida la independencia, las elites porteñas
fracasan en su intento por disciplinar a la provincia del Paraguay, y Belgrano
es derrotado en la campaña militar que le encomienda la Primera Junta, no sin
dejar a salvo, al menos, la amistad y fraternidad sobre la base de un compromiso
mutuo de no agresión. Durante años Rosas se niega a reconocer la independencia de
Paraguay para defender la integridad territorial rioplatense, sin que ello
constituya un estado de belicosidad. Las diferencias del Paraguay con el
gobierno de Rosas son las mismas que las de las provincias litoraleñas: la
cuestión del puerto, de la aduana y de la navegación de los ríos, especialmente
del Paraná. Las mismas que sublevaron a Urquiza y que estuvieron a punto de provocar
el levantamiento del caudillo santafesino Estanislao Lopez.
Advirtamos
que uno de los polemistas contra la política mitrista en Paraguay, el liberal
antirrosista uruguayo Juan Carlos Gomez, defendía aún en plena guerra, en 1869,
la idea de la “necesaria, inevitable reconstrucción del antiguo
virreinato del Río de la Plata, y ella le daba motivo para increpar á la
política nacional argentina, que no impidió la segregación de la Provincia
Oriental después de la guerra con el Brasil en 1825, como formulaba cargos
contra la política que no pudo evitar la separación de hecho de la provincia
del Paraguay, después de 1811. “Si no se hubieran separado esos dos estados de
la Unión Argentina, seríamos hoy una gran nación, que tendría por capital
Montevideo, y habríamos suprimido dos episodios sangrientos en nuestra
historia— la guerra con el Brasil, que terminó con los tratados de 1828 y la
guerra desoladora del Paraguay”.[7]
Distinto era el caso con
Brasil. A pesar de que Inglaterra intentó por su propia política exterior
evitar el enfrentamiento entre el Río de la Plata y el Imperio del Brasil, las
diferencias de intereses, tradiciones culturales, idiosincrasias, regímenes,
eran abismales. Los pueblos recién independizados eran republicanos, profesaban
los toscos inicios de una democracia caudillesca y se había declarado la
libertad de vientres. Brasil era la sede de un imperio europeo, colonial,
esclavista, absolutista, antiigualitario.
La guerra del Brasil fue un episodio más de esa
guerra secular que sumó nuevos rencores, especialmente por la derrota
diplomática que siguió al triunfo militar argentino.
Otro de los protagonistas de nuestra exposición
de hoy, Carlos Guido y Spano, hijo del secretario de Mariano Moreno e
inseparable amigo de San Martín: el general Tomás Guido, nos brinda un
testimonio. Cuando Tomás fue embajador en Río de Janeiro, el pequeño Carlos
conoció la Corte y el mundo de la diplomacia brasileña. En su Autobiografía
manifiesta su rechazo a cualquier alianza de Argentina con Brasil, a pesar de
haber pasado, según dice, los mejores años de su vida en aquel país. Se declara
enemigo de “la política imperial” respecto del Plata y denuncia el
expansionismo brasilero que quiere llevar sus límites del Amazonas al Río de la
Plata: “hizo falta toda la energía del gobierno y la prensa para que
nuestro poderoso vecino no nos llevase por delante -cuenta, y agrega-: (…) No
son malas tarascadas, entretanto, las que ha dado a la República Oriental; y en
cuanto al Paraguay, no ha parado hasta verle exánime”.[8]
La guerra del Paraguay ocurre en el momento en
que se están consolidando los Estados Nacionales y las elites intentan a lo
largo y ancho de América disolver el espíritu de unidad y fomentar una
conciencia nacionalista-localista hasta entonces poco vigorosa. Es el
momento en que se empiezan a escribir las Historias nacionales separadas. Mitre
es parte importante de ese momento político-cultural, como historiador, lo
mismo que lo es como político porteño.
Desde la Revolución Hispanoamericana, hubo dos
corrientes, una continentalista y otra localista, esta última fomentada por
Inglaterra. Las burguesías comerciales
de los puertos, socias de Inglaterra, boicoteaban los esfuerzos
continentalistas por dos motivos: económicos, ya que su negocio consistía en el
comercio con la nación hegemónica, y políticos, toda vez que sus supremacías
locales se hubieran diluido en el marco más amplio de la unidad continental. El
abandono de la idea continentalista se produjo en la segunda mitad del siglo
XIX como política de las oligarquías de los distintos países. Fue entonces
cuando se construyeron los “grandes mitos nacionales”, se instituyeron los
“próceres y padres de la Patria”, se impulsó la conformación de una conciencia
nacionalista fragmentaria, se procuró ocultar en la enseñanza el carácter continental
de los procesos y se pugnó por convertir en reales las fronteras imaginarias
entre los pueblos. Diversas guerras entre hermanos y absurdos conflictos
limítrofes signaron la consolidación del “falso nacionalismo”. Este proceso, en
nuestro país, no se llevó a cabo sin resistencias. Cupo al más genuino
representante de la oligarquía porteña, Bartolomé Mitre, ejecutarlo en la
política y en la “ciencia” histórica. La Guerra del Paraguay fue uno de sus
hitos. Los últimos restos del partido federal se opusieron, y el veterano
caudillo Felipe Varela levantó casi solitariamente la bandera de la unidad
latinoamericana. Pero es necesario insistir que esa bandera no parecía todavía
algo descabellado, sino el fruto de un natural sentimiento de pertenencia. Sentimiento
tan fuerte y arraigado que fue preciso asolar territorios en guerras intestinas
para aniquilarlo. Hasta un representante de los intereses de las clases
hegemónicas como Sarmiento estaba todavía influido por él cuando en 1865 comete
la imprudencia de participar, como embajador argentino, aunque sin poderes y en
contra de las instrucciones de su propio gobierno, en el Segundo Congreso
Americano realizado en Lima con la finalidad de reafirmar los lazos entre
estados hispanoamericanos, mereciendo la enérgica reprimenda del Presidente
Mitre, mucho más consciente de lo que le convenía a Buenos Aires. Los mitristas
no querían saber nada con “el americanismo a lo Rosas del General Castilla”
(líder peruano que había motorizado la convocatoria).[9]
LA
POSTURA DE ALBERDI
Un intelectual de las elites, pero brillante en
sus percepciones, como Juan Bautista Alberdi (digamos de pasada que fue el más
genuino representante del federalismo jurídico y doctrinario) señalaba en su
libro “El Crimen de la Guerra” (1869): “El atraso, la barbarie, la opresión,
están representadas en Sudamérica por la espada y por el elemento militar”. Si
la guerra es desastrosa y absurda en todas partes, lo es más aún en Sudamérica.
“Las dieciséis repúblicas que la pueblan –razona Alberdi- hablan la misma
lengua, son de la misma raza, profesan la misma religión, tienen la misma forma
de gobierno, el mismo sistema de pesas y medidas, la misma legislación civil,
las mismas costumbres, y cada una posee cincuenta veces más territorio que el
que necesita”. Sus argumentos en contra de la guerra son también contra el
absurdo de haber dividido el continente en una multitud de Estados
fragmentarios.[10]
También debemos decir que fue el primero en sostener la tesis de que la guerra
del Paraguay era en realidad la guerra del Brasil contra el Paraguay, a la que
el gobierno argentino se había sumado por motivos de política interna,
inclinándose ante los intereses geoestratégicos del Brasil.
Es conocida la postura de Halperin Donghi, que
considera a la Guerra del Paraguay un efectivo catalizador del Estado Nacional
argentino.[11]
Alberdi la ve de otra manera, por completo diferente: la guerra del
Paraguay (además de ser la guerra del Brasil contra el Paraguay) es la
continuación de la guerra civil argentina, vale decir la guerra de Buenos Aires
contra las provincias para mantener el control del puerto y los recursos
aduaneros, utilizando en este caso una alianza con el enemigo histórico rioplatense.
En su obra “Los intereses argentinos en la guerra
del Paraguay con el Brasil” (1865), define a la guerra del Paraguay
como un instrumento de la oligarquía porteña para consolidar su dominio sobre
las provincias, destruir el espíritu de resistencia mediante el desgaste en los
campos de batalla y conservar así el monopolio de las rentas aduaneras. [12]
La prensa mitrista defenestraba a Alberdi calificándolo
traidor a la Patria y le reprochaba que criticaba la alianza de Mitre con los
brasileros cuando él mismo había apoyado la alianza de Urquiza con Brasil para
derrocar a Rosas. Sin embargo, desde el punto de vista de Alberdi, su postura
no era contradictoria, porque en todos los casos él había defendido a las
provincias contra el predominio de Buenos Aires. Para que triunfaran las
provincias, debía ser derrotado Buenos Aires, tanto en la política de Rosas
como en la de Mitre, que se presentaban como antagonistas pero que coincidían
en el sometimiento y subordinación de las provincias a Buenos Aires y el control
de la Aduana y el tráfico comercial.
Por
eso escribe en una de sus cartas o artículos de opinión: “La política
actual del general Mitre no tiene sentido común si se le busca únicamente por
su lado exterior. Otro es el aspecto en que debe ser considerada. Su fin es
completamente interior. No es el Paraguay, es la República Argentina. (…) No es
una nueva guerra exterior, es la vieja guerra civil ya conocida entre Buenos
Aires y las provincias argentinas, si no en las apariencias, al menos en los
intereses y miras positivas que la sustentan.”[13] Y en otra parte escribe: “Las
manifestaciones de simpatía por el Paraguay durante la guerra no han sido
insultos a la República Argentina, sino la protesta dolorosa y oportuna contra
una alianza que hacía de los pueblos argentinos los instrumentos del Brasil en
ruina de sí mismos: han sido una forma necesaria de oposición, impuesta al
patriotismo argentino por la bastarda alianza brasilera. He aquí todo el
secreto argentino de mis simpatías por el Paraguay en esta lucha: no significan
sino un medio de ayudar al éxito de la causa argentina. Mis escritos desagradan
a Buenos Aires, no porque favorecen al Paraguay, sino porque defienden el
interés argentino”.[14]
Por tales razones, ante la
impopularidad que significaba la guerra contra el Paraguay, la prensa
oficialista hizo hincapié, inicialmente, en que se trataba de una guerra
defensiva por la agresión que supuso el envío de tropas paraguayas a Uruguay a
través de territorio argentino y la toma de dos buques. Como parte de esa
estrategia comunicacional, vino en paralelo la demonización de Solano Lopez
como tirano irredimible. En una tercera instancia vino el ataque y
descalificación hacia el pueblo paraguayo en su conjunto, presentado como
esclavizado e ignorante y descalificado hasta étnicamente. Sin embargo, nunca
se logró que la guerra fuera popular en Argentina, salvo en un primer momento y
en la ciudad de Buenos Aires.
LA
DOBLE MANIFESTACION DE LA OPOSICION A LA GUERRA.
Hubo una oposición que no llegaba a plasmarse
en la prensa, pero que aparece registrada en múltiples hechos populares, en
cartas privadas y en registros de episodios, que demuestran la resistencia al
reclutamiento y a la participación en la guerra. León Pomer recoge un apunte
ilustrativo, una de esas anécdotas reveladoras: el recibo de un herrero por la
confección de un par de centenares de grillos para “los voluntarios”
que debían marchar al Paraguay.[15] Tambien se menciona el
fusilamiento “por sorteo” de sublevados en Catamarca. [16]
Comprometido por motivos políticos con el apoyo a la guerra, el general
Urquiza debió enfrentar dos episodios propios de la transición de la sociedad
caudillesca a la sociedad disciplinaria: los gauchos convocados se le
desbandaron y se escaparon a los montes. La primera desbandada fue la de
Basualdo, el 3 de julio de 1865, día en que desertaron tres mil reclutas
aprovechando la momentánea ausencia de Urquiza. El caudillo entrerriano fue
repetidamente advertido por López Jordan, por el coronel Juan Luis González y
hasta por su propio hijo Justo Carmelo, de que los paisanos entrerrianos no
querían participar de la guerra. Una nueva convocatoria logró reunir 6000
reclutas, a pie, (pues Urquiza había vendido todos los caballos a Brasil), y el
8 de noviembre la división de Gualeguaychú desertó
en masa, y pronto la imitaron los demás.
Esta vez se ordenó fusilar sin miramientos a los desertores capturados
con el auxilio de los soldados brasileños y uruguayos
Estos incidentes redujeron considerablemente la
participación entrerriana en la guerra, limitada a partir de entonces a los
negocios de venta de provisiones y a la incorporación de dos batallones de
infantería, que fueron embarcados en Concepción por Urquiza en persona bajo
amenaza de volarles la cabeza in situ a los que se resistieran.[17]
De similar tenor fue la
sublevación cuyana. Ante la neutralización del partido federal, aparecieron
expresiones políticas residuales que, no obstante, expresan una acción de
resistencia organizada. Tal el caso del federal urquicista Felipe Varela, quien
desde Chile, alentado ideológicamente por el círculo intelectual de la Unión
Americana, organiza una campaña sobre Cuyo a fines de 1866 con la ayuda de 150
soldados chilenos mal armados. En concomitancia con su accionar se produce en
Mendoza la sublevación de los Colorados, tropas que se niegan a partir a la
Guerra del Paraguay y destituyen al gobernador. La rebelión se extiende
rápidamente a San Juan, La Rioja, San Luis, Catamarca y cuenta con la simpatía
de las autoridades cordobesas. Varela lanza el 10 de diciembre de 1866 en
Jáchal su famosa proclama, en la
que sostiene que el glorioso pabellón de mayo quedó en las “ineptas y febrinas
manos del caudillo Mitre” y ha sido cobardemente arrastrado por los fangales
de Estero
Bellaco, Tuyuty, Curuzú y Curupayty, quedando la
nación “empeñada en más de cien millones y comprometido su alto nombre”. "Tal es el odio que aquellos fratricidas porteños tienen a los provincianos, que muchos de
nuestros pueblos han sido desolados, saqueados y asesinados por los aleves
puñales de los degolladores de oficio: Sarmiento, Sandes, Paunero, Campos,
Irrazával y otros varios dignos de Mitre." Agrega que: “nuestro
programa es la práctica estricta de la constitución jurada, del orden común, la
paz y la amistad con el Paraguay, y la unión con las demás repúblicas
americanas."[18] En poco tiempo Varela pasó de 150 soldados
chilenos prestados a reunir casi 5.000 montoneros y unos cuantos centenares de
indios ranqueles: la fuerza federal más importante desde la batalla de
Pavón. La posibilidad de que esta rebelión se volviera incontenible obligó a Mitre
a abandonar la jefatura de los ejércitos aliados en el Paraguay y regresar a
Rosario para organizar la represión interna. La derrota federal de Pozo de
Vargas comenzó a revertir el cuadro, que luego quedaría reducido a una guerra
de guerrillas de los federales contra los ejércitos mitristas, y concluiría con
la retirada de Varela a Bolivia.
En la provincia de Corrientes,
que fue tocada de cerca por la guerra, hubo un grupo considerable de correntinos,
de clase alta, relacionados con la política y el comercio, que apoyaron la
causa paraguaya, y a los que se llamó yerbócratas o paraguayistas. Esos correntinos no
consideraban a Paraguay un enemigo por vínculos históricos y geográficos, y se sentían
también agredidos por la política liberal porteña. Muchos de ellos serían,
luego de finalizada la guerra, juzgados como traidores a la patria.[19]
LA
OPOSICIÓN INTELECTUAL
En las entonces llamadas “clases
ilustradas” y en la prensa, hubo distintos grados de oposición. Si bien los
periódicos expresan inicialmente apoyo a la guerra en su mayor parte, no
faltaron voces disidentes, que se fueron haciendo más numerosas y atrevidas a
medida que la guerra se prolongaba, y sobre todo a partir de Curupaytí y de la
revelación del tratado secreto que dio pie a la triple alianza, revelando que
el plan de atacar al Paraguay era anterior a las provocaciones de Lopez.
El más ilustre opositor intelectual
a la guerra del Paraguay fue Alberdi, que lo hizo en varios planos complementarios:
1)
Mediante la polémica directa con el mitrismo en sus cartas públicas o artículos
contra la guerra. El publicista argentino escribió, en total, entre
1865 y 1869, seis ensayos sobre el tema: “Las disensiones de las Repúblicas del
Plata y las maquinaciones del Brasil” (1865); “Los intereses argentinos en la
guerra del Paraguay con el Brasil” (1865) ; “La crisis de 1866 y los efectos de
la guerra de los aliados en el orden económico y político de las
repúblicas del Plata” (1866); “Tratado de la Alianza contra el Paraguay” (1866)
“Las dos guerras del Plata y su filiación en 1867” (1867) y “El Imperio del
Brasil ante las democracias de América” (1869).[20]
2)
Alberdi mantuvo además una correspondencia privada con distintos actores, como
el diplomático paraguayo Gregorio Benites, con quien tenía amistad, y a quien
aconsejaba sobre cómo abordar la comunicación de la guerra ante las potencias
europeas, llegando a proponer que se instigara la sublevación de los esclavos
en territorio brasilero. Es dable señalar que el propio Benites reconoce que
Alberdi no pretendía recompensa alguna, que actuaba por interés patriótico y
que sólo esperaba que, si el Paraguay resultaba triunfante, ayudaría a la
Argentina en la lucha contra la tiranía de Buenos Aires.[21] En carta del del 20 de octubre de 1868 lo
instruye sobre el modo de aprovechar políticamente la cuestión de la esclavitud
para “paralizar el ascendiente dominador del Brasil”. Sostiene que hay
que hacer con ese Imperio “lo que él hace con nosotros: llevarle a su seno la
agitación y el conflicto. La ocasión es la revolución de España, y el terreno,
la cuestión de la esclavitud. Abolir la esclavitud de los negros, es crear
nuestro ejército republicano de vanguardia en el corazón del Brasil. Ud. puede
hacer mucho en este sentido. Es un digno trabajo de los diplomáticos de la
América republicana en París.” [22]
·3)Compuso
asimismo una de sus obras más notables como aporte de teorización contra la
guerra con puntos en contacto con Grocio y con la Paz Perpetua de Kant: “El
crimen de la Guerra”, que fue escrita en 1869 pero recién se publicó en 1895
(veintiséis años después) en el volumen II de los Escritos póstumos,
con considerables adulteraciones y hasta la eliminación de párrafos enteros. Si
bien esta obra no se refiere expresamente a la guerra del Paraguay, fue
directamente inspirada en aquella contienda y escrita con motivo de ella. Es un
libro tan notable que con razón se dijo que si hubiera sido publicado en Europa
y no en Argentina habría dado a su autor renombre universal. En él hizo una
exposición sistemática de los argumentos jurídicos, morales y económicos en
contra de la guerra y expresó su visión sobre las relaciones entre los Estados.
Es la obra de un gran pacifista, de un humanista convencido y de un hombre
comprometido con su tiempo. Es la condenación de la guerra en todas sus formas,
de la guerra como práctica internacional, del culto de la guerra y de las
glorias militares, de la santificación de las matanzas y los crímenes que la
guerra trae aparejados. Alberdi se revela, además, como un gran teórico del
Derecho Internacional, un precursor. Anticipando soluciones que tardarían
décadas en alcanzarse, previó la organización de una Sociedad de Naciones, la
conformación de una Justicia Internacional que castigara a los responsables del
crimen de la guerra y la protección internacional de los derechos humanos. “El
crimen de la guerra –dice al comienzo de su libro-. Esta palabra nos sorprende
sólo en fuerza del grande hábito que tenemos de esta otra, que es la realmente
incomprensible y monstruosa: el derecho de la guerra, es decir, el derecho del
homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala
posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la guerra.”
“Estos actos son crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La
guerra los sanciona y los convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a
ser en realidad la guerra el derecho del crimen, contrasentido espantoso y
sacrílego, que es un sarcasmo contra la civilización”. Más adelante
agrega: “La guerra es un modo que usan las naciones de administrarse la
justicia criminal unas a otras con esta particularidad, que en todo proceso
cada parte es a la vez juez y reo, fiscal y acusado, es decir, el juez y el
ladrón, el juez y el matador.” Alberdi se opone al contrasentido de que
existan dos derechos, uno que rige a los individuos castigando sus crímenes y
otro que rige a los Estados, santificando los crímenes de guerra. “Si el
derecho es uno –argumenta- ¿puede la guerra, que es un crimen entre los
particulares, ser un derecho entre las naciones?.” La guerra, advierte
Alberdi, “consume la riqueza nacional”, es un “factor de despoblación”,
una “causa de crisis económica”. “Por grande que sea el mal que la guerra haga
al enemigo, mayor es el mal que hace al país propio”. “La guerra puede ser
fértil en victorias, en adquisiciones de territorios, de preponderancias, de
aliados sumisos y útiles; ella cuesta siempre la pérdida de su libertad al país
que la convierte en hábito y costumbre”. El primer efecto de la guerra
es “un cambio en la constitución interior del país en detrimento de su
libertad, es decir, de la participación del pueblo en el gobierno de sus
cosas”. Así “todo país guerrero acaba por sufrir la suerte que él pensó
infligir a sus enemigos”. Su poder no pasará a manos del extranjero, “pero saldrá
siempre de sus manos para quedar en las de esa especie de Estado en el Estado,
en las de ese pueblo aparte y privilegiado que se llama el ejército. La
soberanía nacional se personifica en la soberanía del ejército y el ejército
hace y mantiene los emperadores que el pueblo no puede evitar”. “El soldado
romano se hacía vestir, alimentar y alojar por el trabajo del extranjero
sometido, mientras que el soldado moderno recibe ese socorro en la gran mayoría
del pueblo de su propia nación, convertida en tributaria del ejército, es
decir, de un puñado privilegiado de sus hijos; el menos digno de serlo, como
sucede a menudo con toda aristocracia.”. La guerra trae consigo “la ciencia y
el arte de la guerra, el soldado de profesión, el cuartel, la caserna, el
ejército, la disciplina, y a la imagen de este mundo excepcional y privilegiado
se forma y moldea poco a poco la sociedad entera”. Las glorias militares,
insiste Alberdi, “tienen por precio la libertad”. La guerra sólo es
justa cuando tiene como objetivo la liberación nacional. “Lejos de ser un
crimen, la guerra de la independencia de Sud América fue un grande acto de
justicia por parte de ese país”. No obstante lo cual, atribuye la libertad de
América a un movimiento general de la civilización y a una conquista de los
pueblos, no al acierto de los generales, “exaltados por la vanidad nacional”.
Otra forma eficaz de desalentar las guerras consiste en responsabilizar a sus
autores. “Las guerras serán más raras a medida que la responsabilidad de
sus efectos se haga sentir en todos los que las promueven y suscitan”. “La
responsabilidad penal será al fin el único medio eficaz de prevenir el crimen
de la guerra, como lo es de todos los crímenes en general. Mientras los autores
del crimen de la guerra gocen de inmunidad y privilegios para perpetrarlo en
nombre de la justicia y de la ley, la guerra no tendrá ninguna razón para dejar
de existir”. El castigo de la falta “podrá ser capaz de contener a los
que encienden con tanta facilidad las guerras sólo porque están seguros de la
impunidad”. Y cuando la sanción penal no es posible, debe aplicarse
indefectible la sanción moral: “Yo sé que no es fácil castigar a un asesino que
dispone de un ejército de quinientos mil cómplices armados y victoriosos; pero
si el castigo material no puede alcanzarlo por encima de sus bayonetas, para el
castigo moral de la opinión pública no hay baluartes ni fortalezas que protejan
al culpable”. “Las guerras serían menos frecuentes si los que las hacen –los
jefes de las naciones- tuvieran que exponer su vida... La irresponsabilidad
directa y física es lo que las multiplica... Si la guerra es un crimen,
el primer culpable de ese crimen es el soberano que la emprende... Si estos
actos son el homicidio, el incendio, el saqueo, el despojo, los jefes de las
naciones en guerra deben ser declarados, cuando la guerra es reconocida como
injusta, como verdaderos asesinos, incendiarios, ladrones, expoliadores, etc.”
Alberdi lleva sus concepciones contra la guerra a la proposición de un orden
internacional fundado en la existencia de un “pueblo-mundo”. “Si hay un pueblo
que está llamado a realizar perpetuamente el gobierno de sí mismo (self
government), es ese pueblo compuesto de pueblos que llamamos el género humano”.
El conjunto de las naciones, prevé Alberdi, se organizará paulatinamente
conformando una sociedad universal, celebrando Congresos o parlamentos
internacionales y dictando las leyes que rijan a los Estados en sus relaciones.
Ello no será obra solamente de las ideas, sino de los factores cohesivos entre
las naciones, el comercio, las comunicaciones, el intercambio pacífico. En esa
nueva organización se constituirán Tribunales de Justicia internacional para
dirimir los conflictos, aplicar el Derecho Internacional y castigar a los
culpables de las guerras de agresión. Alberdi prevé la consagración
internacional de los Derechos Humanos al sostener que “las personas
favoritas del derecho internacional son los Estados; pero como estos de
componen de hombres, la persona del hombre no es extraña al derecho
internacional”. El derecho internacional “es un derecho del hombre como lo es
del Estado; y si él puede ser desconocido y violado en detrimento del hombre lo
mismo que del Estado, tanto puede invocar su protección el hombre individual
como puede invocarla el Estado”. Cuando uno o muchos individuos “son
atropellados en sus derechos internacionales, es decir, de miembros de la
sociedad de la humanidad, aunque sea por el gobierno de su país, ellos pueden,
invocando el derecho internacional, pedir al mundo que lo haga respetar en sus
personas, aunque sea contra el gobierno de su país”. La evolución del derecho
internacional no hizo más que confirmar el acierto de ese gran humanista
práctico y pacifista militante.[23]
Alberdi también cantó la alabanza
del ejército paraguayo, sosteniendo que era el pueblo en armas. Es “superior
al del Brasil porque se compone de ciudadanos, no de aventureros, de esclavos y
de hombres venales. Esos ciudadanos son libres en el mejor sentido, en cuanto
viven de sus medios, no del Estado. El que tiene un pedazo de tierra, un techo,
una familia, y debe a su trabajo el sustento de su vida, ese hombre es señor de
si mismo, es decir, libre en el mejor sentido. Diez libertades de la palabra no
valen una libertad de la acción, y solo es libre en realidad el que vive de lo
suyo. Todo soldado paraguayo sabe leer, y raro es el que no sabe escribir y
contar. (…) Aunque la paz ha sido la regla de su vida, las armas y el arte
militar han sido un objeto constante de cultivo. Amenazados y desconocidos
siempre en su independencia, los paraguayos han vivido, desde mil ochocientos
diez, con la idea que tendrían que abrirse paso por las armas para salir del
bloqueo geográfico que eles imponía la aspiración de Buenos Aires a
reconquistar una antigua provincia argentina. La guerra, sin embargo, no ha
sido industria para el paraguayo; ha sido un simple deber de honor, la religión
del patriotismo. Su ejército modesto, no abunda en generales ni coroneles, como
en otras repúblicas, y los sueldos son insignificantes. En su casa, en el
ejército, en la paz, en la guerra, en su país, o prisionero en país extranjero,
el paraguayo tiene la conciencia de lo que es, un ciudadano que vive de sus
medios, no de estipendio del Estado. (…) Comparad con el soldado del Paraguay
el soldado de Brasil, por el lado de las condiciones que dejamos señaladas, y
veréis que nada es más lógico que lo que está sucediendo en esa inacabable
guerra. El soldado imperial, encargado de dar libertad al ciudadano del
Paraguay, no es él mismo un ciudadano, es un súbdito de un monarca. No solo
carece de propiedad sino que él mismo fue la propiedad de su amo el día
precedente, y si ha dejado de ser cosa, no es para ser ciudadano, ni ejercer
las libertades de tal (…). En el Brasil, en que la tierra es el patrimonio de
una minoría oligárquica y el sustento del hombre, como en África, es eventual o
contingente, esa clase abunda más que en México y en Chile. De ahí sale la gran
masa de sus ejércitos (…) La pequeña República (de Holanda) triunfó del más
grande de los imperios modernos, porque el poder no está en el número de los
soldados, sino en el temple de las almas, en la conciencia fuerte de la
justicia de su causa, en la abnegación y el desinterés patriótico. Ese recurso
abunda en Paraguay y falta en Brasil”[24]
Juan María Gutiérrez ejemplifica el malestar de
la intelectualidad argentina en cartas privadas donde sostiene “La Argentina
está comprometida en una guerra estéril bajo todos los conceptos (…) Estamos
metidos en un berenjenal del que, derrotados o victoriosos, nos acaremos sino
males más o menos próximos”[25]. El coronel Alvaro
Barros, de destacada actuación contra los indios, se pregunta: “Algunos actos
secretos de provocación produjeron el ataque a
armado contra dos buques argentinos”, pero una vez arrojado el invasor
de Corrientes,”¿Qué intereses hicieron continuar la guerra…?” Entre los intelectuales y plumas de la época
que se pronunciaron contra la guerra del Paraguay destacan: Carlos Guido y
Spano, Olegario V. Andrade, Miguel Navarro Viola, José Hernández.[26]
Guido y Spano tomó valientemente la defensa del
Paraguay y la condenación de la guerra, al punto de que Mitre ordenó su arresto.
Su
hermoso poema “Nenia” reflejaba de manera poderosa la desolación del país
vencido.
¡Llora, llora urutaú
en las ramas del yatay,
ya no existe el Paraguay
donde nací como tú
¡llora, llora urutaú!
¡En el dulce Lambaré
feliz era en mi cabaña;
vino la guerra y su saña
no ha dejado nada en pie
en el dulce Lambaré!
¡Padre, madre, hermanos! ¡Ay!
Todo en el mundo he perdido;
en mi corazón partido
sólo amargas penas hay
¡Padre, madre, hermanos! ¡Ay![27]
La prensa mitrista se burlaba de estos versos
de alto impacto, diciendo que ni Guido Spano había nacido en el Paraguay, ni el
yatay tiene ramas ni el Paraguay ha dejado de existir. Pero la belleza del
poema le ha merecido el destino que Manuel Machado consideraba el máximo honor
de las coplas: el volverse anónimo a fuerza de ser popular.
En su muy valiente libro “El Gobierno y
la Alianza” (1866)[28], hace un repaso objetivo
de todos los antecedentes de la guerra, comenzando con la intervención en el Uruguay,
y desarrolla con profusión de argumentos su opinión condenatoria de la guerra,
de la administración Mitre y de la alianza con el Brasil.
Otro poeta, Olegario V. Andrade, que había sido
protegido de Urquiza y secretario personal del presidente de la Nación, Santiago
Derqui, fundó en 1864 el periódico El Porvenir, en el que
criticaba con acidez la política porteña y sobre todo la Guerra del Paraguay. Dos
años después publicó el folleto “Las dos políticas: consideraciones de
actualidad”[29], donde retoma el
tema alberdiano de las divergencias insalvables entre los intereses porteños y
los del interior del país. Poco después Mitre clausuró “El porvenir”, obligando
a Andrade a mudarse a Buenos
Aires para publicar en El Pueblo Argentino. En
sus campañas periodísticas denuncia que la triple Alianza "derriba
por fin con `el hacha de la iniquidad, las puertas de un pueblo hermano y se
sienta sobre sus escombros, como el genio de la desolación`"[30].
Escribe “formidables alegatos contra la política de represión a las
provincias y de alianza con el Imperio del Brasil contra Paraguay” comparables a los que escribía Alberdi en
Europa [31] …)Presenta el martirio de
Paysandú a manos de los ejércitos y escuadras de Brasil y Uruguay como una
premonición, un símbolo heroico, que es también la representación de la
resistencia del viejo federalismo provinciano a las políticas de Buenos Aires. “En Paysandú está el sepulcro de
Leónidas” -escribe, y agrega: - “La sombra de Leandro Gómez vaga por los aires
demandando venganza”. En su poema, “A Paysandú”, escribe:
¡Sombra de Paysandú!
¡Sombra gigante que velas los despojos de la
gloria!
Urna de las reliquias del martirio, ¡espectro
vengador!
¡Sombra de Paysandú! ¡lecho de muerte,
donde la libertad cayó violada!
¡Altar de los supremos sacrificios, santuario
del valor! [32]
Y más adelante:
Las
bombas estallaron con hórrido estampido,
dejando tras sus huellas sangrienta claridad;
el polvo de las ruinas se eleva enrojecido,
y gritan los esclavos: “¡Viva Su Majestad!”[33]
En cuanto a José Hernández, ya su hermano Rafael
había luchado junto con otros argentinos en la defensa de Paysandú,
desobedeciendo la consigna neutralista de Urquiza. Herido en
cómbale, Rafael se refugió en la isla de Caridad, hasta donde llegó su hermano
José, acompañado de Carlos Guido y Spano.[34] El autor del Martin Fierro
también condenó la guerra y denunció abiertamente sus inconfesables fines desde
las páginas de El Eco de Corrientes (1867), fundado por él,
con el apoyo del gobernador Evaristo López, y prosiguió su campaña anti
mitrista en las columnas de El Río de la Plata de Buenos Aires
(1869), periódico que funda con la colaboración de las plumas de
Guido y Spano, Agustín de Vedia, Navarro Viola, Vicente Quesada, Estanislao
Zeballos y Mariano Pelliza. Allí vuelve a cuestionar la guerra del Paraguay rebatiendo
los argumentos porteñistas y belicistas e intima al presidente
Sarmiento a que ponga fin a esa contienda “única en
los anales de Sudamérica (…) que nos ha arrebatado millares de argentinos,
brazos robustos que la patria reclamaba para su bienestar y progreso,
esperanzas halagüeñas de inteligencia y de vida” (El Río de la
Plata, Buenos Aires, 24 de agosto de 1869, editorial). Vuelve sobre el tema
días después (27 de agosto), en estos términos: “Pero ya
que los sucesos han seguido su curso; ya que el gobierno no ha creído que debía
romper la herencia tradicional de su antecesor hagamos votos porque el
desenlace de la contienda le induzca a buscar el camino de la reparación”[35]. Más
tarde, en un discurso legislativo definió categóricamente: “Mitre ha sido
la entidad más funesta que han conocido estos países... él pobló de cadáveres
nuestras campañas con sangrientas intervenciones armadas; holló la soberanía de
las provincias con atentatorias y farisaicas intervenciones pacificas;
consintió la barbarie, de que ha sido objeto el partido federal; hizo enmudecer
la prensa libre, desterrando a los que levantaban su voz para pedir justicia
contra los atentados; sancionó el Tratado de la Triple Alianza, contra las
conveniencias y contra el sentimiento nacional; precipitó al país a la guerra
con el Paraguay, y ha permanecido tres años al frente del ejército para hacer
conocer su impericia e incapacidad militar (...)”[36]
El connotado publicista uruguayo Juan Carlos
Gómez, distinguido miembro del liberalismo rioplatense, dirige el 15 de
diciembre de 1869 una carta pública a Bartolomé Mitre e inicia una polémica
resonante con éste sobre causas y fines de la guerra del Paraguay. Gomez
repudiaba lo que él llamaba “tiranía de López”, pero advertía Mitre
valientemente: “Los proveedores y los mercachifles le baten palmas” (a Mitre),
pues dicen que “hoy nadamos en oro y vamos á ceñir el laurel del triunfo á la
sien de nuestros bravos. Pero la polvareda de los intereses y de los egoismos (…) va á ser disipada pronto”. Dirige a Mitre varios
cargos entre ellos, haber reducido “á los pueblos del Plata á un papel
secundario, de meros auxiliares de la acción de la monarquía brasilera”; ésta “ha
hecho su obra, y no la nuestra: deja establecida su conveniencia y suprimida la
nuestra en el Paraguay”; se ha adulterado la lucha, “la hemos convertido, de
guerra á un tirano, en guerra á un pueblo; hemos dado al enemigo una noble
bandera para el combate; le hemos engendrado espíritu de causa; le hemos creado
una gloria imperecedera, que se levantará siempre contra nosotros”; “hemos
perpetrado el martirio de un pueblo que en presencia de la dominación
extranjera, simbolizada por la monarquía brasilera y no de la revolución que
hubiera simbolizado sólo la república de los pueblos del Plata, se ha dejado
exterminar hombre por hombre, mujer por mujer, niño por niño, como se dejan
exterminar los pueblos varoniles que defienden su independencia y sus hogares”
“La afianza acabará; pero el pueblo paraguayo no se acabará, y la defensa
heroica del Paraguay ha de ser allí la gran bandera”, sostiene. [37]
En Europa existió
también una importante propaganda periodística como resultado del esfuerzo que
desplegaron los cuatro países beligerantes a través de sus agentes para la
captación de opiniones,[38] y de la que participaron
polemistas europeos como Eliseo Reclus -cuyos artículos fueron publicados
en La Revue des Deux Mondes-, Claude La Poëpe /Charles Expilly,
Theodore Mannequinn y Thomas Hutchintson, a favor de la causa paraguaya.[39] Reclus, uno de los más
célebres geógrafos del siglo XIX, además de notorio teórico y militante
anarquista, denunciaría: “Después
de la guerra, casi toda la superficie del Paraguay, que dejó de ser ocupada,
entró en el dominio público. Dueño de esta inmensa propiedad nacional, el
gobierno la puso en venta, a tanto la legua cuadrada, según el valor de las
tierras y la proximidad de los mercados. Los especuladores argentinos, ingleses
y norteamericanos, se echaron sobre la presa, sin respectar siquiera las
pequeñas porciones donde las familias guaraníes cultivaban el suelo de
generación en generación, sin que hubiera tenido jamás de tener que hacer
constar sus títulos de propiedad… en pocos años los vastos territorios fueron
adjudicados a propietarios ausentes, y en adelante ningún campesino paraguayo
podrá cavar el suelo en la patria sin pagar renta a los banqueros de Nueva
York, Londres, o Ámsterdam”.[40]
Un último episodio para concluir
con la tónica indicada al comienzo. Una breve mención en una carta de un
viajero inglés entreabre una puerta a otro tipo de resistencia a la guerra: la
conformación de un campamento de desertores escapados de todos los ejércitos:
el llamado “Quilombo del Gran Chaco”. La noticia de este singular fenómeno
proviene de la carta XXIII del viajero, cónsul itinerante y espía inglés
Richard F. Burton (1821-1890), el celebérrimo traductor de “Las mil y una
noches” y el “Kamasutra”, quien, testigo de la guerra y visitante ilustre,
cuenta: “del lado opuesto del Río Paraguay, el del Gran Chaco, se ha
fundado un amplio quilombo o establecimiento de fugitivos, donde brasileños y
argentinos, orientales y paraguayos viven juntos en mutua amistad y en
enemistad con el resto del mundo y la guerra”.[41]
Esta curiosa noticia ha sido recreada como disparador en una iniciativa
de autores provenientes de los países involucrados en la contienda, para
reflexionar a través de la ficción sobre la guerra (Augusto Roa Bastos,
Alejandro Maciel, Omar Prego Gadea y Eric Nepomuceno)[42]. No sabemos qué fue de
aquella gente, fugitivos de la guerra, rebeldes a la masacre y a los mandones
de turno, iniciadores de una suerte de utópica república pacifista, un quilombo
de esclavos autoliberados, un falansterio de veteranos hartos de matanzas, en
medio del monte chaqueño. Al menos por un tiempo, los destinados a ser carne de
cañón se rebelaron al destino que les había impuesto la geopolítica y sus estrategas.
[1] Juan,
11:50
[2] Yunque,
Alvaro, “Leandro N. Alem, el hombre de la multitud”, Bs. As. 1984, Centro
Editor de América Latina.
[3] Alberdi, Juan B., “El crimen de la guerra”, párrafos
extractados de Garin, Javier A, “Manual popular de Derechos humanos”, Buenos
Aires, Ciccus, 2012, paginas 197/201 .
[4] Garin,
Javier A., “Anticristo, historia de una profecía jesuítica sudamericana” (2018,
Bs. As. Dunken, ver capítulos Sobre las ruinas de los jesuitas, pag. 63 y sig.,
y La conspiración antijesuítica mundial, pags. 75 y sig.
[5] Idem
[6] iGarin,
Javier, “El discípulo del diablo, vida de Monteagudo”, capítulo: “El aprendiz
de Saint Just”
[7] Polémica
de la Triple Alianza : correspondencia cambiada entre el Gral. Mitre y el Dr.
Juan Carlos Gómez... (formato PDF),
Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2017; Publicación
original: La Plata : Imp...La Mañana, 1897
[8] Guido
y Spano,. Carlos, “Autobiografía, carta confidencial a un amigo que comete la
indiscreción de publicarla”, Buenos Aires, 1879, en Biblioteca Virtual
Universal, 2006.
[9] Tales
consideraciones provienen de Garin, Javier A. “El último perón”, Buenos Aires,
Dunken, 2014, capítulo 18, “Prócer de la unidad latinoamericana.
[10] Alberdi,
Juan B., “El crimen de la guerra”, párrafos extractados de Garin, Javier A,
“Manual popular de Derechos humanos”, Buenos Aires, Ciccus, 2012, paginas
197/201
[11] HALPERÍN
DONGHI, T. (1982): Una Nación para el desierto argentino, Buenos
Aires, Centro Editor de América Latina, Biblioteca Básica Argentina.
[12] Alberdi,
Juan B, “Los intereses argentinos en la guerra del Paraguay con el Brasil”
(1865)
[13] Alberdi,
Juan B. citado por Pomer Leon en “La guerra del Paraguay: estado, política y
negocios”, Ed.Colihue.
[14] Alberdi,
Juan B, Obras completas, tomo VII, Bs. As., La Tribuna Nacional, 1887
[15] Pomer
León, La Guerra del Paraguay, Centro Editor de América Latina, 1971. Cita un
recibo de un herrero catamarqueño del 5 de noviembre de 1867, al gobernador
Maubecin, que textualmente dice: “Recibí del gobierno de la provincia de
Catamarca, la suma de 40 pesos bolivianos, por la construcción de 200 grillos
para los voluntarios catamarqueños, que marchan a la guerra contra el
Paraguay.”
[16] Armando
Raúl Bazán – La Pena de Muerte por Sorteo en Catamarca, citado en http://www.lagazeta.com.ar/voluntarios.htm
[18] Baratta
Victoria M, La Guerra del Paraguay y la construcción de la identidad nacional,
Sb editorial.
[19] Brezzo
Liliana M.; La guerra de la Triple Alianza en los límites de la ortodoxia:
mitos y tabúes”,
Revista Universum Nº 19 Vol.1 :10 - 27, 2004
[20] Brezzo,
Liliana M. (UCA / CONICET). (2007). Los mecanismos de exaltación de Juan
Bautista Alberdi en Paraguay: entre las responsabilidades nacionalistas y el
revisionismo histórico. XI Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia.
Departamento de Historia. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de
Tucumán, San Miguel de Tucumán.
[21]
Brezzo, Liliana M., en
https://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/cultural/la-propaganda-paraguaya-en-europa-durante-la-guerra-grande-1508406.html
[22] Epistolario
inédito (1864-1883): Agosto 1864-octubre 1871 Juan Bautista Alberdi, Gregorio
Benítes
Academia Paraguaya de Historia, 2006 – pagina 261.
[23] Alberdi,
Juan B., “El crimen de la guerra”, párrafos extractados de Garin, Javier A,
“Manual popular de Derechos humanos”, Buenos Aires, Ciccus, 2012, paginas
197/201 ..
[24] Juan
Bautista Alberdi, citado por O´Leary, Juan, Historia de la guerra de la Triple
Alianza”, p.90
[25]
Yunque Alvaro, op cit, tomo 1, pag.94.
[26]
Ramirez Brachi, Dardo, LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA COMO TEMA POLÍTICO E
IDEOLÓGICO EN JUAN BAUTISTA ALBERDI. P 152
[27] GUIDO
Y SPANO , CARLOS poema Nenia.
[28] GUIDO
Y SPANO , CARLOS , El gobierno y la alianza , consideracio . nes políticas .
Buenos Aires , 1866 . H. D.
[29] Olegario
Víctor Andrade, José Hernández, “Las dos políticas, consideraciones de
actualidad”,Editorial Devenir, 1957
[30] https://www.telam.com.ar/notas/201408/74475-guerra-de-la-triple-alianza-paraguay-historia-francisco-solano-lopez.html
[31] Artículos
históricos-políticos (1863-1868). Recopilados y publicados con un prólogo por
el Dr. Félix E. Etchegoyen. Buenos Aires, Lajouane, 1919; Ruiz Diego, “OLEGARIO
VÍCTOR ANDRADE, POESÍA Y POLÍTICA” en Andrade, Olegario V., obra poética
completa, pag. 224, disponible en
https://www.buenosaires.gob.ar/sites/gcaba/files/texto_andrade.pdf
[32]
Andrade, Olegario V., obra poética completa, pag. 224, disponible en https://www.buenosaires.gob.ar/sites/gcaba/files/texto_andrade.pdf
[33]
Op cit., pag 226
[34]
Ver Rela Walter, “Artículos periodísticos de José Hernández en «La Patria» de
Montevideo (1874)”, en Biblioteca Virtual Cervantes.
[35] Rivera,
Enrique, op. Cit. José Hernández y la guerra del Paraguay,
Buenos Aires, Indoamérica, 1004., p. 96
y ss. Véase colección de El Río de lo Plata en la
Biblioteca Nacional de Buenos Aires, n.º 30.669..
[36] 3
Hernández, José. “Prosas y oratoria parlamentarias”. Ed. Rafael Oscar Ielpi.
Buenos Aires. Editorial Biblioteca. Afio 1974. Pág. 83., citado por Ramirez
Braschi, Dardo, “LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA COMO TEMA POLÍTICO E IDEOLÓGICO
EN JUAN BAUTISTA ALBERDI”, disponible en internet.
[37]
Polémica de la Triple Alianza : correspondencia cambiada entre el Gral. Mitre y
el Dr. Juan Carlos Gómez... (formato PDF), Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de
Cervantes, 2017; Publicación original: La Plata : Imp...La Mañana, 1897
[38]Johansson,
María Lucrecia, “Detrás de las noticias: vínculos entre diplomáticos y prensa
europea durante la guerra del Paraguay”, Travesía (San Miguel de Tucumán)
vol.19 no.2 San Miguel de Tucumán dic. 2017 *
[39] Brezzo,
Liliana M., 150 años de la guerra del Paraguay: nuevos enfoques teóricos y
perspectivas historiográficas. Primera parte, en www.scielo.org.ar
[40] (Reclus,
Eliseo: “Paraguay”.pág. 87 – García Mellid, Atilio, Proceso a los
falsificadores de la Historia del Paraguay. t.II.pág.478)
[41]
Burton Richard F, “Cartas desde los campos de batalla del Paraguay”, Libreria
El Foro, 1998.
[42]
Roa Bastos y otros, “Los conjurados del
quilombo del Gran Chaco”, Alfaguara 2001.